El hobbit. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:38 pm
Si usted es un cinéfilo inconforme, contumaz admirador de la novedad y el riesgo, seguramente se preguntó cuáles serían las empresas creativas del neozelandés Peter Jackson cuando concluyera la trilogía El señor de los anillos, y se agotara el combustible proporcionado por la voluminosa y celebérrima novela de J. R. R. Tolkien, escrita a lo largo de 11 años, dividida en tres partes (al igual que la película) y ofrecida a los editores británicos entre 1954 y 1955. La formidable saga literaria, inspirada en fantasías épicas, cuentos de hadas, mitologías, filosofía y religiones nórdicas, era continuación de un relato anterior, mucho más breve, titulado El Hobbit, publicado en 1937 y que por tanto es realmente la narración primigenia, ahora versionada al cine como The Hobbit: An Unexpected Journey, primera parte de lo que será una nueva trilogía.
Luego de estrenarse El regreso del rey, la majestuosa tercera parte en 2003 (hace justo diez años), y después de que los muchos implicados (los créditos duran unos diez minutos) disfrutaran los miles de una recaudación superior a los tres mil millones de dólares, 17 premios Oscar compilados por las tres partes, y una mitología dispersada universalmente a través de todos los medios, sobre todo Internet, Peter Jackson quiso cumplir su sueño infantil de poner otra vez en pantalla el cuento de King Kong, y en 2005 estrenó el carísimo remake del romance entre el gorila gigante y la blonda actriz. Cuatro años después adaptó The Lovely Bones, llamada en español Desde mi cielo; en 2011 produjo para Steven Spielberg (y semejante dueto da idea del cielo de Hollywood conquistado por Jackson) Las aventuras de Tintín. He aquí que lo tenemos de vuelta a las páginas de Tolkien, como si el destino del cineasta estuviera marcado por una suerte de eterno retorno a las Tierras Medias.
Instalado en las más altas torres del triunfo absoluto y con la capacidad de verificar en pantalla cuanta película se le ocurra, Peter Jackson sustituyó al mexicano Guillermo del Toro (quien iba a dirigir esta versión de El Hobbit) e intenta reconquistar el estatus de su anterior trilogía. Apenas le quedaron más opciones que hinchar la breve narración del libro original, colmarla de digresiones, añadirle las preciosas tomas aéreas, las panorámicas repletas de paisajes de ensueño, sumergir a los personajes en toda suerte de explicaciones y circunloquios, y aplicarle a la película un prólogo (interminable) donde se nos informa de la misión a cumplir: el pacífico y doméstico Bilbo Bolsón deberá alistarse en una odisea, junto con el mago Gandalf el Gris y otros 13 enanos, con el fin de rescatar el reino de Erebor, conquistado hace tiempo por un destructivo y ambicioso dragón.
No hay que dar más vueltas para escribirlo con franqueza: El Hobbit: un viaje inesperado tiende con demasiada frecuencia al aburrimiento y la reiteración de lo ya visto. Con unos primeros 40 minutos de tedioso sainete, donde se establecen los nexos parentales con la trilogía anterior, y se intenta demostrar hasta la cacofonía el escaso material heroico en la conformación del nuevo protagonista, la película puede satisfacer por completo solo a los muy incondicionales del lujoso escapismo propulsado por El señor de los anillos, con su universo poblado de hobbits, elfos, magos, orcos, dragones voladores, y los efectos especiales más espectaculares de la historia del cine, porque en este caso están aplicados a recrear ciertas mitologías atávicas sobre la eterna contienda del bien y el mal. Sin embargo, debe aclararse que este nuevo empeño de Peter Jackson se relaciona más con el cine de aventuras fantásticas y sus héroes, o superhéroes, dándole cumplimiento a una misión imposible, que con el esoterismo new age que distinguió la trilogía anterior. Y es que en The Hobbit no se ponen de manifiesto ideas de este movimiento filosófico, y estético, que valida la exploración espiritual y los estilos de vida sanos, al tiempo que rechaza otros aspectos de las mitologías o religiones en que se basa, adoptando solo los más agradables.
El Hobbit evoca las ideas, el colorido y la magnificencia de la trilogía anterior, pero le sobra pantomima, humor forzado, y le falta acción, peripecia o situaciones realmente trascendentales en términos emotivos. Es cierto que nos devuelve a Ian McKellen haciendo del mago Gandalf y hasta hay un atisbo de Cate Blanchett enguirnaldada de blancura y resplandor, pero no basta. Las sagas, remakes y precuelas tienen que conservar el encanto de los protagonistas fundacionales, y aquí brillan por su ausencia Aragorn (Viggo Mortensen), Arwen (Liv Tyler) y Legolas (Orlando Bloom), mientras Frodo (Ellijah Wood, el verdadero protagonista) tiene apenas una escena. Es imposible restituir la magia de una serie cuando se han suprimido sus principales personajes y actores respectivos.
Ya sé que los personajes cuya ausencia tanto se lamenta en esta película, no figuraban en El Hobbit, el relato original. Pero entonces la única solución, la más honesta y viable, consistía en renunciar a convertir el cuento en algo que no es, y por ende había que disminuir las pretensiones, bajar los humos a la producción, y tratar el relato como lo que realmente es: un breve y modesto antecedente de lo que se convertiría en la épica fantástica más grande que recuerdan el cine y la literatura del siglo XX. Porque en la película que acabamos de tener de estreno, además de carecer de los personajes esenciales, se echa de menos la sempiterna melancolía y la autoinmolación ennoblecedora a que estaban abocados los principales personajes de El señor de los anillos, cuyas tres partes presentan héroes que se van entristeciendo en la misma medida en que aprenden, se superan y se demuestran capaces de actos homéricos.
Todos esos matices oscuros, de tragedia y superación moral, desaparecen en El Hobbit, la película, que es trepidante y grandiosa en un sentido más cercano a la saga de Indiana Jones, o al cine de Terry Gilliam, que a la historia de Frodo en su viaje hasta el Monte del Destino, para eliminar el anillo y su implacable poder de corrupción. El problema radica en que volver sobre Tolkien siempre implica una promesa tácita de continuar magnificando la leyenda, la mística, y Peter Jackson ya demostró que sabía cómo hacerlo, aunque no siempre logre realizar obras maestras.
En algún momento el talentosísimo director declaró que prefería El retorno del rey, la tercera parte de la trilogía original, pues «es la que tiene más trasfondo emocional, y eso es lo que cuenta, porque no importa la cantidad de espectáculo que pongamos ni los efectos especiales. Llega un momento en el que a la gente lo que les interesa es el nivel humano, la parte con la que ellos puedan identificarse». Al parecer, estas ideas se le olvidaron, o fue incapaz de verificarlas en El Hobbit, cuya segunda y tercera partes ya están filmadas y se verán a finales de este año y en 2014, las cuales se titulan respectivamente The Hobbit: The Desolation of Smaug y The Hobbit: There and Back Again. ¿Será que debemos esperar, dentro de diez años, a que Peter Jackson adapte El Silmarillion, del inagotable Tolkien, para que vuelva a recuperar su toque dorado?