Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg protagonizan la película Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 04:52 pm
Con independencia de la loable diversidad de poéticas que hoy muestra el cine, ciertos mapas y asociaciones posibles pueden colegirse, a partir de algunas afinidades, voluntarias o no, entre realizadores que parecerían moverse en coordenadas y registros muy dispares. Digamos que resultan perfectamente vinculables las obras de cineastas aparentemente tan alejados como el inglés Ken Loach y la española Iciar Bollaín: ambos echan mano a la «estética de la transparencia» para, con una honestidad a prueba de balas, y de críticos, registrar las emociones profundas de la gente supuestamente común; sin trascendentalismo, sin rimbombancia estética, en un tipo de filme donde el cine interesa porque, antes, importa la vida, y no al revés.
En otras zonas de la producción contemporánea se descubren otros intereses y acentos. Serían los casos, por ejemplo, del danés Lars von Trier y el austriaco Michael Haneke. Los dos son cineastas brillantes, rabiosamente inteligentes, cerebrales, autores donde los hubo jamás. ¿Cuál es el problema, en mi criterio? El que siendo autores a más no poder, se afanan a más no poder en demostrárnoslo, en enseñárnoslo, en convencernos. Está bien, tíos, ya lo sabemos: son geniales, incomparables, no se parecen a nada ni a nadie como no sea a ustedes mismos; ya está bien: Ahora, háblennos de la vida. Pero no; ellos insisten en mostrarnos más que todo, su autoría, la clase de sus estilos, la brillantez y la excepcionalidad del cine que hacen. Son exhibicionistas no de sus sexos sino de sus calidades. Para eso, han ido reculando en una especie de tremendismo que cada vez toca más fondo con imágenes sensacionalistas, las que, so pretexto de horadar —verbo nunca tan exacto— en las profundidades psicológicas del ser humano, en los misterios de la condición humana, redundan en un efectismo de lo terrible que, a mi juicio, está siendo patético en este minuto.
El caso «filmoclínico» de Lars von Trier es más extremo que el de su colega austriaco, la verdad. En AntiCristo, coproducción entre Dinamarca, Alemania, Francia, Italia y Polonia, Von Trier va de psiquiatra, cuando despliega en cámara la terapia que un psicólogo con mirada insoportable de hombre-que-se-sabe-muy-inteligente y que, por lo mismo, perdona la vida a los demás (obvio alter ego de Von Trier, interpretado por el sólido y audaz Willem Dafoe; actor muy bien escogido, si recordamos que se desnuda lo mismo por fuera que por dentro como si tal cosa) aplica a su compañera descompensada ante la muerte accidental del niño de ambos. Semejante argumento apunta más al melodrama que a la tragedia, pero el director se esmera en evidenciarnos que no; que su película no está «hinchada», inflada; que no padece demasiado tejido adiposo.
Pareciera que AntiCristo se presenta como otro filme sobre la culpa. De entrada, asoma como un ensayo sobre eso, aunque la cosa va más allá, creo yo. Cuando la dramaturgia se permite retroceder y presentarnos un poco más (muy poco más, en verdad) a sus personajes, conocemos que esa madre ahora particularmente desequilibrada con el accidente (asumida por Charlotte Gainsbourg con humildad y vastedad de matices a la hora de expresar la descompensación) tenía «su pase» hacía tiempo. En una secuencia sintomática, el psicólogo se percata, por alguna foto, de que su estresada compañera (para decirlo amablemente) solía poner al niño los zapatos al revés, por lo cual este lloraba y se le deformaron los pies. Cuando se estudia detenidamente el sentido de esa secuencia, uno se percata, ya para siempre, de que lo de Lars von Trier es el sadismo. A ver, psicólogos del mundo: ¿Quién puede convencerme acerca de que un método plausible para reducir la culpa de un ser querido es, precisamente, incrementarle la culpa y hacerlo más consciente de su responsabilidad en el destino fatal, en este caso del chico? ¿Dónde está la inteligencia emocional, o incluso clínica, de ese psicólogo, que resulta más un sádico inclemente y obtuso?
Hace tiempo que son frágiles, muy frágiles, los límites morales del cine de Lars von Trier; recuérdese aquella película donde intentaba convencernos acerca de que los negros del sur de Estados Unidos no merecían la libertad porque no estaban culturalmente preparados para ella. Tras la coartada de un humanismo radical y extremista, Von Trier ha sido acusado con frecuencia de fascistoide, de terrorista estético y ético, entre otras caricias. Yo no llego a tanto, pero cuando veo la ambigüedad ética de AntiCristo, puedo explicármelo. Otro ejemplo: el dudoso «enfoque de género» del guión, según el cual lo femenino se asocia, bastante indistintamente, al Génesis y al Genocidio. En el sistema de «ideas» de la película, pareciera como si la mujer solo pudiera responder a los crímenes de que ha sido objeto, con la destrucción y la mutilación del Otro. La mujer queda, finalmente, más vinculada al Genocidio que a la germinación de cualquier cosa. No consigue sino reproducir una herencia histórica de preterición y maltrato.
