Lo cierto es que estas palabras cruzadas con Eduard, que empezó siendo mi amigo por la poesía, hubiera querido tenerlas en cualquiera de los escenarios que han sido cómplices de nuestras conversaciones, en Santiago, La Habana, o su entrañable Contramaestre. Pero han sido los teléfonos, el correo y la computadora, quienes nos han servido de mediadores. Extrañezas de nuestros días, porque en él todo es cálido y confortable y sus palabras vivas están acompañadas siempre por la pasión de lo que defiende como poética para la poesía y para la vida. Tuve que imaginar el fuego de estas ideas, como pido lo imagine el lector, que a lo mejor ya lo ha encontrado en varios de sus libros.
Nacido en 1973 en Baire, allí pinta y escribe, y ya ha ganado dos veces el premio Calendario, con su poesía y su escritura para niños. Recomiendo sus libros De ángel y perverso, El perdón del agua, Golpes bajos y El silencio de los peces. Animador imprescindible de la Feria del Libro que se realiza en su «comarca», del proyecto literario Café Bonaparte, miembro de la AHS, padre de dos inquietos varones que no se sabe aún si seguirán sus letrados pasos y, sobre todo, el poeta que demuestra a cada instante qué significa vivir en la literatura.
—De lo que has vivido...
—Es cierto que he vivido intensamente. Mi madre tenía un altar y un espejo. Yo era niño pero sabía que Dios no podía estar ahí, en todo ese mundo que habitaba del lado de allá de mi ventana, sin embargo, tuve que convivir con él. También tuve una maestra que me rompía los dibujos, con ella aprendí a arriesgarme cada día, a recomenzar lo que otros rompen. Imagínate, llegué a escritor con una formación un poco rara: subí al ring contra Enrique Carrión, pasé el Servicio Militar General cuidando reclusos en el Centro Penitenciario de Boniato, y allí escribí mis primeros poemas y leí a Baudelaire. Después ingresé en el Pedagógico a estudiar Licenciatura en Eduación Plástica. Departí con gente que creyó que iba a cambiar el mundo descargando noches enteras en una escalera de la residencia. Estaban músicos como Eduardo Sosa, Roly Berrío, Anairis Blanca, Bárbara Grave de Peralta, los artistas plásticos Eliomar Puente, José Luis Berenguer, el humorista Julito (el habanero) y su Show La Bomba, los escritores Rogelio Ramos, Arnoldo Fernández, Jorge L. Legrá y un grupo de nombres que andan por ahí con fe en que sí pueden cambiar el mundo. Han sido años muy intensos de pérdidas y recuperaciones, nacieron Handel y Malcolm entre la vorágine de las ferias del libro y la construcción de mi casa. En medio de todo eso, escribo mis libros, me escribo, desconfío del horror vacuis, de la página en blanco, porque no me siento a inventar nada, sino a vivir, a luchar contra el tiempo.
—Escribir desde Contramaestre...
—Vivo en un pueblo que por más de 200 años se ha creído dueño de la historia. El grito de Baire (nada menos que en una valla de gallos), la primera carga al machete, la Batalla del BANFAIC. Ahí se pierde la noción del pequeño, el sentido de la aldea y comienza lo otro. No te imaginas lo que sentí cuando encontré por primera vez el nombre de mi pueblo en un mapa, creo que ese día entendí que existíamos, que estas comarcas eran también un lugar importante.
«Hago este regodeo para que sientas todo lo que la gente es capaz de construirse bajo esa condición, que no es únicamente geográfica, va más allá. Es verdad que escribir desde aquí condiciona muchas cosas, sobre todo romper con el estigma del «autor de municipio» y que los demás respeten tu obra, venga de donde venga. Todo está en percatarse y reconocer que al lado tuyo hay otros que sueñan igual, que una comunidad literaria puede crecer al margen de las incomprensiones, pues no depende solo de cierta cantidad de recursos, sino de arriesgarse cada día por la cultura. Por eso han sido posibles las Ferias del Libro, y que la gente que nos visita se sienta complacida y experimente que no solo vivimos la historia, sino también la cultura. Por eso es posible el grupo Café Bonaparte, que es una casa común, la manera que encontramos para dotar la periferia de significado, un foco de resistencia al borde de la Carretera Central, para decirlo con palabras de nuestro amigo Reinaldo García Blanco. Estoy seguro de que no se equivoca».
—Sobre la expedición de la Ruta Martiana...
—Martí es otra de mis obsesiones, el hombre y también el mito. Leer sus diarios o los Cuadernos de apuntes es un banquete. Esas lecturas tienen mucho que ver con lo que escribo: captar la imagen, acorralarla hasta que se dinamite en sentidos. Cuando me invitaron a ser parte de la expedición no lo pensé dos veces; no basta con mirar atrás, releer el pasado para explicarnos a nosotros mismos, también es necesaria la experiencia, la dicha grande de saltar desde y hacia la historia, sobre todo nosotros los más jóvenes, a quienes nos ha tocado echarle mano a un Martí que está bien distante de la estatua, de los panteones apostólicos y más cercano a la cotidianidad. Escuchar a Graziella Pogolotti hablarnos de un Martí proteico, expansivo, allí a orillas del cenagal y las matas de mango bizcochuelo, la estancia misteriosa en La Mejorana, el silencio de los tamarindos, el río Contramaestre sucio y veloz; las palabras de Rolando Rodríguez, el historiador, reconstruyendo esa imagen del Maestro, después del mediodía entrando a la muerte, o a la vida, depende cómo se le tome. No fueron días de bohemia, sino de contacto, de penetración en los fundamentos de la Patria. Era difícil escuchar a Ariel Barreiro, a Ormán Cala, o agruparnos en los momentos de descanso, sin que apareciera el impulso martiano indagado también en las eternas diatribas de José Luis Serrano o las asperezas que en Oscar Cruz provocaba la palabra «Isla». Graziella no se equivocó, nosotros necesitábamos una cosa así después de todos estos años en que se ha hecho necesario releer a Martí desde la fe y echarlo a andar en nuestras vidas.
—Entre la pintura y la poesía...
—Disfruto mucho esa relación. A veces he querido escribir un poema a lo Modigliani o encontrar las palabras que digan todo el dolor que se dispara en los cuadros de Fidelio. Algo de eso le dije hace unos días en una entrevista al poeta Frank Castell; escribir y pintar me permite explotar mejor la imagen, observar hacia varias dimensiones, es un complemento, dos lenguajes que convergen en el mismo punto donde comienzan a separarse. Quizá sea por eso que no puedo pintar y escribir al mismo tiempo, es una cuestión que ni yo mismo pudiera explicar muy bien. Cuando pinto necesito vencer el dilema de la forma y dotarla, exactamente, del concepto que me impulsó hacia ella. La escritura es diferente, un procedimiento más irracional, no es la forma lo que me seduce, sino lo que hay dentro de ella y la dota de significado. Recientemente, para la Feria del Libro, preparé la exposición Figuras del Agua, una vieja deuda que debía saldar con todos aquellos que conocen mi doble condición. Después sentí que esa deuda también era conmigo. No se trataba de ilustrar mis poemas; me propuse establecer un diálogo entre la imagen plástica y la poética, cada una invadiendo el territorio de la otra, contaminándose en un solo cuerpo. Es por eso que digo que las disfruto mucho; quizá, al final, el Eduard pintor y el poeta sean el mismo.