Lecturas
Dijo Juan David un día a la viuda del presidente Roosevelt: «Señora, quisiera hacerle una caricatura». Y la vieja dama, con conciencia de su fealdad y afilado sentido del humor, repuso: «Basta con hacer mi retrato». Lo quisieran o no sus caricaturizados, David dejó en sus cartones el rostro de su tiempo. En 50 años de labor profesional legó unas 5 000 caricaturas personales y alrededor de 15 000 dibujos políticos y de sátira social. «Una de las obras plásticas más grandes del mundo en su género», dice René de la Nuez.
Sus caricaturas se salen siempre de la usual y manida desfiguración del personaje. Puede haber en estas exageración, pero las distorsiones, de existir, marcan una realidad, acentúan aquellos elementos esenciales que explican al ser humano que representan. No interesaba al caricaturista provocar la risa fácil ni llevar a sus cartones la pose del hombre, sino ir más allá de lo aparente para captar lo profundo de una personalidad. Ajeno al propósito del dibujante, en los cartones de David los personajes se salvan o se destruyen por sí mismos. Ese es el gran secreto de sus caricaturas, y también su logro mayor. Él lo explicaba muy bien cuando decía que no le importaba captar la nariz rota que todos ven, sino la nariz rota que está por dentro.
«Hay personas que vienen y me dicen: “Yo no tengo caricatura”. Les respondo: “Usted no tiene caricatura, luego no existe”. Toda persona tiene caricatura. En unas, es más fácil, en otras, más difícil; todo depende de cosas sutiles. La caricatura no es una cosa tan espontánea como parece; muy por el contrario, es trabajosa. Hay que insistir hasta encontrar el rictus, la curva precisa o la ondulación exacta que dé al hombre, hasta que la mano responda a la concepción que uno se hizo del hombre», me dijo una tarde de 1980.
Juan Eduardo David Posada nació en Sitiecitos, en la región central de la Isla, en 1911. Tenía 20 años de edad cuando presentó en Cienfuegos su primera exposición personal. En 1936 se instaló en La Habana y al año siguiente expuso aquí por primera vez. Massaguer y Hernández Cárdenas le dieron la mano cuando todos parecían ponerse de acuerdo para cerrarle el camino. El año de 1945 marca su despegue. A partir de ahí gozará de un reconocimiento creciente y su nombre se hace familiar fuera de Cuba; trabaja para periódicos y revistas importantes. Después de 1959 fue diplomático en Montevideo y en París y también profesor de Arte Cubano en el Instituto Superior del Servicio Exterior. Murió en La Habana, en 1981.
En sus cinco décadas de quehacer artístico hay una evolución evidente en la línea de David. El estilo geométrico del comienzo se hará más redondo y pleno. Toño Salazar será una influencia cada vez más lejana a medida que asimila y hace suyos los estilos de Massaguer y Rafael Blanco, y desde 1950 o un poco antes David será simplemente David.
Decía Raúl Roa: «Mientras más talento creador derrocha, más líneas convencionales ahorra. Tiene estilo propio, suyo, inconfundible, inherente, ínsito, pero tiene también enjundia alusiva y elusiva».
La consagración, sin embargo, no lo envaneció nunca ni le mató el temor del principiante ante la acogida que pudiera tener una obra suya. Decía que jamás daba por terminada una caricatura. De ahí sus muchos cartones de Guillén, Roa, Marinello y Carpentier —algunos de sus personajes preferidos—, hechos con el afán de captar otra expresión, otro mundo de los muchos que tiene cada persona, pero también con la intención de alcanzar la caricatura definitiva.
«Cuando un niño de cinco años es capaz de reconocer a su padre en una caricatura, se trata de una caricatura lograda», me dijo una vez. Y otra: «Para plasmar gentes e idiosincrasias hay que ensayar hasta encontrar el trazo sintético y preciso que atrape la hondura, la perspicacia, la pillería de una mirada, el gesto amargo, sonriente o brutal de una boca, lo erecto, lo desmembrado o lo satisfecho de un cuerpo».
Decía que el periodismo fue para él un modo de ganarse la vida. Añadía: Pero el asunto no es tan simple. Había llegado al periodismo con la sanísima intención de volcar en sus caricaturas lo que pensaba acerca del mundo político de su tiempo. Bien pronto chocaría con la realidad: no era más que un tornillo de una maquinaria ideológica, pero sobre todo productora de dinero. No demoró en percatarse de que debía decir solo aquello que a la empresa le conviniera, que sus opiniones personales poco importaban a los propietarios de las publicaciones.
«Quizá alguien me diga ahora: Pudiste renunciar al oficio. Pero no era doctor, chofer ni mecánico y carecía de sentido comercial, de manera que tenía que seguir en el carro y tratar de romper la férrea censura de las empresas periodísticas para las que trabajé. Decir que lo logré es engañarme a mí mismo. Las veces que creí haber burlado la censura terminé percatándome que aquello convenía también a los propietarios».
Refería David su encontronazo con Pepe San Martín, primo del presidente Grau y su ministro de Obras Públicas. Recordaba que una tarde entró al despacho de Santiago Claret, director-propietario del periódico habanero Información, para el que trabajó durante años, y vio que uno de sus ayudantes pegaba en las páginas de un álbum los recortes de las caricaturas que David realizara al ministro. «Son muy buenas —dijo el ayudante del director al artista— y a Claret le encantan».
