Los lectores de El tintero, pensarán que me sumo al carro de mi amigo Ambrosio Fornet al ponderar aquellos 20 tomos de El tesoro de la juventud que, desafortunadamente, no alcancé a conservar como dice Pocho que aún guarda los suyos.
Los de mi casa —no eran únicamente míos: pasaron por las manos de mis tres hermanos mayores— eran cosidos y poderosamente empastados en verde, con unos números dorados en el liso lomo de cada uno.
Luego supe que aquella obra, que reunía en cada tomo muy distintos aspectos del conocer (los grandes fenómenos naturales, los gigantes de la poesía universal, hechos históricos memorables, notables inventos, los mejores cuentos para niños, etcétera) en verdad seguía el sabio formato que Martí había concebido para La Edad de Oro, de modo que cada número agrupara distintas esferas del saber, y fuera cada uno, un pequeño universo del conocimiento.
Allí conocí personajes y obras que desde entonces me han acompañado.
Pero junto al Tesoro... no me permito olvidar una no muy rigurosa antología de poemas editada por la Editorial Diana, de México, a la que sus editores, no hay que dudar que con el ánimo de vender muchísimos ejemplares, le habían colocado el impresionante título de Los titanes de la poesía universal. La compré en la Librería Moderna, que estaba en la esquina de San Félix y el callejón del Carmen, y que en el Santiago de Cuba de hoy ha desaparecido como casa vendedora de libros.
Es verdad que allí estaban muchos titanes de la popularidad. Recuerdo, de sus páginas, el «Reír llorando» de Juan de Dios Peza, que todavía me sé de memoria; o «Los motivos del lobo», de Rubén Darío, que —a pesar de que conozco otros textos más trascendentes del nicaragüense—, es un poema que, para mí, no ha perdido nada de la asombrosa capacidad para comunicar y conmover de su autor.
Allí había un poema del tardío modernista argentino que era Arturo Capdevila, su «Pórtico de Melpómene» que era la entrada en un mundo cuasi tanguero que la poesía de la Argentina ha sabido exaltar. Porque después de Capdevila entraba Almafuerte y uno leía aquellos textos exaltados y más allá había un par de espantosas traducciones de Baudelaire, pero entre ellas estaba «El albatros», y ya uno sabía que estaba tropezando con uno de los grandes poetas del universo.
Orlando Alomá y yo —teníamos 14 o 15 años— repasábamos y asediábamos aquellos poemas como intentando extraerles un secreto que intuíamos, sospechábamos que guardaban.
El embrujo de la palabra, el poder que para matar o cambiar la vida de cualquiera puede tener un libro, me lo reveló de golpe un poema del mexicano Amado Nervo dedicado a Tomás de Kempis:
Oh Kempis, asceta yermo,
pálido asceta, qué mal me hiciste:
ha muchos años que estoy enfermo
y es por el libro que tu escribiste.
Si luego alguna vez, en una hora extraña, me puse a intentar organizar las palabras de un poema, la causa del mal hay que buscarla en aquellos viejos libros.