No sería más periodista, me sentaría, vería las cosas pasar. Tendrás que mirar a otro lado… susurraba una voz. A borrar la primera impresión de la Universidad de Oriente: aquel sofá que se ensanchaba, se hundía, mientras los profesores me preguntaban de lo humano y lo divino.
Quitaría de mi mente el instante en que la profesora Norma Ferro cantó en el aula Unicornio de Silvio Rodríguez (ella lo pintaba de verde, de azul, de arcoíris) para ilustrar las metáforas; y el otro, ese en que el incombustible Vicente Guasch anunciaba con picardía que ya se estaba acabando lo que apenas comenzaba.
Debía ignorar la mirada de Ayman, mi compañero de estudios, llegado desde la mítica Palestina. Nos contemplaba en silencio, siempre en silencio, sin formar parte de nuestros corrillos, de nuestros chistes. ¿Cuántos gritos habría detrás de ese mutismo tenaz?
Se desvanecería la mañana surrealista cuando alguien pregonaba el periódico Venceremos con el hermoso diálogo que sostuve con Florentina Boti, la hija del poeta, el patriarca de Guantánamo. Se nublarían mis ojos justo el instante en que me detuve en firme frente a la Base Naval, en Caimanera, y mis ansias corrieron como fuego por detrás de las cercas.
Era el día señalado para dejar atrás la crónica que entregué, tembloroso, a Ana Fidelia Quirot, tras su vuelo de fénix, tras su segundo nacimiento en las pistas. Y la varilla que quise sujetar en el estadio Pepe del Cabo, en Santiago, en el estreno de 1986. Un chiquillo de Limonar, un tal Javier Sotomayor, intentaba (lograba) el récord del orbe para juveniles.
El de borrar mi encuentro con Petronila, la cafetalera que se apareció por la guardarraya, con el pañuelo en la cabeza y la mirada profunda, como Mariana. Y el del compositor Pedro Gómez, en la mismísima Enramadas, cuando me explicó cómo le asaltó la inspiración, cómo rebautizó la calle. Tendría que quedar sordo y ciego ante el pintor Aguilera Vicente, para no escucharle: «¿Cuál es el momento más importante de su existencia?», pregunté. La respuesta resultó un disparo: «Este, en que todavía estoy vivo».
¡Qué día ese!, en que habría que vaciar de mi memoria las confesiones que me hizo delante de sus abanicos, Dulce María Loynaz, cubanísima como la ceiba, universal como el firmamento; el secuestro del Gabo, extraviado en las calles santiagueras; la mañana inolvidable en que toqué la puerta de Rosita Fornés, la vedette de Cuba; el diálogo frente al mar con Santiago Álvarez, para hablar de Hanoi, del Cerro Pelado, del maremoto de fotos, de las balas, de Now!
Desapretar el pecho tras conocer al cronista Víctor Joaquín Ortega, por cuyas letras viajé a la Grecia clásica y a la historia olímpica y a la gloria de Kid Chocolate. Y el abrazo a mi colega Pepe Alejandro Rodríguez, el caballero de las cartas, y la entrega constante, luminosa a sus lectores, a su gente.
Expulsar los recuerdos del niño mexicano que me preguntó, al lado de las pirámides, cómo hacían los cubanos para reír de las dificultades. Tendría que desaparecer de mis entrañas el latido, el milagro que viví cerca del Zócalo, una de las plazas más grandes del mundo, cuando una pequeña placa me salió al camino: Aquí vivió José Martí en 1894.
Sí, me tocaba salir de la cabina, sin la edición de Ismael Perdomo. Sin el beso de Lucía Dalis, sin la palabra de Zulima Nicolau, sin la voz de Kenia María, sin la chispa de Diamela, mis compañeras ante el micrófono. Abandonar los martes de Radio Siboney, las entrevistas, las historias. Poner punto final.
Ya no habría que correr para llegar a tiempo a ningún lado, ni escuchar a mis vecinos que comparten conmigo los baches, la estrechez, la inventiva, la esperanza. Ya no hablaría más del pan, de los que no se bajan de la rueda, del empresario vil cuya única patria es el bolsillo. No habría caminos hasta Baire, ni Baraguá.
¿Llegó acaso el momento de callarse?
Y entonces, entonces…se apagó la voz. Desperté, regresé de aquellas desmemorias, emergí del sopor. Necesitaba aire. Estaban en su sitio la grabadora, la PC, el teléfono, la agenda. Acomodé en mi espalda la mochila de siempre, miré el retrato de mi madre rodeada de niños. Y eché a andar...