Lecturas
Se dice que quien se baña una vez en las aguas del río Miel, no se marcha nunca más de Baracoa. La afirmación, sin duda exagerada, sirve para resaltar un hecho cierto: el que visite una vez esa ciudad de la región oriental cubana, sentirá siempre el deseo de regresar. Estuve allí por última vez en 1995 y, sin que pueda explicar los motivos, me mataban las ganas de volver. Este reportaje fue solo un pretexto.
Situada a más de mil kilómetros del este de La Habana y a 250 de Santiago de Cuba, Baracoa, que tiene 504 años de fundada, es la ciudad primada de Cuba; como se lee en su escudo: «La primera en el tiempo». Su nombre, en lengua de los primitivos pobladores de la región, quiere decir, según unos, «tierra alta», y, para otros, «existencia de mar». Dadas las características del lugar donde se ubicó, cualquiera de los dos significados podría ser válido porque Baracoa está encajonada entre el océano y las montañas que exhiben una vegetación tan exuberante y lujuriosa.
Un escenario que, unido a la indolencia de los gobernantes coloniales y republicanos, condicionó durante siglos el aislamiento de la zona, su atraso cultural y una economía agrícola asentada en la tala de árboles y los cultivos del plátano, el coco y, sobre todo, el cacao.
Hasta 1965, cuando se inauguró el viaducto La Farola, el territorio no tuvo comunicación terrestre con el resto del país, salvo aquella que podía hacerse a pie o en mulo por estrechos caminos de montaña. Como si se tratase de una de las tantas isletas del archipiélago cubano, se llegaba allí por mar, en una goleta que hacía el viaje desde Santiago de Cuba. O en un avión destartalado que volaba dos veces al día siempre que el tiempo lo permitiera. Así, decir Baracoa, al igual que el Cabo de San Antonio, en el extremo occidental de la Isla, era mentar el fin del mundo.
Se fundó en 1511 y fue durante cuatro años la capital de la Colonia, pero cuando en 1518 se le concedió el título de ciudad, estaba ya prácticamente despoblada. A partir de ahí y hasta el triunfo de la Revolución en 1959 vivió abandonada a su suerte. Castigada por los ciclones, las sublevaciones indígenas, los ataques de corsarios y piratas y, más aún, por la indiferencia de los gobernantes, Baracoa se convirtió en la Cenicienta de Oriente. La primera en el tiempo era también la ciudad más preterida.
La Farola es una elevación montañosa que impone y el viaducto que la atraviesa una obra de envergadura: partió por su centro el macizo Sagua-Baracoa, el más abrupto e intrincado de Cuba. Se le conceptúa entre las siete maravillas de la ingeniería civil cubana.
Urgía construir el viaducto y por eso se adaptó a la topografía del terreno. Se buscaron las pendientes menos peligrosas y se siguieron en muchos tramos los trillos que utilizaban los campesinos. La solución final fue la de partir del firme y aprovechar el apoyo de la ladera para colocar las placas voladizas y los 11 puentes que cuelgan de la montaña sostenidos por columnas. La obra concluyó en 18 meses y desde entonces Baracoa, capital del municipio del mismo nombre —921 kilómetros cuadrados y 80 000 habitantes; el 57 por ciento de los cuales vive en zonas rurales— estuvo al fin, como quien dice, al alcance de la mano.
El Yunque, a lo lejos, domina el paisaje. Es una montaña cuya forma se supone trazada por la erosión de las aguas del río Toa —el más caudaloso de Cuba— y sus afluentes. Cristóbal Colón lo menciona en su Diario de navegación. Llama a El Yunque «montaña alta y cuadrada que parecía isla».
Es, dicen los navegantes, un faro natural. El Yunque se divisa a gran distancia mar adentro y sirve de guía a los marinos que buscan llegar a Baracoa. Sus laderas, cubiertas de bosques son el hábitat de no pocas especies endémicas y en ellas se han encontrado numerosos restos arqueológicos taínos, etnia con una fuerte presencia en la zona.
