En la obra El oeste solitario, las actrices Beatriz Viñas (izquierda) y Maridelmis Marín bordan esas terribles hermanas que intepretan. Autor: Ismael Almeida Publicado: 28/10/2017 | 11:05 pm
La representación cubana a la decimoséptima edición del Festival Internacional de Teatro de La Habana ha sido variopinta y representativa de las tendencias, estilos y poéticas que coexisten en todo el país. Como muchas de esas puestas ya se han comentado desde estas mismas páginas, nos referiremos ahora a los estrenos o a aquellos montajes que, por algún motivo, han escapado al ojo crítico de Juventud Rebelde.
Las cortinas del evento se descorrieron con el grupo Cabotín Teatro (Sancti Spíritus) en un texto de Amado del Pino: la pieza Espontáneamente, que sigue el encuentro entre un bicitaxista y un pasajero; el primero realiza ese oficio incómodo de trasladar a sus clientes durante, muchas veces, largas distancias a golpe de pedales, mientras el segundo es un paisano suyo, que regresa desde España de visita tras buscarse la vida allí en condiciones no menos duras.
Los problemas y dificultades del inmigrante y de quienes han permanecido en la Isla; la nostalgia persistente (el título de la obra alude a la popular canción interpretada por Beatriz Márquez que remite a los florecientes años 80 del pasado siglo) y la ilusión como irrenunciable tabla de salvación, resultan algunos de los ítems movidos por un texto que, ni con mucho, clasifica entre lo mejor escrito por el destacado dramaturgo: con frecuencia la fuerza del diálogo se diluye en reiteraciones y banalidades, lo conceptual cede a lo circunstante (endeble y/o predecible) y no acaba de profundizarse en varios de los temas esbozados.
Pero lo más grave es que los actores Alejandro García y Alexander Cruz Iznaga, bajo la dirección de Laudel de Jesús, no logran transmitir el drama de los personajes: risas forzadas, gestualidad exagerada y poco convincente signan sus desempeños.
Residencia de la Creación presentó El oeste solitario, pieza del célebre dramaturgo británico Martin Mcdonagh (1970), multitraducido y quien descuella como el autor anglosajón más representado en América del Norte después de Shakespeare, y al cual la crítica ha señalado bien asimiladas influencias de Harold Pinter, Quentin Tarantino y David Mamet.
Tercera de una trilogía, El oeste… fue adaptado (y contextualizado) entre nosotros por Jazz Martínez-Gamboa a partir de una traducción de Yaité Luque, y gira en torno a dos solteronas que malviven en una granja en Potrerillo tras la muerte del padre: en constante pugna por todo, el cura del lugar se empeña en reconciliarlas.
Parábola sobre la mezquindad, el egoísmo y la ruindad de vidas que no solo se destrozan absurdamente sino que alcanzan a todo su entorno, el agudo y rico texto focaliza uno de esos pequeños pueblos que albergan grandes infiernos al tiempo que se centra, esencialmente, en las relaciones humanas, y en aquello que por obra y (des)gracia del ego y lo peor del ser las enturbian y afean la vida.
En esta tragicomedia de elevados quilates, Martínez-Gamboa ha sabido equilibrar esa dualidad tonal mediante una puesta cuidadosa, donde las luces diseñan con imaginación tanto los interiores como lo que ocurre más allá del bohío, mientras la banda sonora se suma a la consecución de estados afectivos. No obstante, pudo reducir ciertos excesos en las peripecias del relato (como la larga escena donde las hermanas, aparentemente reconciliadas, comienzan a sacarse «trapos sucios» del pasado) que se sostiene, e incluso se disfruta de principio a fin, gracias a los desempeños actorales.
Maridelmis Marín y Beatriz Viñas bordan esas terribles hermanas con verdadero tino, sin permitir que la caricatura o la sal gruesa afecte el diseño de sus caracteres; ellas son la columna vertebral de la puesta, aunque no quedan detrás sus colegas masculinos, si bien los suyos están menos desarrollados: Roque Moreno y Daniel Romero.
