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Hamlet, un visitante ilustre

Como parte de una gira que durante dos años recorrerá el mundo entero, la compañía Shakespeare Globe Theater aterrizó en costas cubanas con una de las obras maestras del teatro universal

Autor:

Frank Padrón

Que la compañía del mismo coliseo donde el mítico William Shakespeare (1564-1616) trabajó nos visitara varios siglos después es, por supuesto, todo un acontecimiento cultural.

En efecto, Shakespeare Globe Theater aterrizó en costas cubanas como parte de una gira mundial que durante dos años recorrerá el mundo entero, y finalizará en 2016, año del 400 aniversario de la muerte del célebre «cisne de Avon».

Para ello eligieron una de sus tragedias más célebres y representadas, Hamlet, príncipe de Dinamarca; ello, cuando todavía no se ha apagado la polémica que desató la reciente puesta de Tito Andrónico, suerte de orgía gore donde lo más común, si hemos de creer las fotos y la tremenda resonancia mediática, eran los numerosos desmayos de espectadores abrumados por la crueldad y la sangre a raudales.

Sin embargo, esta lectura de Hamlet… que durante dos atestadas funciones acogió el capitalino Mella, es todo lo contrario.

Aun cuando no deja sitio a dudas la celebridad de la tragedia inspirada en el dubitativo hijo de reyes que se cuestionaba el sentido de la existencia en sugerentes monólogos —sobre todo el clásico «to be or no to be»—, es también cierto que una crítica más erudita no ha dejado de halarle las orejas.

Por ejemplo, Harold Bloom o Jon Wain, quien en su imprescindible libro El mundo vivo de Shakespeare —un recorrido a fondo por la obra del bardo inglés— le señala más de un defecto de estructura y construcción de personajes; sin embargo, allí mismo* reconoce también que «aun así, la obra no habría ganado el lugar único que ocupa en la literatura mundial si no hubiera sido potenciada por toda la fuerza de la imaginación verbal shakesperiana. Simplemente, la manera en que está escrito Hamlet, nos produce la impresión de un milagro».

Y ese milagro llegó con los coterráneos del sublime autor, quienes propiciaron en las dos funciones cubanas una verdadera ósmosis con el amplio y diverso público que asistió entusiasta al coliseo de Línea (resultó motivador encontrar una amplia parcela de jóvenes).

Ni siquiera la barrera del idioma ni la longitud de la puesta (tres horas, con breve intermedio) impidieron ese palpable intercambio; cierto que una pantalla reproducía a grandes rasgos síntesis de los pasajes, que la dicción de los actores, ingleses al fin, era muy limpia e inteligible, y que en definitiva, la obra per se es bastante conocida en su trama, pero nadie va a negar que no era fácil, teniendo en cuenta que la climatización en el Mella no es para nada óptima.

Los del Shakespeare Globe Theater ofrecieron una lectura sencilla pero a la vez imaginativa del clásico teatral; viajeros conscientes, fueron muy prácticos y confeccionaron una escenografía (Jonathan Fenson) sobre la base de las propias cajas de embalaje, las cuales, sumadas a unos parabanes, telas ligeras y unas pocas vigas, lograron reproducir a la perfección la corte danesa en la remota época, con sus intrigas, su ambiente de conflagración bélica y, sobre todo, las entradas y salidas de sus complejos personajes, todo el tiempo manteniendo la escena activa y tensa.

Pero, entre tantas connotaciones, Hamlet es una pieza donde se reverencia al propio teatro, lo cual en un también actor —aunque se dice que mediocre— como lo fue el gran dramaturgo, se antoja además un guiño auto referencial.

Y es esta una de las líneas que privilegia el colectivo visitante; considero muy eficaz, digamos, la solución dramática que se dio a la famosa representación que el grupo de histriones ambulantes, guiados por el protagonista, hacen del crimen que sostiene la obra y la pesadilla de su personaje central, al sumarnos como público al teatro dentro del teatro, porque los directores Dominic Dromgoole y Bill Buckhurst proceden a la «acción paralela», continua, empleando así mismo otro conseguido recurso: la asunción de varios roles por parte de los actores, quienes rotan, a veces separados por minutos, su incorporación de otros tantos personajes.

Esa multifuncionalidad implica la ejecución en vivo de la música confeccionada por Bill Barclay y Laura Forrest, rica en motivos e instrumentos propiamente renacentistas —o que los recuerdan— en un tipo de proyección «intra diegética» al emerger de la propia acción dramática.

Y ello justamente corona el final, que al retomar a la compañía itinerante sustituyendo a los personajes «reales», resta un poco de tragicidad al tan doloroso y macabro desenlace.

Hablando de actuaciones, cuántas ilustres, polémicas, discutibles no han arrojado el cine y el teatro, sobre todo en el caso del príncipe-filósofo que se finge loco; por solo evocar una de las más controvertidas, sir Laurence Olivier —que le representó en ambos medios— no escapó de la crítica velada o directa, al considerarse por algunos que su interpretación general de Hamlet estaba demasiado henchida de complejos freudianos y sicoanalíticos, alejados del espíritu shakesperiano, lo cual, por otra parte, ya se sabe que es absolutamente legítimo.

Ladi Emeruwa —el actor que vi, en la función nocturna— entregó un príncipe negro que, entre otras coordenadas, nos recordó la universalidad y multietnicidad del personaje y la pieza toda; el suyo fue un desempeño desenfadado y esencial, emitiendo la complejidad de Hamlet, pero sin conducirlo demasiado por torceduras sicológicas.

No puede decirse lo mismo de Phoebe Fildes como Ofelia, y no porque no sea válida también una joven menos frágil y vulnerable respecto a la lectura habitual, sino porque la proyección de la actriz fue demasiado plana y carente de matices.

Sin embargo, entre otras labores que oscilaban entre lo correcto y la mera discreción, sobresalieron Miranda Foster, como Gertrude, y John Dougall (Claudio y a la vez Polonio).

Hamlet, por Shakespeare Globe Theater, nos trajo a casa las mismas raíces de una de las obras maestras —digan lo que digan los críticos revisionistas— del teatro no solo isabelino, sino universal; en tres horas inolvidables, el «cisne de Avon» pareció asomarse, feliz, por algún costado del escenario.

* Recogido en: Mayerín Bello: El Renacimiento. Selección de lecturas, pp 169. Ed. Félix Varela, La Habana, 2013.

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