Carlos Manuel de Céspedes. Autor: LAZ Publicado: 17/04/2024 | 09:41 pm
¿Quién podía imaginar que aquella llegada, acaecida en la casa número 4 de la calle Burruchaga, en el centro de la ciudad de Bayamo, sería luego una marca magnífica en el pecho de nuestra propia historia?
Algunos relataron que un aguacero, borrador del vapor de la medianoche, invadió el final de la jornada, tal vez como señal de que el anunciado, después de nueve meses en las entrañas de Francisca de Borja, se convertiría, con la cabalgada del almanaque, en una lluvia eterna para Cuba.
¿Quién hubiera adivinado entonces que aquel varón hermoso, venido el 18 de abril de 1819 y que llamaron Carlos Manuel Perfecto del Carmen, sería capaz de renunciar al cuello rodeado de diamantes, a la levita señorial, al lujo a raudales, para lanzarse a los bosques, espesos en pobrezas e inmolaciones, en busca de los sueños vinculados con la independencia o el hermanamiento de negros, blancos y mestizos?
Hoy sabemos que se desveló leyendo libros en su adolescencia, puso la rebeldía en su andar, raptó corazones femeninos, escribió poemas que estallaban, supo ser coautor de la primera canción romántica del país, fue actor ovacionado, dominó varios idiomas, aceptó duelos sin miedos, se armó de una cultura ancha, se alzó de primerísimo, hizo de la libertad de Cuba su pasión mayor.
Los que ahora mismo, 205 años después de aquel alumbramiento, no se inclinen ante quien concluyó su calendario con el estómago vacío, un brazo casi lisiado, los ojos a las puertas de la oscuridad, los zapatos zurcidos por las necesidades, la frente altiva a pesar de tantas bajezas para apartarlo del camino, la cuartilla presta a enseñar entre lomeríos... no podrán ver la aureola de su vida, que invita a tiempos superiores.
Los que hoy necesiten, más allá de abril, encontrar a un ser humano que lleve sobre la cabeza las virtudes y esté lejos de la perfección de su nombre —algo que lo hace más carnal y cercano— deberán viajar a la novela real de Céspedes; seguramente retornarán con una inyección de patria en las venas del alma.
Cuando nos haga falta encontrar un flotador de banderas, un removedor de pueblos, un reprendedor de flojos, un diestro espadachín contra imposibles, un ajedrecista avivador de corceles más allá de tableros, estiremos la mano para tocar —y no soltarlo— al primer Presidente de la República en la manigua, al Iniciador, al Padre severo pero tierno. De ese apretón de dedos volverá a nacer, sin dudas, la misma marca de pasiones y diluvios.