El artista junto a sus obras. Jesús Lara tiene un mundo muy suyo. Incluso cuando aún no había descubierto su camino actual. En la primera exposición, indecisa siempre entre la figuración y la abstracción, se perfilaba su personalidad, todavía no descubierta por él mismo en su integridad.
Porque el arte, el genuino y visceral, no es consecuencia de lo que el artista sabe de sí mismo, sino la herramienta que le permite descubrir lo que hondamente es, sin que lo sepa. El joven artista ha dedicado su pintura a descubrir su propio mundo.
El pintor de la modernidad es una especie de arqueólogo que excava dentro de sí mismo, que se abre camino entre los fragmentos de su patrimonio cultural y reúne todo lo que le parece capaz de tener algún sentido. Jesús Lara lo percibió claramente desde el principio: «En el arte intentamos hacer una forma de las mismas cosas de que estamos hechos nosotros mismos». Y definió siempre la modernidad «como una serie de fragmentos, vestigios de todo tipo de disciplinas, que llegan por este canal o aquella influencia...».
En el artista, estos vestigios surgieron de la fusión de dos realidades: la interior sentida y la exterior dada. El mundo interior fragmentado del ser contemporáneo y el mundo exterior fragmentado de una civilización. La flora, los árboles constituyeron una obsesión en sus cuadros, un pretexto agradable para ocultar la verdadera esencia: la naturaleza exacta de su personalidad. Lara visto desde distintos ángulos. Por eso sus paisajes no constituyen una copia de la naturaleza, pero sí van siendo diferentes de lo que hacía a principios de los 90 acá, pero han cambiado según lo ha hecho en sus adentros.
Un recorrido por sus creaciones anteriores, que tuvieron su punto culminante en la muestra Sui Génesis, expuesta en el Memorial José Martí, bajo los auspicios de la Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, dejaba ver paisajes cromáticamente sobrios en los que no hay excesos. Ajustado en el color, encuentra en él un elemento definidor de su pintura, configurando espacios, creando el clima preciso que envuelve las creaciones. Allí nos entregaba un espacio metafísico, su interpretación de los sucesos y ese complemento poético y conceptual que vibra adentro y sale en forma de pinturas donde se integra historia, geografía, en una palabra: vida, aunque el hombre casi no aparezca y solo se intuya.
Apasionado en atrapar los más mínimos detalles, las experiencias vividas y vistas cobran formas y tonos en sus trazos pictóricos que ponen siempre en primer plano un sentido ecologista de alto vuelo. En él la técnica no resulta más que el soporte de una personalidad que quiere enseñar la vida, aquello que fue para los que vendrán. Como envueltos en una magia llegaban estos anuncios de Lara desde un paisaje vital, donde surgen declaraciones plásticas de añoranzas, placeres y hasta preocupaciones interiorizadas.
En la fronteraHoy, después de bregar por estos terrenos pictóricos del paisaje con sabia mano, sus imágenes van rompiendo límites. Un golpe —positivo— de la vida, la próxima llegada de su primer hijo, ha dado un vuelco a su quehacer. La pincelada, el trazo es más libre, desenvuelto, espontáneo, agresivo: son los demonios expresionistas los que se imponen. Un universo que ha avanzado desde el orden al caos, del reposo al movimiento... Son como pequeñas ráfagas que aluden a lo multitudinario. Cada vez más angulosos los esquemas, más dinámicos los ritmos. Importa menos lo que cuenta que cómo lo cuenta. Es alguien que relata historias con la vehemencia de un... alucinado.
Como Lara está convencido que aún no ha pintado lo que imagina o sueña que puede hacer, como sigue creyendo, que le queda por terminar su mejor obra, sus cuadros últimos se cargan de una fuerza emocionante, que nos hace atisbar un imposible al paradójico alcance de la mano, de su incansable mano de pintor.
Esta suprema tensión hacia lo que solo él acierta a ver y generosamente nos es ofrecido a nosotros gracias a su pintura, posee la belleza sobrecogedora de quien, a todas luces, clamorosamente, ya vive por la pintura y para pintar. En ese estado, cada cuadro es una suerte de milagro, porque necesariamente es un descubrimiento y un misterio. A partir de su texturación personal que afloraba entre árboles y raíces, surgen estas nuevas creaciones, que siguen un denominador común, pero con una nueva tórrida pasión por los tonos y las formas enfáticas en composiciones que aluden a menudo a su paisaje, la flora en su mundo más íntimo. Hay, además, la dinámica de una geometría arquitectónica fragmentada que yuxtapone masas de colores.
Su pintura ahora se propone ¿seducir al arco iris? para traducir sus colores en imágenes que irradian, en cierta forma la energía antillana. Sin ser abstracto ni figurativo, asume una posición intermedia que proyecta su personalidad, en la que el color es un elemento estructural independiente que rechaza las convenciones académicas, obligándolas a obedecer sus presupuestos. Hacia ese fin, imprime una pincelada nerviosa, gestual, con todo el vigor de un expresionista convencido que trasmite el profundo gozo de pintar a los observadores de su obra.