Von Trier desgrana una metáfora dramática sobre el fracaso de la Psicología y la Psiquiatría al tratar de entender el alma, la psiquis. A diferencia de mi amigo Calviño, Von Trier parece decir —salvo en el final, al que ahorita me referiré— que vamos, no vale la pena precisamente. Que la conducta humana, y sobre todo la deformación y el trauma, son pasadizos, abismos tan insondables que resulta infructuoso cualquier intento de corregirlos. Según avanza la «terapia» del psicólogo (una terapia de choque que más parece una entrada de palos mentales que una política inteligente), involuciona cada vez más el imaginario de la mujer, hasta que se revierten los papeles (el espectador que ha estado odiando al psicólogo, termina agradeciendo semejante «intercambio de roles») y la esposa «se monta», sádicamente, sobre aquel. Las imágenes con que Von Trier «ilustra» la inversión del sadismo, de lo mental a lo físico, de lo masculino a lo femenino, se proponen ir cada vez más lejos en el sobresalto y la excitación morbosa del espectador («Soy un bárbaro, corro cada vez más los límites de lo posible en cine»): ella le pega con un canto en el pene, más tarde lo masturba, y desde luego, cuanto brota es sangre; ella le clava una pieza de mecánica en una pierna; ella se corta el clítoris (como si, también por inversión, se tratara de subir la parada a El imperio de los sentidos); él se adentra en una pequeña cueva, huyendo de la otra, qué creían, y se encuentra allí a un cuervo desmadrado que lo picotea. Todo es límite, todo es extremo, todo es sentimentalmente porno en este filme, a lo largo del cual su director se pasea como un sádico exhibicionista que quisiera aleccionarnos con la virtud cinematográfica, y autoral, más que todo lo segundo, con que es capaz de despiezarnos en cámara el dolor, el sadismo de los otros, la sangre, el terror, el tormento, la involución del hombre.
Cuando sorprendemos alguna imagen hermosa (el psicólogo descubre, en medio del bosque, a un animal pariendo), y Dafoe expresa la sensación a las mil maravillas, nos percatamos enseguida de la equivalencia pueril, por reversión, con respecto a la pérdida del hijo. Los parlamentos que intentan ser «progres» e inteligentes a patear, son tan ridículos como esto: «Me siento peor cuando veo salir la luz del Sol». Si esto es poesía, yo soy farmacéutico. Lo mejor que tiene la película, aparte de las actuaciones, es su montaje, si disculpamos un segundo segmento moroso, que se permite el peligro de que el espectador abandone, entre tanto psicologismo de solapa. Pero Von Trier vuelve a desatar su criterio de montaje, que caracteriza al movimiento Dogma 95, en cuanto a articular los planos, de acuerdo más con la emoción que con el raccord tradicional. Eso está otra vez bien aquí; muy bien. Se va tornando un manierismo en el modo de exponer de Von Trier, pero, curiosamente, un manierismo eficaz, que funciona. En esto sí.
En un filme donde la presunción es mayor que el resultado, las secuencias de prólogo y epílogo —estructura literaria que externamente también conserva el director— quieren ser, desean ser, extraordinarias. Para ellas, se usa el Laschia chio pianga (Déjame llorar) de Händel (que ahora aparece en todo; es como la Oda a la alegría de los 2000) y el ralenti. Estilísticamente, no puede ser más tópico, pero, por lo mismo, deslumbra al espectador ingenuo. El final, bastante peor que el inicio (rodado hasta mostrar lo que debe el cine de hoy al videoclip), está pensado como una alegoría subjetiva. Una alegoría que intenta ser emocionante, sensible, muy inteligente, optimista (¡a estas alturas, luego de tanto palo y tanta destrucción del ser humano!), pero que termina siendo ridícula. Y para colmo, al despedirse el filme, una dedicatoria a Andrei Tarkovski.
Siempre he pensado que Andrei Tarkovski, siendo un cineasta maravilloso, con un mundo personal intransferible, hizo mucho daño al cine. Y no me refiero a sus películas fallidas, como La ofrenda, aquel previsible homenaje a Bergman. Basta visitar cualquier escuela de cine y examinar los cortos de los muchachos, para ver que todo el mundo quisiera ser «grande» como Tarkovski; esto es, denso, trascendental, que los planos duren toda la vida, etc. A veces he pensado que hace más falta Truffaut que Tarkovski; ello es: más historias bien contadas, y menos alegorías trascendentalistas. Ahora, que lo intenten los muchachos de las escuelas de cine, es más o menos comprensible. Pero, ¿Lars von Trier? ¿Von Trier no era ya grande; o, por lo menos, no se ha afanado toda la vida en hacérnoslo ver? Entonces, ¿qué necesidad de esa alegoría trasnochada y falsamente edificante? ¿Hay que creer en ella?
En definitiva, gente, un tufillo raro a gato por liebre. Una película que quiere aterrorizar, sobrecoger, y lo que da es risa. Pero como uno de los grandes placeres de la vida sigue consistiendo en criticar a la crítica, o en desconfiar de la crítica, y eso está bien, porque para que haya mundo el beneficio de la duda resulta determinante, seguro estoy de que luego de leer estas razones mías sobre al anticine de culto de Lars von Trier, con más razón correrán despavoridos a las salas. Después me cuentan, aunque sin darme terapia, por favor. Acabo de enterarme de que ciertas terapias son riesgosas. Muy peligrosas.