Hasta el 7 de septiembre en el Anfiteatro del Centro Histórico de La Habana estará este clásico del francés Víctor Hugo, interpretado por un grupo de jóvenes que encuentran en la actuación el sentido de sus horas
El jorobado canta y pregunta al abismo de la noche por qué él es diferente; por qué no tiene un ápice de gracia física. Ante su figura que se mueve como sombra fiel y apaleada, sentimos estar presenciando el clamor y la tristeza de todas las criaturas deformes y maltrechas de este mundo. Esmeralda, la gitana, pide para sí y los suyos un poco de piedad y respeto; y es como si todos los marginados de la historia mostraran la misma lágrima negra que baja por la mejilla adolorida.
Otras verdades universales nos conmueven, como esa de que el amor ha sido perseguido tantas veces, hasta ser atrapado en los mitos de la culpa y la herejía. Revelaciones tales llegan a nosotros si asistimos al Anfiteatro del Centro Histórico de la Ciudad, frente al mar que lame La Habana, para ver El jorobado de Notre-Dame, versión muy nuestra, y muy bella, de un clásico del francés Víctor Hugo, Nuestra señora de París, escrito entre 1830 y 1831, y que saliera a la luz en ese último año.
La versión habanera de la obra, cuya dirección artística pertenece a Alfonso Menéndez Balsa, demuestra que el teatro musical puede ser tan atractivo como cualquier otro género. La función es una joya que nos conduce por los caminos más edificantes de lo culto. Ahí está, sin que vayamos demasiado lejos: tan solo traspasando las puertas del Anfiteatro, cada sábado o domingo, y hasta el próximo 7 de septiembre, a partir de las nueve de la noche.
Mucho estudio y rigor llevó este empeño insular que cuenta de la bella bailarina Esmeralda, del deforme jorobado Quasimodo que maneja las campanas de la catedral de Notre-Dame, del archidiácono Claude Frollo, y del joven y atractivo capitán Febo de Cháteaupers. La maravillosa historia de cómo nació la función que ahora puede disfrutarse, cuyos detalles compartió para estas páginas el realizador Alfonso Menéndez Balsa, bastaría para que nos hayamos detenido en ella. Pero una arista humana, profunda, atrae poderosamente: son muy jóvenes quienes encarnan cada personaje del Jorobado... quienes han encontrado sentido y divertimento en la decisión de ofrendar sus horas a esta experiencia artística.
Nacimiento¿Cómo nace el empeño de traer el Jorobado de Notre-Dame a La Habana? ¿Cómo se teje la historia con una música preciosa?, preguntamos a Alfonso. Buscando en su memoria, este apasionado del teatro musical nos cuenta que existía la intención de dar continuidad a una línea de trabajo, no muy explotada en la Isla, que había comenzado en el Anfiteatro con obras como Las Leandras, El fantasma de la ópera, o La viuda alegre.
«Estando en ese propósito —recuenta— la excelente soprano cubana María Eugenia Barrios nos hace llegar una grabación del musical Notre-Dame de París, estrenada en el Palacio de los Congresos de la Ciudad Luz, en un teatro fabuloso, con una pared como fondo, y decorados sencillos, aunque con un montaje escénico y una iluminación maravillosas. Cuando ella vio las imágenes pensó que la función estaba concebida para un lugar como el Anfiteatro, y tenía razón. La música, sin embargo, no me satisfacía del todo».
Comenzó entonces una intensa búsqueda en Internet, donde lo que siempre afloraba era la conocida película de Walt Disney. Hasta que se produjo un importante hallazgo: un compositor argentino famoso, Pepe Cibrián Campoy, quien ha hecho numerosas comedias musicales con cierto éxito, tenía una versión del Jorobado, cuya puesta había tenido lugar en Buenos Aires en el año 1989.
Por su incesante exploración Alfonso supo que en la ciudad de Gardel, en una tienda, quedaban tan solo dos discos de esa función. Sin muchas esperanzas, mientras preparaba un espectáculo en la Plaza de la Catedral, Alfonso Menéndez comentó lo de los discos a un sonidista de Pablo Milanés, quien le dijo que, casualmente, pronto se iba a Buenos Aires.
