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¡Machete!

«Yo voy a morir escribiendo. Cuando tú te enteres de que yo morí, si muero en la mañana, tú sabrás que la noche anterior estaba escribiendo porque yo tengo necesidad de escribir».

 

Autor:

Jorge Alberto Piñero (JAPE)

Sé que muchos, con solo ver el título y conocer de qué trata esta sección, sabrán que estoy hablando del Premio Nacional de Periodismo 2023, José Antonio Fulgueiras Domínguez. Ese guajiro rellollo, gran amigo de todos y maestro de maestros desde la sencillez más extrema.

El Fulgue nació en Sagua la Grande, Las Villas, en 1952 y se inició en el periodismo en la década del 70 como corresponsal voluntario del periódico Vanguardia, hasta que en 1979 asume como periodista profesional de ese diario. En 1998 pasó al periódico nacional Trabajadores y en 2000 hasta 2006 trabajó como periodista del diario Granma. De 2008 a 2018 fue electo presidente de la Upec en Villa Clara...

Pero, que nadie imagine que me detendré a contar la biografía de Fulgueiras. Ni voy a hablar de sus incontables premios y distinciones, enumerar sus más de 30 libros, sus misiones como corresponsal de guerra y miembro de la agencia Prensa Latina. Tampoco comentaré su presencia en varias antologías poéticas… sus innumerables vivencias en cada espacio laboral o directivo que ha ocupado… ni sobre por qué es tan querido en su amada provincia y en todo el gremio de periodistas… sería imposible.

Eso lo tiene que buscar usted y le aseguro que descubrirá al más auténtico humorista de los que haya conocido el periodismo y la literatura cubana. Sus crónicas llevan su sello inconfundible, tal como él descubrió años después de comenzar a desempeñarse en esta labor que siempre soñó: «Cuando yo empecé en el periodismo pensaba que todo el mundo iba a escribir como escribo yo, entonces me di cuenta de que cada uno tiene su estilo. Hay algunos que son muy buenos escribiendo noticias, otros en la entrevista, en el reportaje, las crónicas…»

El problema es que Fulgueiras escribe como vive, como ve el mundo a su alrededor, y aunque ha tenido duros momentos, siempre sobresale su carácter especial, su yo inevitable, al estilo de Pierre Richard, Gene Wilder o Rowan Atkinson, pero mucho más criollo.

Su humor es auténtico y lo ha confesado: «Me gusta mucho el periodismo humorístico, que es otro de mis fuertes».

Ha colaborado con el suplemento Palante, en una sección que nombró Machete Fulgueiras, donde publica décimas humorísticas. Otra de las vocaciones que manifestó cuando aún era un niño.

Lo conocí hace muchos años en los eventos de sofbol de la prensa, haciendo una de las cosas que más le gusta: jugar con su equipo naranja y discutir apasionadamente de béisbol, porque el deporte, particularmente la pelota, la lleva en la sangre y la conoce al dedillo, aunque se faje con los árbitros.

No pasa mucho tiempo sin que nos veamos y nos elogiemos mutuamente con toda sinceridad. Siempre me promete invitarme a algunos de los eventos literarios que se realizan en Santa Clara. Mientras llega ese momento, les propongo esta reflexión que mi querido amigo Machete enunciara en entrevista que le realizó el periodista Renier Ramírez Quiñones.

«El periodista tiene que buscar información y tirarla, si no me la publican en el órgano de prensa la publico en el muro, pero la publico ¿Sabes por qué? Si no lo haces lo van a publicar otros porque ahora en Cuba, y el mundo, hay millones, millones y millones de periodistas entre comillas, que cogen una cosa, tiran una foto y ponen un texto. Ya no es la época mía, por eso ¿Qué hago yo? Yo la tiro primero. ¿No me la publican en el órgano de prensa? La pongo en el muro mío y ya. Ese es el periodismo como enseñó Sagarra a los boxeadores: el que da primero da dos veces. Bueno, en el periodismo tienes que dar tú primero. Entonces ese es el periodismo mío».

Me la puso en China

Tan solo llevaba una semana como periodista profesional del periódico Vanguardia, luego de transitar ocho años como corresponsal voluntario, cuando mi director, Pedro Hernández Soto, en un atardecer de noviembre de 1978, me puso la mano en el hombro y ordenó: «Esta noche viene a Santa Clara el embajador de China y estás designado para entrevistarlo».

Luego se alisó el bigote (su gesto más original), y me espetó: «Ah, y no te vayas a quedar en ninguna “cortica”. El trabajo es para la edición de hoy». Antes de partir se me ocurrió esta idea que al principio me pareció genial: me llevaré de traductor a mi colega Arturo Chang.

Este aceptó gustoso, pero de inmediato —como es su característica—, pasó a ser el jefe de la comitiva entrevistadora, y en el cuarto del albergue dictaminó este mandato-sugerencia.

—A un embajador no se puede entrevistar en mangas de camisa. Ponte este saco de Andrés de Jota. Yo le voy a pedir a Jorge el que estrenó en su boda con Gelda.

Como el saco de Andrés me quedaba largo de mangas, tuve que doblarlas como una cuarta hacia adentro con el solo inconveniente de que no le podría dar la mano al embajador. Mas, según Chang, con los chinos es más protocolar y vistoso pararse frente a ellos y hacerles una reverencia.

El embajador era un hombre alto y corpulento, de pelo negro y brilloso como el de todos los chinos, y un bigote finito pespunteado por un barbero de clase A.

—Ataca, narra, le dije por lo bajo a mi traductor, a la vez que nos deteníamos a medio metro del plenipotenciario y ejecutábamos, al unísono, el meneo reverencial.

Chang se paró en la punta de los pies y soltó la ráfaga china-preguntona.

—¿ 經典支那語言 ?

El embajador se nos quedó mirando e hizo un gesto achinado, sin pronunciar una sola palabra. Mi intérprete debió pensar que no lo había oído y volvió a la carga estirando el cuello, la frase y la voz:

—¡ 經典支那語言 !

Mas, el elegante diplomático volvió a permanecer en vilo en una clara respuesta silenciosa de que no había entendido ni papa.

Chang me haló por una manga del saco y me dejó visualmente manco. Después me susurró:

«Hubo un fenómeno imprevisto. El embajador lo que habla es el chino mandarín y yo el chino cantonés. En China se habla diferente en cada provincia; además, hay otro montón de dialectos».

Desconcertado me retiré hacia un rincón y permanecí allí como el mismísimo Giordano Bruno en espera de una hoguera segura. Al poco rato quedé perplejo cuando observé cómo la mujer de mi amigo Arístides entablaba una amena charla con el diplomático.

«¡Esta será mi traductora!», pensé, pero ella al notar que la miraba insistentemente se acercó y me dijo: «El embajador me preguntó que quiénes eran esos dos mentecatos, y luego me pidió que les dijera que él llevaba más de diez años en Cuba y sabía hablar el “cubano” mejor que ustedes».

José Antonio Fulgueiras

Publicado en Juventud Rebelde el 3 de agosto de 2017

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