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Me honra ser parte del Ballet Nacional

Hilarión, ese personaje esencial de Giselle, clásico con el cual este jueves reabrirá sus puertas el Coliseo de Prado, es definitivamente uno de los más entrañables para Ernesto Díaz

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Hilarión, ese personaje esencial de Giselle, clásico con el cual este jueves reabrirá sus puertas el Coliseo de Prado, es definitivamente uno de los más entrañables para Ernesto Díaz, y no solo porque fue el primero de tamaña envergadura que le confiaron, sino «porque, como se sabe, se trata de una obra que reviste significación especial por la connotación que tuvo en la brillante carrera de nuestra Alicia.

«A Hilarión le profeso un cariño tremendo. Desde que me lo dieron lo trabajé como si fuera un orfebre. Llegaba a mi casa y corría al espejo para estudiar las pantomimas. Tuve la suerte de poder acudir a verdaderos paradigmas: Antonio Gades, Alberto Méndez, José Zamorano, Félix Rodríguez, Víctor Gilí... Los examiné minuciosamente. De cada uno fui tomando rasgos para construir el mío», enfatiza quien también subirá a las tablas del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, de viernes a domingo, en los horarios habituales, encabezando el elenco de tan prestigiosa compañía.

Quien ahora constata sus estupendos resultados artísticos, puede pensar que a Ernesto todo se le dio como a pedir de bocas, pero para el hoy primer bailarín de carácter del Ballet Nacional de Cuba (BNC), nada en esta carrera que lo apasiona ha resultado sencillo.  

«De pequeño ni siquiera sabía lo que era el ballet. No es común que a los ocho o nueve años un niño quiera ser bailarín, sobre todo en el caso de los varones, que andan por la calle jugando bolas, cuatro esquinas, fútbol... Con las hembras ocurre diferente, porque las madres las visten de bailarinas, de princesas, y se les va creando esa ilusión.

«Mi familia era bien humilde: mi papá se desempeñaba como albañil; y mi mamá, como ama de casa (también trabajó como encargada de limpieza en una escuela), entonces no había esa cultura. Todo comenzó por una tía política, Sarita Acevedo, quien había sido miembro del Ballet de Camagüey y maestra de la Escuela Nacional de Ballet. Un buen día me vio sentado, con un pie arriba de la cabeza, y enseguida me dijo: “tú tienes condiciones para la danza... A ver, pon empeine”, pero para mí me estaba hablando en otro idioma. Me hizo las pruebas en la casa y luego me llevó a la Escuela Elemental de Ballet de L y 19, quedé como primer escalafón. Ese fue el inicio...

«Luego de dos años en L y 19 me dio por querer irme. Con nueve años se quiere jugar, no dedicarse a una carrera que exige tanta responsabilidad: debes cuidarte, descansar, olvidarte de hacer lo que otros de tu edad. Yo intentaba ponerme a mataperrear, pero llegaba un momento que estaba liquidado. Mi papá, que en paz descanse, fue determinante, por él estoy aquí. Me dijo: “si usted escogió esta carrera, debe seguir y terminar”. Me enseñó desde entonces que en la vida es esencial tener decisión y concluir lo que se empieza», reconoce Díaz a JR.

«En tercer año vinieron unos empresarios italianos a escoger a dos niños para llevarlos a Italia. Te hablo de los años 92-93, pleno período especial, en mi familia esa crisis se sentía aún más. Y ocurrió el milagro: me escogieron. Con 11 años, acompañado por la maestra Elena Canga, viajé a ese país por tres meses para hacer Sueño de una noche de verano. No se trataba de ballet, sino de teatro, pero tener esa experiencia fue realmente impresionante, grandioso... La maestra aprovechó para que conociéramos teatros, escuelas de ballet, museos y muchos otros sitios… Cuando regresamos mi interés había cambiado. Si el ballet me iba a representar viajar, entrar en contacto con otras culturas y podía incluso ayudar económicamente a los míos, entonces era la carrera que yo quería. ¿Te imaginas que con 11 años pude comprar el primer televisor a color que hubo en mi casa?

«Luego pasé para la ENA, donde le  cogí más gusto aún, me encantaba salir al escenario y que la gente me aplaudiera».

—Imagino que a esas alturas debió haber sido fácil el pase de nivel para la ENA...

—Nunca fui un muchacho de condiciones extraordinarias. Las que poseo son muy trabajadas. Yo no sobresalí por los giros, ni los grandes saltos, tampoco me destacaba por la elasticidad, a diferencia de otros en mi grupo, como Rolandito Sarabia, que llegó a ser una estrella internacional: bailaban de una manera fenomenal, participaban en certámenes competitivos y ganaban todas las medallas. No era mi caso, yo nunca fui a concursos (excepto en una ocasión en que asistí como acompañante), pero sí trabajé el doble que los demás para conseguir permanecer. Era el compromiso que había hecho conmigo mismo y con mi padre: llegar a la ENA y al BNC. No puedo lucir ningún trofeo, pero sí el orgullo de que jamás me ha fallado la voluntad de luchar por mi sueño.

