Lo primero fue el asombro. A esa altura de mi joven vida, creía que en el orden musical no había quien entonara delante de mí una canción que no me supiera. Pueblo donde se escuchan más rancheras que en el mismísimo México, Las Tunas era, para ese entonces, mi único universo.
No es que no hubiera descubierto ya a La Habana o no me hubiera bañado con insistencia en las cristalinas aguas de Varadero. Pero a esa edad, por algún defecto tal vez de fábrica, solo había desarrollado la luz corta. Ahora me percato de que ni con cristales de aumento hubiera sido capaz de ver en el Malecón mucho más que un interminable muro de concreto que, para apaciguarlas, embrujaba a las olas encolerizadas del mar, ni tampoco en la famosa Playa Azul al paraíso en el que medio planeta añora zambullirse.
Como buen ignorante, me había convencido de que era una enciclopedia «melódica» viviente. Daba lo mismo que sonara Silvio, Pablo o Van Van, que Roberto Carlos, José José, Julio Iglesias, Mocedades o Ángela Carrasco. Si se trataba de un éxito del momento, clasificaba de seguro entre los primeros en poner a fajar los gallos que habitaban en mi garganta. Eso sin contar que los clásicos eternos del Balcón del Oriente, con nombres de Leo Dan, José Augusto, Pimpinela, Pasteles Verdes… eran mi mayor especialidad.
E incluso, queriendo convertirme en el otro Brouwer de la familia, ignorando las evidencias de que en cuestiones artísticas mis canillas superaban a mis torpes dedos (todavía hoy mi cinturita continúa montada en caja de bolas), acudí a la profe Bertica Maestre, creyendo que la reina de las clases de guitarra particulares en mi tierra natal podía hacer milagros. Y si bien no logró que pasara de un acorde a otro, me abrió de par en par el universo de los bolerones eternos, de la trova tradicional de siempre.
A algunos podía darles la impresión de que me había quedado varado en aquel glorioso tiempo, pero no: también le pedía a KC y su Banda del sol resplandeciente que, por favor, no se fuera, y se me caía la trusa con Michael Jackson, y me sentía mal por no ayudar a Eruption y Precious Wilson a detener la lluvia, y mi acento se tornaba perfecto en el «tralalalalá» del Brown Girl In the Ring, de Bonny M, y acompañaba en el sentimiento a la Barbra Streisand, que andaba locamente enamorada…
Los humos se me bajaron, sin embargo, en 1985. Como si no hubieran transcurrido 35 años, todavía recuerdo aquel mediodía en que, mientras me atragantaba el almuerzo frente al televisor con tal de no perderme a Marianita Morejón y Jesús Esteban en Listo Estudio, se mostraron, de un golpe, 46 asombrosas voces que, tras la entrega de los American Music Awards, en Los Ángeles, habían decidido encerrarse en un estudio para inmortalizar We Are The World (Somos el mundo).
No tengo muy claro si entonces supe que el mítico Harry Belafonte había sido el principal responsable de una iniciativa que nos marcó a todos. De lo que sí estoy seguro es que jamás había oído mencionar a Quincy Jones, quien de la mano del notable actor, cantante y activista social, había acudido a Lionel Richie y Michael Jackson para que escribieran la letra. We Are The World me dejó emocionado, paralizado, y a la vez avergonzado. No solo por desconocer que nombres como Paul Simon, Bob Dylan, Tina Turner, Willie Nelson, Al Jarreau, Bruce Springsteen, Steve Perry, Ray Charles… destellaban con luz enceguecedora desde hacía tiempo en el firmamento de la música más ilustre, sino, sobre todo, porque ignoraba que el hambre y la guerra civil habían matado a más de un millón de personas en Etiopía.
Etiopía… Angola… cuántos familiares, vecinos, amigos cercanos dispuestos a dar sus preciosas vidas, por un ideal. Y, sin embargo, mi inmadurez de entonces no me dejaba apreciar, en su real magnitud, la trascendencia del paso: cientos y cientos de cubanos, imponiéndose ante sus propios miedos, decidiendo marchar a conquistar el Sol…
We Are The World… Las trastadas que una canción le puede jugar a la mente. De repente Somos el mundo ocupó la punta de mi lista de reproducción y, sin esperarlo, se activó la memoria también a través de los audífonos. Como si apretara play en una caprichosa casetera, mi existencia retrocedió y avanzó a velocidad de vértigo para conectarme con la enorme humanidad de esos coterráneos míos con don de héroes, quienes aun con el corazón medio destrozado por dejar atrás a los suyos, siguen partiendo, llenos de esperanza, en busca de que más temprano que tarde, por fin vuelva a amanecer un nuevo día.