Lecturas
Son los días de la lucha contra Gerardo Machado. En una casa del Malecón habanero miembros del Directorio Estudiantil Universitario y alumnas de la Escuela Normal de Kindergarten discuten sobre el papel de los estudiantes de Segunda Enseñanza en el movimiento de oposición al dictador, cuando alguien avisa que la casa y la reunión han sido vendidas y que la policía no tardaría en aparecer. No se puede perder un solo minuto. Cuando ya los reunidos habían abandonado el local y quedaban solo en la casa sus moradores habituales, tocan rudamente a la puerta: agentes de la Sección de Expertos de la Policía Nacional insisten en verificar si «estudiantes prófugos de la justicia» celebran allí una reunión clandestina.
No, no hay aquí reunión alguna, responde el dueño de la casa, e invita a los expertos a que se convenzan por sus propios ojos. Así lo hacen y se retiran, pero quedan dos de ellos en la acera, atentos a cualquier movimiento en la residencia sospechosa.
Vuelven a tocar a la puerta. Se trata de un hombre joven, vestido con elegancia, sonriente, despreocupado. Es Eduardo Chibás. La familia se aterra al verlo y le explica lo sucedido. La casa está vigilada, le dicen, y Chibás confirma que, en efecto, se topó en la acera con dos tipos vestidos de civil, pero con pinta de policías.
—Lo van a detener —le advierte el cabeza de familia.
—No, hombre, no.
—Sus compañeros del Directorio y las muchachitas del Kindergarten se fueron enseguida...
—Porque no tienen experiencia.
—Sí, ya sabemos que usted está acostumbrado a situaciones como esta, pero la casa tiene una sola salida y lo detendrán en cuanto salga por esa puerta, a menos que se quede aquí con nosotros.
—No, eso es peor. Si no salgo, sospecharán y entrarán a buscarme. Usted no se preocupe, me valdré de algún ardid. La cuestión es de sangre fría y que la cara no nos traicione. En estos casos suelo poner una cara que no es de seriedad, ni de risa, ni de miedo, ni de valor, ni de nada... Ni de indiferencia siquiera. Digo exactamente lo contrario de lo que pienso y ya está.
—Tengo mis dudas.
—Usted verá; me haré pasar por un médico que vino a visitar a su señora.
—No creo que tengamos éxito.
—Ánimo, amigo, ánimo. Sígame la corriente y verá que les tomamos el pelo.
El hombre abre la puerta y cuando Chibás gana el portal, le dice:
—Bueno, doctor, muchas gracias. ¿Cuándo volverá?
—No, no hará falta. Manténgala con el tratamiento indicado y aplíquele por la noche una bolsa de agua caliente. Le aseguro que su mujer estará bien mañana.
Dicho eso pasa por delante de los expertos y se sitúa junto al contén de la acera en espera de un taxi.
—¿Lo detenemos? —pregunta un policía al otro.
—Pero, ¿no ves que es el médico?
El automóvil de alquiler no tarda en aparecer.
AinciartPero no siempre tendría la misma suerte. El 19 de diciembre de 1931 el brigadier Antonio Ainciart, jefe de la Policía Nacional, vio desde el vehículo en que viajaba, a un joven de traje azul y espejuelos oscuros, en quien creyó reconocer a Chibás, que se dirigía a su casa, en H esquina a 17, en el Vedado, y de inmediato ordenó a Juan Sampol, su chofer, que le encimara el automóvil y le cortara el paso. «Vamos a detenerlo ahora mismo», advirtió.
—Chibás, está preso. No se mueva. No haga ningún movimiento.
Condujeron al detenido a la Décima Estación de Policía.
—¡Qué honor ser detenido por el propio brigadier Ainciart en persona! —dijo Chibás, y el aludido le respondió que se guardase sus ironías porque se hallaba en una situación delicada. Se le acusaba de haber lanzado desde un vehículo en marcha un petardo contra un tranvía en la esquina de 17 y K, acción en la que se encontraban implicados asimismo su padre, el ingeniero Eduardo Justo Chibás Guerra, y el estudiante Carlos Prío Socarrás.
—Así que usted dice llamarse... —dijo Ainciart, y Chibás, de carretilla, aseveró:
—Eduardo R. Chibás Rivas, de 26 años de edad, con domicilio accidental en 25 esquina a G, en el Vedado, La Habana, hijo de Eduardo y Gloria, de ocupación estudiante y estado civil soltero...
Terminadas las diligencias formales, Ainciart ordenó a Sampol que lo registrara.
—Mire, Jefe, lleva un manifiesto.
Ainciart examinó el papel.
—Sí, es una proclama subversiva. Aquí se injuria al general Machado y a las instituciones armadas de la República.
—Se equivoca, brigadier Ainciart, ahí se dicen verdades y solo verdades del presidente de la República y de los cuerpos armados del régimen.
Los ojos de Ainciart, tras los finos cristales de las gafas, dejaban escapar destellos de odio.