—¿Cómo conseguiste abrirte camino en una compañía tan exigente?

—Entré a esa gran compañía en 1999, en un momento en el que había muchos bailarines buenos y el cuerpo de baile era admirable. De mi grupo, que éramos nueve, solo tres pudimos acceder. Sabía que debía esmerarme, esforzarme más para encontrar un puesto. Bajo ningún concepto podía perderme una clase, un ensayo (aunque no estuviera en el elenco o fuera suplente), e intentar aprenderlo todo; aprovechar al máximo la oportunidad que me estaban dando de trabajar con maestros de clase mundial, con figuras a las que siempre habrá que mencionar cuando se cuente la historia del BNC. Si alguien faltaba, yo pedía permiso para pasar. Poco a poco fui ganándome la confianza de los maestros que notaron enseguida mi interés, mi empeño, los deseos inmensos que tenía de bailar. Eternamente les estaré agradecido a Josefina Méndez, que me puso a bailar; a Loipa Araújo, María Elena Llorente...

«Mi tía me enseñó desde muy temprano que esta carrera es de condiciones físicas, pero también de inteligencia. Hay muchos que nacieron para el ballet, sin embargo, no llegan. Otros, por el contrario, sin tener esos dones, lo consiguen. Y ya te digo, lo mío era aprender. Yo no me perdía ni los ensayos del cuerpo de baile de las mujeres, algo que luego me resultó muy útil a la hora de desempeñarme como maestro de la compañía y como ensayador.

«Así comencé, paulatinamente, a introducirme en el cuerpo de baile, con el único deseo de bailar, de compartir el arte. Cuando vine a darme cuenta ya estaba interpretando roles de solista, como los amigos de Giselle, los amigos de Coppelia...».

—¿Cuándo apareció tu primera gran oportunidad?

—Durante una gira de Giselle a México, yo iba de cuerpo de baile. Recuerdo que viajamos con Josefina Méndez como maestra y llegando allí, Nelson Madrigal, que interpretaba a uno de los amigos, se lastimó un tobillo. Cuando en el ensayo general preguntaron si alguien se atrevía a interpretarlo yo levanté la mano. Ciertamente no lo había bailado, pero me lo sabía completo. Me quedó bastante bien y salvé la función. Esto ocurrió dos o tres años después de entrar al BNC. A partir de ese momento me empezaron a dar muchos otros roles. Me parece que en ese instante dijeron: «bueno, tenemos aquí un bailarín que no es muy bueno, pero que se lo aprende todo» (sonríe).

—Con tu nombramiento como primer bailarín de carácter te ubicas en el escaño más alto de la compañía...

—Este nombramiento resultó una gran sorpresa. Un día llegué al ballet y me encontré con un cartel que decía: «Felicidades, Ernesto», mas no entendía qué estaba pasando. Antes las categorías se anunciaban en un mural, y esa no existía, de hecho surgió por mí. Que Alicia y el consejo de dirección tomaran esa decisión fue un gran privilegio para mí. Era una manera de también reconocer el rol que desempeñan estos personajes y sus intérpretes, quienes llevan un peso importante dentro de los grandes ballets. Hablamos de personajes sobre los cuales recae, en ocasiones, el hilo conductor de las historias. Por tanto hay que tomarlos con la debida seriedad.

—También tuviste la dicha de sumarte al elenco de la extraordinaria película Suite Habana, dirigida por Fernando Pérez...

—La película se estrenó en 2003, en el Festival Internacional de Nuevo Cine Latinoamericano de ese año, ya formaba parte del Ballet Nacional de Cuba (me gradué en 1999). Suite Habana se rodó en 2001, pero estuvo dos años editándose en España. Fue una gran experiencia estar bajo las órdenes de ese hombre increíble, de cualidades y valores excepcionales, llamado Fernando Pérez, entre los más grandes cineastas de nuestro país.

«A cada rato pongo Suite Habana para admirarla y acordarme de aquellos tiempos duros. A los nueve años de estrenada, gracias a la ayuda del Ministerio de Cultura y de Alicia, me entregaron una casa donde vive mi familia (recuerda que en la película la mía había perdido el techo), así que puedo decir que se han cumplido los deseos que expresé en Suite Habana: tener a mi mamá cómoda y ser un bailarín con el que hay que contar. De veras que me siento muy honrado siendo parte de la historia del Ballet Nacional de Cuba».

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