David fue el nombre de guerra de Frank País. Al tener noticia de su muerte el 30 de julio de 1957 en Santiago de Cuba por las hordas de la tiranía, Fidel, desde la Sierra Maestra, expresó: «¡Qué monstruos! No saben la inteligencia, el carácter, la integridad que han asesinado...»
El intrépido hombre de acción, el notable organizador revolucionario, el joven y leal combatiente también escribió versos. De modo que cuando la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, apenas un lustro después de su fundación, decidiera auspiciar un certamen literario para promover la obra de escritores noveles, David sería una justa elección para denominarlo. Así lo entendieron Nicolás Guillén y sus cercanos colaboradores de entonces, entre los que se hallaba César López, hoy día reconocido con el Premio Nacional de Literatura y cercano amigo de Frank en su común Santiago.
Cuarenta años han transcurrido desde que el Concurso David rindiera sus primeros frutos. Pudiera decirse que la primera premiación, en 1967, anticipó las calidades que sobrevendrían. En poesía, Cabeza de zanahoria, de Luis Rogelio Nogueras, y Casa que no existía, de Lina de Feria, al compartir aquel lauro, pondría en evidencia la originalidad y pujanza de dos voces diferentes y a la vez imprescindibles de la lírica cubana de la segunda mitad de la pasada centuria. Un año después, los cuentos de La guerra tuvo seis nombres revelaron a un narrador esencial, Eduardo Heras León.
Con ellos y muchos otros poetas y narradores que vieron publicados sus libros iniciales como recompensa a la conquista del David, se cumplió una de las profecías de Guillén.
«De aquí saldrán bateadores de tacto y fuerza, lo importante es que ustedes mismos no se pierdan de vista y afinen la puntería después que dejen atrás el susto y la alegría del primer libro», recuerdo haberle escuchado en un aparte con quienes obtuvimos los premios y menciones correspondientes a la convocatoria de 1973.
En efecto, como sucede en todo concurso, ha habido altas y bajas, poemarios y volúmenes de cuentos de alto, mediano o escaso valor, obras memorables y olvidables. Se ha premiado a escritores que no supieron —o no pudieron— «dejar atrás el susto y la alegría» descrito por Guillén, pero también a no pocos que, como Nogueras o De Feria, tomaron impulso a partir del David. Y ha habido casos en los que el propio libro premiado se ha convertido en pieza clave de la trama de la literatura cubana de nuestro tiempo.
Entre los poetas no puedo olvidar cómo el concurso, en su primera década de vida y aún en medio de una época no muy propicia que digamos para el despliegue de las potencialidades literarias, nos hizo saber la tremenda fibra de Ángel Escobar en Viejas palabras de uso (1977), el temprano dominio del oficio de Norberto Codina en A ese tiempo llamarán antiguo (1974) y la revelación de un discurso de género desenfadado e incisivo en los versos de Marilyn Bobes en La aguja en el pajar (1979). Muchos años después descubriríamos el poemario premiado en 1968, Lenguaje de mudos, del holguinero Delfín Prats, un libro que a pesar de haber caído, como él dice «en un agujero de la memoria», se ha recuperado como testimonio de un lenguaje desafiante y honesto.
El David también propició la iniciación de poetas como Víctor Rodríguez Núñez, Efraín Rodríguez Santana, José Pérez Olivares, Carlos Augusto Alfonso, Sigfredo Ariel, Frank Abel Dopico, Alberto Rodríguez Tosca, Jesús David Curbelo, Ismael González Castañer y Aymara Aymerich, entre otros.
La narrativa contó entre sus hallazgos a narradores que han encumbrado el cuento y la novela en las últimas décadas, como Miguel Mejides, Senel Paz, Guillermo Vidal, Reinaldo Montero, Jorge Ángel Pérez, Raúl Aguiar, Ana Lidia Vega Serova, y Mylene Fernández.
El David también animó, en cierto modo, la literatura para niños y jóvenes, la ciencia ficción y el teatro, género que se mantiene en la actual convocatoria.
Comoquiera que se mire, el David ha logrado una fértil cosecha que debe multiplicarse en el tiempo y hacerse acompañar por una promoción mucho más eficiente.