«Un día, el menos esperado, apareció Mauricio, el sonidista, con el disco del Jorobado. Me gustaron tres o cuatro números musicales que sumé a los dos que ya tenía de la puesta francesa, pero eso no me hacía toda la obra. Y en ese trance surgió otro hallazgo: al pianista norteamericano Byron Janis, considerado uno de los grandes concertistas de los años 50, lo sedujo la novela de Víctor Hugo, y había compuesto un Humchback of Notre-Dame. Estuvo trabajando para estrenarlo, en el año 2001, nada más y nada menos que en Cuba, en el Teatro Lírico Rodrigo Prats, de Holguín. Pero el proyecto no pudo concretarse, y el mundo no pudo conocer sus partituras».
La gitana y el capitánCuando Christyan Arencibia, de 25 años, llegó al Anfiteatro y miró la altura del andamiaje sobre el cual debía subirse para actuar, preguntó atónita: «¿Y es ahí donde debe subirse la gitana Esmeralda?». Porque ella le tenía pánico a las alturas. Un simple quicio sobre el nivel de la tierra le provocaba temblores. Por eso la primera vez que los monjes la elevaron acostada sobre una cruz de madera, se echó a llorar.
Esta muchacha que estudió canto lírico en el Instituto Superior de Arte (ISA), tuvo que vencer su fobia, y violentar su naturaleza de muchacha tímida, pues su personaje es el de una mujer suelta, de sensualidad desbordada. Al encarnarlo, con verdadera fuerza, ha vivido una experiencia no conocida antes, en un equipo de «gente unida y buena».
Para Yoe Rodríguez Valdés, de 25 años, quien estudió en la Escuela Nacional de Arte, tampoco resultó fácil interpretar al capitán Febo de Cháteaupers: «Debí aprender a estar todo el tiempo erguido. Muchas veces uno cree estarlo cuando no lo está. El personaje es un galán que todo el tiempo debe mostrar una postura física. Yo comenzaba derechito, y a mitad de escena estaba peor que el jorobado. Este esfuerzo profesional hace que la vida sea para mí menos aburrida, tenga otro color».
Búsqueda sostenidaAlfonso mandó a buscar las partituras que Byron Janis había dejado en Holguín. Cuando tuvo esa música en sus manos, la sumó a lo que más le había gustado de las versiones francesa y argentina. Y con todo le seguían faltando tres números musicales para lograr una progresión dramática completa y coherente, y aquí aparecieron el Réquiem de Verdi y una de las misas de Puccini. Siguió buscando, en un largo trabajo de meses. Leyó la obra literaria de Víctor Hugo. Se agenció toda la información posible sobre la catedral de Notre-Dame en París, cuya construcción había comenzado en el año 1136 y finalizó, luego de diversas modificaciones, en 1345. El afán no descartó la investigación sobre la patología de un jorobado como Quasimodo.
QuasimodoJosé Luis Pérez Ramos, de 28 años, graduado de la Escuela Nacional de Arte y del ISA, hace un jorobado magnífico. De todos modos, él tiene su opinión al respecto: «No creo que lo logre tan bien. Es un personaje sumamente difícil que ha llevado estudio. He tenido que buscar dentro de la deformidad algo que sea cómodo porque debo moverme mucho sobre el escenario. Estamos hablando de un jorobado, pero no de uno cualquiera. Es alguien que se debate entre el bien y el mal, entre su amor por el cura que lo salvó, y su devoción pura, inesperada, por Esmeralda.
«Me he sumergido mucho en el personaje, y he confirmado que la bondad o la maldad en un ser humano no están determinadas por la ausencia de algún miembro u órgano del cuerpo. Lo más importante es el deseo de vivir, y saber para qué se vive. Trabajo para que la gente, así sea una sola persona en una función, se lleve el mensaje que necesita escuchar, porque al teatro no solo se va por hedonismo: vamos a él buscando respuestas. Yo puedo hacer televisión, cine, radio. Pero siempre que puedo vuelvo al teatro, que es para mí una tabla salvadora, es el espacio donde tengo todo el tiempo para pensar cómo encarnaré el personaje en la función del día siguiente».