Pasaron los días. Como presidente de la Asociación de Caricaturistas de Cuba, David debía organizar el salón de humoristas de ese año y se hallaba en una situación difícil, insuperable casi: no tenía dinero para convocarlo porque el ministro de Educación se negaba a aportar los 5 000 pesos necesarios. Alguien le dijo que Pepe San Martín los aportaría, y que la directiva de los caricaturistas debía visitarlo para ponerse de acuerdo en cuanto al tema.
David lo había criticado tanto que rehuyó acudir al encuentro, pero no tuvo otro remedio. El día de la cita, Pepe San Martín, luego de comprometerse a entregar el dinero —lo que en verdad hizo— llamó aparte a David y tras mostrarle el álbum que el artista vio en la dirección de Información, le dijo: «Hoy recibí esto. Claret quiere 30 000 pesos y asegura que, a cambio, no se me satirizará más en el periódico. ¿Cuánto le toca a usted de ese dinero?
«Ministro —respondió David—, yo gano 45 pesos a la semana. De eso, no cobro ni me dicen nada».
Más que un humorismo político, quiso el caricaturista hacer un humorismo social que reflejara las grandes y pequeñas tragedias del hombre. De ese propósito surgieron dibujos que a la postre, en su mayoría, quedaron inéditos.
En una ocasión propuso a Miguel Ángel Quevedo, director de la revista Bohemia, una sección de humor cubano, no político y le llevó tres dibujos para que se formara juicio. Días después, Quevedo le dijo: «David, el mundo no es tan dramático como lo pintan los humoristas. La sección no va».
Conocí a Juan David en 1975 en la Redacción de la revista Cuba Internacional, ubicada entonces en la espléndida casona art noveau de la calzada de Reina esquina a Lealtad, en Centro Habana. Era, desde hacía mucho tiempo, un Picasso de la caricatura personal, como lo definió Roa; todo un maestro y, sin embargo, con humildad memorable acompañaba a este entonces joven reportero a la realización de sus entrevistas.
Ya en el cara a cara con el entrevistado, David de sentaba en un rincón de la pieza, y, sin hacerse sentir, sacaba sus lápices y la libreta de apuntes y fijaba sobre el papel aquellos rasgos de la personalidad de quien debía caricaturizar; su gesto y la expresión de sus ojos. No toleraba que le posaran para la caricatura. Esperaba a que el personaje se olvidara de su presencia y se proyectara. Luego, cuando ya en su estudio decidía acometer el cartón que debía entregar a la revista, rompía todos los apuntes previos y trabajaba de memoria. «A medida que se va haciendo la caricatura —decía— se conoce mejor al personaje y, al final, el personaje se parece a su caricatura».
Manejaba muy bien la ironía, pero era un hombre bondadoso. Duro, pero tremendamente susceptible. Altanero a veces, pero tímido. Alegre y angustiado al mismo tiempo, nunca convencido del todo de la eficacia de su obra e insatisfecho y exigente consigo mismo hasta la exasperación.
Por aquellos días dibujaba con la derecha y pintaba con las dos manos. Lograba en sus caricaturas la integración armoniosa de plástica y gráfica, y trabajaba en sus «intromisiones», aquellas pinturas en las que jugaba con la abstracción total para sugerir figuras y paisajes y el hombre asociado a su entorno, y que él definía como autocaricaturas.
La pintura fue otro batiente del yo de Juan David, y no lo llevó nunca, por supuesto, a abjurar de su quehacer como caricaturista y dibujante, con todo lo que de arte menor ven muchos, erróneamente, en una caricatura. Le pregunté una vez si prefería ser reconocido como pintor más que como caricaturista y su respuesta fue rotunda: «Me gusta ser el artista Juan David».
Un día hablábamos sobre Fernando Ortiz. Yo debía escribir un artículo sobre ese sabio cubano de quien David fuera muy amigo y pedí su testimonio al artista. Dijo algo que me impresionó. Recordó que pocos años antes de su muerte, don Fernando le había dicho: «Tengo más de 20 libros en la cabeza, pero temo que la vida no me alcance para tanto». Aquella tarde David estaba sentado en el butacón preferido de Ortiz. El autor de Una pelea cubana contra los demonios se lo había legado como recuerdo.
A David tampoco le alcanzó la vida para hacer todo lo que tenía en mente. No pudo terminar su historia de la caricatura cubana ni llegó a ver impresos los libros en los que recogió todos sus cartones de Guillén y Carpentier. Tampoco pudo concluir una proyectada recopilación de su obra que aparecería bajo el título de Seres que he visto.
La salud le jugó una mala pasada. Había dejado de fumar, pero la disnea no le daba tregua y un cansancio espantoso ahogaba sus mejores deseos. Aún así proseguía con sus caricaturas en la prensa, mantenía su cátedra en el Instituto Superior del Servicio Exterior y acometía el que sería su último gran cartón: una caricatura del autor de Guernica destinada al Museo Picasso, de Barcelona.
Tendría la alegría de participar en el homenaje nacional que se le tributó por sus 70 años. Después viajó a Bulgaria, invitado como jurado al certamen del Museo del Humor, de Gabrovo, y, en Sofía, presentó una muestra de sus caricaturas de Guillén. Regresó herido de muerte. La falta de aire se le hacía angustiosa y mientras los médicos la achacaban a un recrudecimiento de su dolencia cardiaca, se descubrió el mal inevitable: un cáncer de pulmón que lo mató en pocas semanas.
Una vez le preguntaron cuál quería que fuese su epitafio. Meditó durante unos minutos. Dijo al fin: «Juan David amó mucho la vida y lamenta el retiro».