Teresita Fernández. Autor: Kaloian Santos Cabrera Publicado: 21/09/2017 | 05:41 pm
Es como si hubiera concebido esa inmortal canción para hacerse un autohomenaje —algo que, convencido estoy, nunca pasó por su sensible mente— porque Titiritero, de cierta manera, recoge el legado que nos ha dejado la amada Teresita Fernández, cuyas composiciones, como la fantasía de ese otro artista empeñado en crear bellas ilusiones con el manejo de muñecos, fueron la alegría de mi niñez, como la de tantos. Ella también echó a navegar mi barco de cristal/ de letras al revés y calle abajo. Ella también recortó mariposas/ y grillos de papel/ y una rana llena de melancolía... Ella ayudó a edificar, para mí, un mundo mágico en el que las palabras y las cosas ganaban un significado superior cuando los colmaba de sorprendente belleza.
Y junto a Titiritero, Teresita Fernández con su voz siempre afinada y dulce, me tendió las finas manos con las que hacía hablar a su guitarra y me convidó a crecer con Dame la mano y danzaremos, El grillito acatarrado, Pitusa y Eusebio, Mi gatico Vinagrito, El zunzuncito, Señora Manatí, Tin tin... la lluvia, Vicaria, Canto a mi bandera, Cubano mira tus palmas, Lo feo..., y me acompañó cómplice, espiritual y físicamente, hasta este lunes —en que debería tener el corazón feliz como nos ocurre a todos cuando llegamos a otro aniversario—, pero conocí que la maestra, cual alita de cucaracha/ llevada hasta el hormiguero, había sido, para profundo dolor de este pueblo, llevada al cementerio.
Deberíamos escuchar ese sabio consejo que nos dejaba justo en ese clásico llamado Lo feo, donde nos decía: A las cosas que son feas/ ponles un poco de amor/ y verás que la tristeza/ va cambiando de color... Y sin embargo, es casi imposible que con el anuncio de su muerte, que no le permitió arribar a sus 83 años de edad —nació en Santa Clara, el 20 de diciembre de 1930—, ahora mismo todo insista en permanecer intensamente oscuro.
Debería existir la manera de conseguir aferrar a las personas que amamos, a las que nos han hecho tanto bien, para que permanezcan a nuestro lado. Pero ya sabemos que es un imposible, que solo quedan para siempre aquellos cuyas obras resisten el paso del tiempo. Y aunque me encantaría verla eternamente con su probada autenticidad, me alienta la certeza de que sus canciones continuarán emocionando a las venideras generaciones de cubanos, seguramente porque jamás perderán esa poesía que las sostienen, y porque expresan esas virtudes de buen ser humano que le enseñaron desde pequeña sus padres, como a cada rato.
De hecho, fue su madre quien la imaginó primero pianista, pero dado su temperamento —contó en una entrevista— «tocar la tecla y esperar a que el martinete sonara, me parecía muy aburrido. Siempre he sido antimatemática y la música es matemática pura: la redonda vale cuatro tiempos, la blanca dos, y había que sumar demasiado para seguir la partitura. Entonces, a los 12 años, conocí a Benito Vargas, un tabaquero que por las noches se dedicaba a dar serenatas y él me enseñó los acordes esenciales. Así fue como me hice juglar, que era para mí la mejor manera de decir lo que estaba sintiendo. La guitarra era mucho más fácil de transportar y era mejor para comunicarme con las personas».
Y en eso de comunicarse la ayudó el hecho de haber sido maestra. «Siempre digo que soy una maestra que canta. Poco antes de graduarme sustituí a mi mamá en el trabajo de maestra; pero vino la huelga general contra Batista y como mis alumnos se fueron a la huelga, yo me fui con ellos. Cuando se restauraron las cosas, ya estaba en La Habana y había conocido a las Hermanas Martí. Ellas me presentaron a Bola de Nieve, a él le gustaron mis canciones y empecé a trabajar con él en el Monseigneur. Después me agarró la Zafra de los Diez Millones y el Cordón de La Habana junto con José Antonio Méndez y Portillo de la Luz, mis hermanos mayores. Cuando me vine a dar cuenta, ya me dedicaba a la música...».
Premio Nacional de la Música 2009, muchos solo consiguieron conocer de ella esas composiciones que dedicó a los niños, cuando dentro de sus más de 500 canciones también sobresalieron otras inmensamente hermosas como las que cantó en su primer recital en la Sala Arlequín, el 20 de julio de 1965, obras que se consideraron como un puente entre el filin y la nueva trova; algunas recogidas en el magnífico disco Teresita en nosotros (Bis Music, 2007) interpretadas no solo en su voz, sino además, en las de Sara González, Silvio Rodríguez, Liuba María Hevia y Amaury Pérez.
Y ahí están igualmente Ave gris, De una rosa invisible, Alabanza..., esas creaciones que emocionan con fuerza como las que nos regaló en la infancia y que nos tarareaban nuestros padres. Esas al estilo de No puede haber soledad, en que la poseedora, entre otras distinciones, de la Orden Félix Varela y de la Medalla Alejo Carpentier, que confire el Consejo de Estado, nos cantaba: No puede haber soledad para ti/ mientras yo exista;/ no puede haber una tarde tan triste/ que hiera tu alma y me haga llorar./ Yo quiero ser para ti una flor/ que perfume tu desengaño,/ ala de cisne más blanco/ que ha hecho volar tu corazón.
Después de todo, tenía total razón Teresita Fernández. Escucho una y otra vez sus temas inmortales, y a mi alrededor todo adquiere una luz diferente, más brillante. Al final, como consuelo, nos quedan sus canciones.