Destino, destino...¿Dónde se diluyen lo real y lo imaginado? La interrogante reina en el aire mientras se conversa con cinco muchachos que forman parte del grupo de monjes benedictinos que simbolizan el poder de la iglesia en la obra del Jorobado. Cualquiera de ellos es digno del mejor guión sobre cómo alguien puede encontrarse a sí mismo. Héctor Eduardo González Quevedo, por ejemplo, de 27 años de edad, es proyeccionista de cine, se declara a sí mismo «un cinéfilo empedernido», y un «fanático de las estadísticas deportivas». ¿Cuánto habrá soñado, mientras obraba la maravilla de la proyección, con encarnar alguno de los tantos personajes que ha visto en la pantalla? Para él «Alfonso ha sido una escuela, un padre que está luchando por rescatar el teatro musical en Cuba, y cuyo mérito mayor es su confianza plena en la juventud».
Ubaldo Marín Torres, de 19 años, es el segundo ejemplo. Antes de llegar al Anfiteatro, hace dos años, solo hacía «bultos en telenovelas, aquí, allá. Mi vida era un poco monótona, buscando espacios que no encontraba. Aquí estoy perfecto. Esta es mi casa».
Aunque delgado, el monje que sostiene la gigantesca cruz de la catedral es Michel Ahumada Socarrás, de 27 años. En el Anfiteatro, hace tres años, percibe el cariño y la paz que no tenía. Nunca falta. Jamás llega tarde. «He tomado las cosas más en serio. Descubro que puedo hacer mucho más de lo que hago».
Personaje de lo real es Junior Martínez Fonseca, de 22 años, para quien su vida «ha sido un poco loca». Es profesor de Deportes, vive en Arroyo Naranjo, graduado de la Escuela Provincial de Educación Física. Por poco estudia Derecho, pero un suceso fortuito lo llevó a hacer un personaje en un serial televisivo. Desde niño soñaba con eso, pero no había tenido «el empuje, la oportunidad». Se sumó a una bolsa de talento artístico, hizo algún que otro papel en unas aventuras. Insistía, porque «no soy de esas personas que hacen caso a eso de: “tú no sirves para eso, ya no sigas más”».
Supo que en el Anfiteatro estaban buscando muchachos para hacer la obra del jorobado, y se le presentó a Alfonso. Aunque estaba a punto de incorporarse al Servicio Militar Activo, no se detuvo: salía de la unidad militar, iba a los ensayos, y regresaba para hacer guardias. «Y aquí está la obra. Me mantiene el tiempo ocupado. He conocido a muchas personas, de las cuales me siento orgulloso. Mis amistades y mi familia me dicen que hasta cuándo voy a seguir en estas cosas. Algunos dicen que estoy loco, que debo ir a un médico... Este mundo que he descubierto, en el cual yo puedo salir de mí para entrar en otro personaje, me fascina».
Y Fahd Miguel Perera Állvarez, de 24 años, es otra historia: estudió Gastronomía y la ejerció en los lugares más diversos, se apasiona con la informática, «pero siempre me ha gustado el cine».
Asumió un breve papel en un corto realizado por un amigo, y la experiencia le desató un mar de ilusiones. Un día supo del Jorobado de Notre-Dame en La Habana, y logró entrar: «Siento que gané un lugarcito más en la vida. Mi padre, con quien vivo, quiere que estudie otra cosa. Pero así estoy bien...». Alguien comenta en el grupo, como hablando en nombre de todos: «Destino, oh, destino...».
Al final del encuentro, Alfonso advierte que es «un verdadero mito absurdo, aquello de que no se pueda hacer teatro musical porque no hay artistas, gente, o porque no hay dinero. Sí se puede y debemos hacerlo, porque se está perdiendo el género. Te aseguro que en Cuba sí podemos cultivar un arte tan bello y edificante como este. Lo que hay es que estar dispuesto, porque cuando se quiere empiezan a desaparecer los límites y los obstáculos».