En una metáfora visual dada a conocer por The Natura Conservancy, una publicación científica norteamericana, se sugiere que si el tamaño de un país lo determinara su biodiversidad, Cuba tendría entonces una extensión territorial mayor que toda Norteamérica y dejaría pequeños a la América Latina y el Caribe. El peso mayor de esa afirmación hipotética, según los especialistas, lo decidiría Baracoa, región que reporta el endemismo mayor de la flora y la fauna del archipiélago cubano. Por eso Baracoa y la región geográfica donde se encuentra, las llamadas Cuchillas del Toa, son Reserva Mundial de la Biosfera y Patrimonio de la Humanidad.
El bosque pluvial alterna allí con el chascarral y el pino cubano y guarda más de cien especies autóctonas, entre otras, algunas cocotrinas, el ocuje colorado y tres de los cuatro tipos de palmas cubanas. Es el último reducto del carpintero real, amenazado de extinción, y del almiquí, fósil viviente igualmente en peligro. Muy rica es su variedad de vertebrados. Y es también el ámbito exclusivo de la polymita, pequeño caracol de gran belleza y colorido sin igual, único en el mundo.
Una estancia en Santiago de Cuba propició que el escribidor saltara a Baracoa. Un viaje de cuatro horas por carretera. La ciudad primada es alargada y estrecha. Vista en el mapa, causa la impresión de un alero que le sale al malecón de la ciudad, en extensión el tercero del país, superado por los de La Habana y Cienfuegos. Las casas, por lo general, son de puntal alto, con techos a dos aguas y tejas francesas. Las ventanas son españolas. La mayoría de las edificaciones no son muy antiguas, pero la ciudad sí mantiene el trazado colonial de sus calles y plazas. Se remozaron numerosas viviendas. Nueva vida otorga a la ciudad el bulevar, al que se asoman comercios privados que, junto con el turismo, contribuyen a la renovación del territorio. Un nuevo hotel se construyó en el malecón.
En ambos extremos de la villa se levantan sendas fortalezas coloniales. La de Matachín, en la bahía de Miel, y La Punta, en la ensenada de Porto Santo. Ambos baluartes complementan al castillo de Seboruco, que se erige un poco retirado de la costa, sobre una loma de unos 40 metros de altura.
Cuando la capital de la Isla pasó a Santiago de Cuba, Baracoa cayó en un olvido del que emergió en el siglo XVIII cuando, por razones de geopolítica, adquirió valor estratégico. Fue entonces, entre 1739 y 1743, que se construyeron los tres fuertes antes mencionados y la ciudad pasó a ser el territorio mejor defendido de la colonia después de La Habana.
El Museo Municipal, instalado en el fuerte Matachín, merece una visita. Al igual que la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa. En este templo se conserva el símbolo más antiguo de la cristiandad en la América, la llamada Cruz de la Parra, una de las veintitantas que dejó Colón en su primer viaje y la única que ha llegado a nosotros. Fue confeccionada con madera de uvilla, un árbol americano, y las pruebas de carbono 14 le confirman una antigüedad que se corresponde con el descubrimiento del Nuevo Mundo. Sus cuatro extremos hubo que forrarlos con latón plateado para evitar que los feligreses arrancaran astillas para llevarlas de recuerdo. Hasta el dictador Fulgencio Batista, en su momento, agarró su pedacito.
Todavía se escuchan y se bailan en Baracoa el nengón y el kiribá, dos de las formas más remotas del son tradicional cubano. Hay allí un fuerte movimiento de cultura popular. Es muy extendida una artesanía que trabaja en exclusiva los recursos naturales. Abundan los talladores de madera y los pintores naif.
Hay en Baracoa una cocina original que apenas se conoce en el resto del país. Al arroz con coco los baracoesos lo tienen como un plato típico, aunque se come además en Barranquilla, Cartagena de Indias y otras ciudades caribes. Es un plato delicadísimo como lo son asimismo los pescados y mariscos cocinados en salsa de coco. Para confeccionar dicha salsa, se muele la masa del fruto y se exprime luego con un paño fino. Se le añade después achote (bija), culantro, cebolla, ají picante, orégano y su punto de sal y se pone a fuego lento hasta que espese y se obtenga la salsa.
