Cartel de la muestra preparada por Goebbels para condenar a la vanguardia artística en 1937. La casa rematadora británica Jefferys subastará el próximo 26 de septiembre un lote de acuarelas presumiblemente pintadas por Adolf Hitler.
En una sala de lustre victoriano, cerca de Cornualles, pujarán los intermediarios, escalarán los precios, y al final el mejor postor se llevará unas cuantas cartulinas pintarrajeadas, recientemente halladas en una maleta abandonada en el desván de una mansión belga.
Se dice que en este último país, mientras ostentaba los grados de cabo en el ejército ocupante durante la Primera Guerra Mundial, el futuro dictador del III Reich invertía el tiempo de ocio en dibujar edificios y ciudades.
No hay historiador ni experto que deje de coincidir en que Hitler era un artista frustrado. De modo que el valor de las acuarelas se sabe de antemano devaluado en términos estéticos.
Pero aún en el supuesto caso que junto al brutal asesino y horrendo instrumento de los intereses imperialistas alemanes de su época hubiera coexistido un artista apreciable, nada cambiaría: vender a Hitler es un acto inescrupuloso y procaz, una afrenta a la más elemental ética humanista.
Es como si se olvidara que Hitler y su camarilla protagonizaron uno de los más sistemáticos atentados contra el arte en la historia contemporánea: a la quema de libros, el Reich sumó la excomunión de los valores de la vanguardia artística de entre guerras.
Entartete Kunst (arte degenerado) fue el lema que resumió la suprema demostración de insensibilidad, exclusión e incultura.
El diligente Joseph Goebbels reunió el 19 de junio de 1937 en Munich obras de 113 artistas incluidas en el Index del nazifascismo. Degenerados eran Klee y Kokoscha, Grosz y Kandinsky, Kirchner y Chagall.
Para el gusto de la cúpula criminal, solo contaba un arte académico y triunfalista, que exaltara la superioridad germánica y la megalomanía del Reich. Rasgos que servilmente incorporaba a sus esculturas Arno Broker, las cuales, por esas vueltas que propicia la escabrosa conjunción de mercado e ideología, han vuelto a airearse recientemente en la ciudad alemana de Schwerin, en medio de voces que consideraron una afrenta el rescate del artista nazi.
Durante meses la infamante muestra muniquesa de 1937 itineró por ciudades alemanas. Las obras se hacían acompañar por burdos letreros «didácticos», en las que se les indicaba al público cuál era el «arte charlatán», «la pintura degenerada», «el arte obsceno», «el arte perverso». Tres millones de alemanes fueron obligados a presenciar la exposición.
Más de 16 000 obras fueron confiscadas y buena parte de ellas destruidas por las hordas nazis. El patrimonio artístico universal sufrió una pérdida irreparable.
Contrario a lo que se piensa, de los 113 artistas satanizados por el nacionalsocialismo solo 16 eran judíos, con lo que se evidencia cómo la operación montada por los nazis rezumaba una ponzoña mucho más virulenta: hacer tabula rasa el poder de la imaginación.
Ese poder recibirá un tiro en la nuca el próximo septiembre en Cornualles, por mucho que los aires victorianos y la atmósfera cordialmente competitiva de los pujadores traten de imprimir a la subasta un sesgo de asepsia profesional.