En la cubierta: Aquelarre. Debajo: Ezequiel Vieta, y el estante, estático, convulsiona invisible ante el lector.
Desapercibido, temeroso, pero todavía tan lector como para aventurarse, el joven tiende la mano y trata —amparado en una casi infantil fantasía— de alcanzar en el libro (o en el huevo ¿quién sabe?) promesas de otra vida, o tal vez otra vida entera y minuciosa, como el destino que ha guiado sus pasos esta tarde hacia los viejos muros de la «librería».
Aparta la cubierta, una cáscara blanca y oval que guarda el universo. Pero allí, ante la vida, como una nueva superficie que detuviera el paso, un verdugo flamea su gusano. Con las cuencas vacías y el recuerdo de su hijo en la cabeza, el verdugo habla: enumera uno a uno sus recuerdos, se ilumina al repasar aquellas ocasiones en que, con más esmero que de costumbre, cumplió con su deber. Repite su pasado en una letanía que deja una profunda impresión en el lector, pero este tiene prisa, y sin que se dé cuenta su verdugo, sigue adelante.
Otra página, otra... cáscara blanquecina. Y es ahora un asiático-hombre-vendedor. Parado de espaldas al joven, contempla un cuadro grande, un mural, donde aparece él mismo vendiendo sus ostiones que, desde uno hasta el millón, secundan como amorfas cortinas un palabreo gallego-mulato-negro, murmurar de bodega, de fonda erguida en nubes de aborigen resplandor.
La página que sigue trae en medio un espejo. El joven descubre que ya es otro, de algunos años más, de alguna vida ajena recorrida en muy pocos instantes. Se aturde y salta páginas enteras, sin reparar en las permutaciones de una —la misma— muerte, de la sentencia arcana como un karma, que respira y entibia la nuca, sutil, inevitable.
Aquelarre, y aquí el lector se eriza. Atribulado espera el maleficio, la habitación oscura, la marmita. En su lugar ve cómo se aproximan los viles nubarrones, la puerta majestuosa de un Club del comadreo... Una silueta crece, se hincha como amparada —o quizá poseída— por aquel «aire frío» que todo lo tritura y que ahora alimenta, como leños secos, su venganza. Cogidas de la mano, danzan la rabia y la maledicencia, vuelan ciegas las almas pecadoras y acumulan en sí todo el dolor que antes propinaron. Caos en frenesí, justiciera apoteosis del talión, gira todo, flota todo, todo se agrava, todo se desinfla. La vida vuelve lenta a su normalidad mientras Paulina, aliviada y desecha, se desvanece. Enseñanza cortante, moraleja filosa la que el joven lector acaba de imponerse.
Una cáscara más, blanca como las otras, ¿y qué es? ¿La amistad, el poder, la lujuria? El lector se detiene sin comprender del todo el absurdo destino de un amigo, su buen amigo Víctor; luego apresura el paso y rompe otra corteza... ¿La obsesión, la quimera? ¿Acaso el infinito afán de conquistar, de poseer el torvo objeto indiferente? Bebe un poco de agua en un vaso cualquiera. Sigue, retraído, su paso y casi choca. Tiene ante sí un tambor, ¿o será un edificio con su forma? La palabra VERDAD, incrustada en el borde metálico, avisa su invención, o su presencia, y el joven que ya casi está exhausto, se sienta a que le cuenten su pasado. Pero habrá de llegar, antes, como un pacto inviolable, el soplo de otros cofres que esperan más adentro: voces de carnaval, Nerón, Hamlet, Alonso y Dulcinea, Napoleón.
Cansado, el lector, que vuelve a verse joven en su sombra, reconoce que no regresará, que ha empezado esta marcha para ser, al final, el provisorio último eslabón de una cadena blanca, oval e infinita, que seguirá creciendo más allá de él, con los otros inocentes lectores que se acerquen a partir del futuro. Resignado —y contento— hurga sin discreción en la grieta siguiente: sorprendido lavándose las partes ensangrentadas, un eunuco recién castrado llora ante la luna...
A Ezequiel Vieta.