El bacán es el pastel en hojas de Santo Domingo, pero en Baracoa —y en eso está la diferencia— se cocina con leche de coco. Es como el tamal tradicional, pero utiliza plátano en vez de maíz. Esa leche da un toque peculiar al calalú, comida de santos y de dioses que se elabora allí como en cualquier parte, con los tallos de todos los tubérculos. El frangollo no es más que la masa de plátano verde tostado y molido. El cucurucho, un dulce finísimo, es de coco molido y mezclado con naranja, piña, papaya o miel, masa que se envuelve en la fibra vegetal del coco. La bola de cañón es como la papa rellena, pero de plátano pintón o maduro. Y el chorote no es más que el conocido y gustado chocolate, engordado, eso sí, con almidones naturales.
El escribidor y su esposa hicieron un almuerzo memorable en Rancho Toa, a orillas del río de ese nombre, el más caudaloso de Cuba: ajiaco criollo, puerco asado en púa, arroz congrí, malanga y plátanos hervidos y aliñados con un mojo de cebolla…
Digno de apreciarse de cerca es el mestizaje del baracoeso. A diferencia del resto del país, no hubo en Baracoa grandes dotaciones de esclavos. El blanco se mezcló con descendientes de aborígenes, y la fuerte presencia francesa, a partir de la Revolución Haitiana, dio otro toque singular. Luego, ya en el siglo XX, vienen a Cuba más de medio millón de caribeños en busca de trabajo como macheteros en los cortes de caña. Pero esa migración no llega a Baracoa. Todo eso origina una inmovilidad centenaria en el mestizaje, con características y especificidades que lo distinguen y diferencian del de La Habana y Santiago de Cuba.
Más de 60 familias con apellidos franceses radican hoy en el territorio. Sus antepasados impusieron en la villa sus modas y sus costumbres, su filosofía y su literatura, y controlaron la economía local. Revitalizaron la industria azucarera, que desaparecería con el tiempo, e introdujeron nuevas variedades en la siembra del café.
Con el auge del banano (1902-1946) volvió Baracoa a conocer de cierto florecimiento para sumirse de nuevo en la miseria y la desesperanza cuando las plagas de la pintadilla y la sigatoca arruinaron la mayor parte de los cultivos.
En pleno esplendor bananero, en 1929, llegó a la ciudad la rusa Magdalena Menasses. Su padre, uno de los consejeros del zar, fue fusilado, al igual que su rey, tras el triunfo de la Revolución de Octubre. Peregrinó ella por el mundo hasta llegar a Cuba junto con su esposo Albert, también ruso, que tuvo que huir de su país cuando fue involucrado en el atentado a Lenin que protagonizó la terrorista Kaplan. Nadie supo nunca por qué se asentaron en Baracoa, quizá para librarse del brazo largo de la KGB. Lo lograron y allí establecieron primero un café y luego un hotel que aún se mantiene abierto.
Todavía se le recuerda en la cuidad como una mujer «ambivalente, dual, sospechosa», como un ser «detenido entre el sueño y la vida». Alejo Carpentier la tomó de referente cuando concibió a la Vera de La consagración de la primavera, uno de los personajes más subyugantes de las letras cubanas.
Baracoa es una joya. Cayamba, «el trovador de la voz más fea del mundo», como él mismo se identificaba, llamó a su ciudad «tesoro escondido en un cofre de montañas». La imagen es justa, pero incompleta. Porque el tesoro es también el lomerío; los ríos caudalosos, que es posible transitar en cayuca; el mar y la gente…
Sorprende el calor con que se acoge al visitante en la casa de cualquier campesino o pescador. No se le dice al recién llegado «buenos días» ni «mucho gusto» ni «encantado». Se le dice solo: «A buen tiempo». Lo que significa que la llegada es oportuna, bien recibida y que el anfitrión está dispuesto a compartir lo mucho o lo poco con quien lo visita.