De teatro infantil (aunque realmente para cualquier público) Teatro La Proa trajo Érase una vez un pato, con dramaturgia de Erduyn Maza sobre el texto de William Fuentes. Ya en mi infancia se editaba en libros este popular cuento sobre una rara avis (literalmente) quien mediante engaños logra aprehender los atributos de varios animales que encuentra a su paso; al final, se convierte en algo tan artificial y falso que pierde mucho más que lo aparentemente ha ganado.
La puesta de La Proa ensaya también el «inter-teatro», pues un titiritero y sus amigos aparecen en escena (des)montando la célebre fábula en la que se critica la frivolidad, la falta de autenticidad y el egoísmo, mediante los títeres que manipulan notablemente, y con un escenario y decorados tan elementales como eficaces (capaces de reproducir perfectamente el contexto campestre que sirve de escenario a la obra); el resultado es un diálogo creativo y motivador que se prolonga más allá de la moraleja.
Estudio Teatral Buendía acercó el unipersonal Le Chevalier Brindis de Salas con dramaturgia y actuación de Jorge Enrique Caballero, quien se autodirige junto a Eduardo Eimil.
Segunda parte de una trilogía (antecedida por un texto sobre el boxeador Kid Chocolate), en ella el famoso violinista negro, cubano de fama mundial, pasa sus días finales muy enfermo, olvidado y pobre en el frío Buenos Aires de principios de siglo XX. A partir de entonces afloran a su mente recuerdos y vivencias.
Notable recreación de una época y un artista que se torna, a la vez, arspoética, en la que se reflexiona sobre el poder de la música, del arte todo, frente a la vulnerabilidad de la existencia, los procesos analépticos dentro de saltos temporales son muy bien resueltos tanto en la escritura como en la puesta, enriquecida por la música intradiegética que ejecutan en vivo Lázaro Manzano y Rayko Abreu.
La visualidad, que compartió también Caballero con el maestro Eduardo Arrocha (luces, vestuario, dirección de arte…) es otro mérito de Le Chevalier Brindis de Salas, que se crece con la variedad de matices y seguridad del intérprete; una sola observación: ganaría aquella, a mi juicio, si en vez de la muerte fuera la leyenda quien coronara el cierre.
Desde Cienfuegos recibimos a Teatro de la Fortaleza en Zona, con dramaturgia y dirección de Atilio Caballero. Un ejercicio posdramático que se acerca con imaginación a la «Ciudad Nuclear» de la Perla del Sur ante la posibilidad de un escape de gas; mediante un espacio semantizado (tienda de ropa reciclada) y la alternancia de actores con personas que en la realidad viven, trabajan o de algún modo están relacionados con el lugar, la obra expone situaciones límites ante las cuales el ser humano siempre mantiene actitudes impredecibles, a la vez que cuestiona el dogmatismo, los extremos, las contradicciones según estratos socioculturales.
Aun con la pertinencia y efectividad de sus técnicas (performance, distanciamiento brechtiano mezclado con experiencias a lo Stanislavski, más el aludido espíritu de Hans-Thies Lehmann) habría que apuntar un par de observaciones: las intervenciones «reales» de los no actores se perciben un tanto forzadas y no logran integrarse al corpus de la re-presentación; en esta, por otra parte, se resiente a veces un tono escatológico, de humor demasiado sucio que desentona con el resto, a pesar de lo cual, repito, se trata de una experiencia novedosa y por tanto, motivadora dentro de un Festival Internacional de Teatro de La Habana que este domingo nos dejará con ganas de más.
Caballero se encargó de la dramaturgia y actuación de Le Chevalier... Foto: Ismael Almeida Erduyn Maza en Érase una vez un pato. Foto: Sonia Almaguer