Williamsport, Estados Unidos. — Cuando el domingo cayó el último out para Cuba en la Serie Mundial de las Pequeñas Ligas, cerré los ojos y pensé en Fabián Montero.
Fabián fue el niño que dos días antes de viajar a esta ciudad de Pensilvania presentó problemas de salud y no pudo venir, algo que provocó el desconsuelo colectivo de sus compañeros. Él probablemente hubiera sido el abridor contra Panamá. Pero más allá de esa posibilidad, reflexioné en la experiencia maravillosa que no pudo vivir, aunque él siempre estuvo en la mente del resto del equipo.
Un día, en la villa, los niños rodearon varios implementos deportivos y otros objetos, y, haciendo un coro, filmaron un video para enviárselo: «Fabián todas estas cosas son para ti, las llevaremos a tu casa. Fabián, te queremos mucho, mucho, mucho». Lo vi varias veces y quedé impactado, mudo por varios segundos.
Después del último out pensé en el sacrificio de los padres de estos niños en Bayamo, los reales artífices de mantener «vivo» al equipo con su sacrificado aporte material y espiritual. Algunos se privaron de lo inimaginable para que sus hijos tuvieran un par de tacos o para alquilar un transporte colectivo con el que viajaron a otro municipio a «topar».
Viajé imaginariamente al modesto estadio bayamés Manuel Alarcón, en donde varios profesores entrenaron con intensidad a los peloteros. Luego al beisbolito Juan Ealo, sede excelente en la que vieron el esmero de sus trabajadores, conocieron a los árbitros Ronald Peralta y Ramiro Díaz, y jugaron con equipos habaneros que los ayudaron a pulirse.
Recordé muchas escenas antes de llegar al juego final: desde las maldades que se hacen entre ellos, el llanto de uno cuando despegó el avión porque lo asaltó el miedo, sus sonrisas al recibir implementos nuevos, sus saludos con estrellas de las Grandes Ligas, su manera de divertirse dentro y fuera del terreno.
Imaginé cómo debía estar el corazón de Vladimir Vargas, un gran técnico del béisbol, que lleva más de 30 años aguantando no solo el fortísimo sol de Cuba sino otro más dañino, que quema por dentro de la piel: el de las incomprensiones y las malas jugadas extradeportivas.
En medio de esa lluvia de reminiscencias bajé de las gradas del Estadio de los Voluntarios y me dirigí al banco de los nuestros. Verlos me oprimió el interior. Estaban llorando tendidamente, como nunca hicieron en las vidas con otra derrota.
Ninguno podía hablar, ni dar entrevistas, ni siquiera firmar una pelota. No podía consolarlos diciendo que solo permitieron cinco carreras en el campeonato, que pusieron en alto el nombre de Cuba o el de Bayamo; no podía decirles que por la noche iban a presenciar un juego de las Mayores entre los Phillies de Filadelfia y los Nacionales de Washington.
Lo único que pude decirles fue ¡Gracias! Ustedes han estremecido un país.