Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El brillante

Autor:

Enrique Núñez Rodríguez

Siempre había sido una mujer feliz, pese a haber enviudado hacía ya algunos años. Vivía orgullosa del recuerdo de su marido. José fue siempre un hombre muy cariñoso. Y ella le fue fiel a su memoria. No vestía de negro, pero el luto, como ella decía, lo llevaba por dentro.

Todos los días 14 de febrero lucía, en el dedo índice de su mano derecha, aquel solitario de brillantes que él le regaló cuando cumplieron 15 años de casados. Ella, cuando él se le apareció con el estuchito de terciopelo rojo, con el sello de la joyería Le Trianón, lo abrió con una mano nerviosa. Y al ver la sortija exclamó:

—José, no debías haber hecho este gasto.

Y él le había contestado con dulzura:

—Todo es poco para ti. Tú te lo mereces.

Por el tamaño del brillante se podía calcular que José debió pagar por él no menos de 2 000 pesos.

A ella hasta se le olvidó que lo había sorprendido coqueteando con la rubia manicure de la barbería de los bajos.

Entonces le prometió no desprenderse nunca de aquella joya.

Cuando José, víctima de una dolencia cardiaca, presintió que iba a morir, la llamó junto a su lecho de agonizante. Y le pidió, con voz remota y débil, dos cosas; que no se opusiera a que la rubia manicure fuera a su velorio, y que jamás se desprendiera de aquella sortija. Y ella muy emocionada, se lo prometió.

Pero los nietos son los nietos, Y Joseíto, su nieto de 14 años, iba a cumplir 15. Y quería, para su cumpleaños, un televisor en colores. Le dijo que había oído hablar, entre sus amiguitos, de un lugar donde compraban joyas y daban un cheque para adquirir electrodomésticos y otras mercancías.

Cuando ella se excusó diciéndole que no tenía nada que vender, Joseíto le recordó:

—¿Y el solitario?

Los nietos son del cará.

Se negó al principio, pero Joseíto la dispuso a vender el solitario, con dolor de su alma. Estaba segura, allá en el fondo de su corazón, de que José la comprendería. Era tan buen hombre. Y adoraba a su nieto. Rompería, pues, la promesa que le hizo en artículo mortis. Él la perdonaría.

En la casa de canje, donde tasaban las joyas, ella sintió una rara sensación de infidelidad, mientras aquel hombre auscultaba, con una especie de monóculo, el brillante, del tamaño de un garbanzo de los medianos. Y experimentó la olvidada sensación de que aquel hombre la desnudaba, mientras tocaba con una varilla empapada en ácido la superficie dorada de la sortija. Estuvo a punto de deshacer la operación. Pero Joseíto, que la había acompañado, le susurró ilusionado:

—A lo mejor hasta puedes comprarme la casetera.

Terminada la operación, ella le preguntó al joyero:

—Bien, ¿y cuánto?

Él calculó con una minicomputadora y no se hizo esperar su respuesta:

—Veinte centavos.

Creyó haber oído mal. Pero el joyero le repitió la cifra. Entonces ella, ofendida, alegó que aquel solitario de brillantes debía valer muchísimo más.

El experto, con cierta pena, la sacó de su error:

—¿Brillante? ¡Vidriante, señora! Es puro culo de botella. Y tiene un ligero bañito de oro.

Ella estuvo a punto de insultarle, y de arrebatarle de la mano la joya, hasta entonces tan querida. Pero Joseíto, que pudo apreciar su gesto, le rogó:

—No importa, abue. No podrás regalarme el televisor en colores, pero cómprame una africana de chocolate.

Los nietos son del cará.

Yo pasaba casualmente por el cementerio cuando escuché su voz y la vi, junto al panteón, gritándole horrores a la losa.

Las cosas que le decía al difunto no las voy a repetir por respeto al cadáver.

Joseíto, que se comía una africana de chocolate, me miró con cara de pícaro y, como excusándose, me dijo:

—Abuela es del cará.

Y me sonrió con sus dientes de chocolate.

 

Enrique Núñez Rodríguez / dedeté 1980

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