—Pues bien, muy bien, señor Chibás. Ahora irá usted a repetir esas verdades al Presidio Modelo de Isla de Pinos.
Consejo de guerraA las nueve de la mañana del 15 de agosto de 1932 se constituía en el cuartel Brigadier Ávalos, del Quinto Distrito Militar, el consejo de guerra que juzgaría la causa incoada por el petardo contra el tranvía en la calle 17. En definitiva los tres acusados quedarían absueltos. Lo que lo hace verdaderamente significativo es que allí coinciden y se ven la cara por primera vez tres figuras que, cada una a su modo, tendrían un papel relevante en años posteriores. Porque si Chibás y Prío, que se conocían de la Universidad, comparecieron como acusados, entre los taquígrafos del tribunal figuraba el sargento Fulgencio Batista.
El 13 de mayo de ese año, el capitán Calvo, jefe de los Expertos, había practicado un registro en la residencia de los Chibás. No encontró nada de mérito, pero ya en el patio, una cuña verde marca Ford se le hizo sospechosa. El ingeniero Chibás negó que perteneciera a la familia, pero no pudo explicar quién era su propietario. Más aún, adujo ingenuamente que no la había visto antes, lo que Calvo, por supuesto, no creyó. Luego de revisarla superficialmente, la policía decidió remolcarla. Ya en la jefatura, encontraron oculta en el auto una caja de hierro con 245 paquetes de dinamita y nueve bombas de mano, suficientes para que, de explotar, hicieran desaparecer ocho manzanas. Chibás padre fue a dar con sus huesos al Presidio Modelo, donde ya guardaba prisión su hijo. Se le implicaba además en el asunto del tranvía. Un policía decía haberlo reconocido.
El ingeniero Chibás negó los cargos. En el momento de los hechos despachaba en su casa con su secretaria, y si bien era cierto que era propietario de un auto marca Packard, como el utilizado para el atentado, el vehículo se hallaba en el taller desde días antes del incidente. La chapa reportada por la policía y que constaba en el acta fue, en efecto, la del Packard en cuestión, pero desde antes de lo del petardo había dejado de serlo. Ocuparon en su casa un libro de Bertrand Russell y eso era también motivo de otra acusación, porque para aquellos expertos nada expertos se trataba de propaganda «comunista».
Llamaron a declarar al hijo. No podía dar explicaciones, dijo, sobre un hecho en que no participó. A preguntas del fiscal, respondió que no era contrario al gobierno, sino contrario al gobierno de Machado, culpable de crímenes y robos, y que no era enemigo del poder constituido, sino de quien en esos momentos lo detentaba. Negó que su padre estuviese vinculado al caso y que lo estimulara en su actitud oposicionista, y proclamó por último la inocencia de Carlos Prío. Por su parte, Prío hizo lo mismo. Admitió militar en grupos de oposición, pero recalcó que nada tenía que ver con el petardo.
Como se dijo antes, el consejo de guerra absolvió a los tres acusados. De todas formas volvieron a la prisión. Faltaba todavía dirimir el asunto de la cuña verde con los explosivos.
Ainciart otra vezIncapaz ya de contener al pueblo, Machado huía del país el 12 de agosto de 1933. El brigadier Ainciart, culpable, entre otros muchos crímenes, de haber ordenado la masacre del día 7 en los alrededores del Capitolio, estuvo entre los que lo acompañó al aeropuerto de Boyeros y no cupo en el avión de seis plazas de que dispuso el dictador para la fuga. Trató entonces de encontrar refugio en casas amigas y nadie le abrió la puerta. Él, tan temido hasta ese momento, tuvo que vestirse de mujer para escabullirse de los que lo buscaban. Intento inútil. Se suicidó para evadir la justicia popular.
Una mañana, a fines de agosto, un grupo numeroso de hombres y mujeres, algunos con la bandera verde del ABC, comienza a reunirse frente a la Escalinata universitaria. Nada podía contenerlos. Venían del cementerio, donde habían desenterrado el cadáver de Ainciart para, luego de arrastrarlo, colgarlo de un poste eléctrico. Lo izaron y al partirse la soga el cuerpo cayó a la calle.
Chibás, que observaba la escena, trató de disuadir a sus autores. Les dijo que en ese mismo sitio Ainciart lo había golpeado en 1927, pero que él era incapaz de una salvajada como aquella. No creían en nadie los linchadores ni en nada. «Vamos a colgarlo a él también, colguemos a los dos», rugió la multitud enfebrecida. Chibás reaccionó con rapidez. «Vamos a quemarlo. Sí, sí, a quemarlo». Y mandó a alguien de su confianza a que fuera por una ambulancia. Llegó con un oficial de la policía y dos estudiantes de Medicina a bordo. Ayudados por ellos, Chibás logró transportar el cuerpo de Ainciart al vehículo, mientras controlaba a los linchadores a punta de pistola.