El pueblo santiaguero acompañó los féretros de Frank y Raúl. Autor: Archivo de JR Publicado: 28/07/2022 | 09:15 pm
SANTIAGO DE CUBA.— Eran poco más de las cuatro de la tarde de aquel aciago 30 de julio de 1957 cuando la saña y la traición acribillaron el alma de una ciudad.
Aquellos malditos disparos, interminables, provenían del estrecho Callejón del Muro, en el mismo centro de la urbe, y cuentan quienes los sintieron que repicaron en las campanas de la cercana iglesia de San Francisco y en cada rincón santiaguero.
Los escuchó estremecida, con el corazón a galope, América Domitro Terlebauca, la novia del héroe, quien aquella tarde y con ayuda de la combatiente Graciela Aguiar, compraba en las tiendas del centro las prendas azules, blancas y nuevas que aconsejaba la tradición para el mínimo ajuar de boda del matrimonio en la clandestinidad que, aunque asediado por la muerte, soñaba y preparaba Frank.
Los vivió con el lamento de lo irreparable el combatiente Demetrio Montseny Villa (Canseco), jefe de Acción del Movimiento en Guantánamo, quien un rato antes, acompañado por el dirigente obrero José de la Nuez (Basilio), se había reunido con el jefe clandestino en la casa de San Germán 204, donde se escondía.
Enterado de que el mismo José María Salas Cañizares, el connotado asesino apodado «Masacre», encabezaba un registro en la zona, le había pedido al jefe que se fuera con él; pero el joven, con el temple y la temeridad acostumbrados, había desestimado la idea: «No te preocupes, yo soy Francisquito Buena Suerte…», bromeó, mientras le insistía en asegurar el dinero para comprar las armas y el parque que Fidel necesitaba.
Angustiado, también presintió el fin tras la metralla Agustín Navarrete, el segundo del Movimiento, quien unos días atrás había tenido que abandonar junto a Frank la vivienda de la calle Ocho, en el reparto Vista Alegre, y ahora, enterado del peligro, se aprestaba a ayudarlo: «¡Prepárense que los voy a mandar a buscar, Frank está cercado y lo vamos a rescatar a tiro limpio!», ordenaba a sus compañeros por teléfono, aunque ya sin tiempo para evitar lo peor.
Para impedir que la organización revolucionaria pudiera ser descabezada, los principales jefes se habían separado, y era ahora que todos conocían el real escondite de Frank.
La casa de San Germán 204 era considerada una verdadera ratonera, pues se encontraba en la esquina y no tenía posibilidades de escape ni por la parte trasera ni por los techos de las casas colindantes; pero tal vez el cariño de la familia pesó más para el héroe en aquellos días difíciles en que el fracaso del Segundo Frente de la Sierra Cristal y de la bomba debajo de la tribuna del mitin, que justo un mes antes conllevó la muerte de Floro, Salvita y su pequeño Josué, menguaban su espíritu.
Escudo de lealtad
Ese cariño sería cobija hasta el final, pues en la antesala de la barbarie, el rugir de las balas encontró su valladar más alto en la lealtad y convicción de Raúl Pujol Arencibia, el comerciante ferretero nacido en Palma Soriano, en cuya vivienda se ocultaba el jefe de la clandestinidad.
Raúl Pujol Arencibia.
Raúl era un puntal de la resistencia cívica santiaguera, y su casa prácticamente una de las sedes del Movimiento; allí se ocultaron armas y combatientes, se atendió a heridos y tuvieron lugar reuniones importantes. Su aporte fue decisivo en el aseguramiento de insumos para el II Frente. Por eso cuando supo por Bessie Planas, vecina e integrante de su célula, sobre el movimiento en los alrededores de su morada, salió a toda carrera desde la ferretería Boix, donde laboraba.
Cuando llegó, en el interior de su casa podían oírse los pasos de la soldadesca, el murmullo de la infamia. Cuentan que Frank lo conminó a regresar al trabajo y Raúl le replicó: El Movimiento me ha responsabilizado con tenerte aquí, y si ocurre algo, muero contigo.
Aquella decisión era su único escudo cuando minutos después acompañaba al líder, quien tras esconder documentos importantes y la ametralladora que portaba, optó por salir de la casa. Y hubiera logrado proteger al jefe, de no ser por la delación de un antiguo alumno de la Escuela Normal para Maestros de Oriente, que en el chequeo de los transeúntes le informó a Salas Cañizares que aquel era Frank País García, el jefe de los revolucionarios en el llano, el hombre más buscado por la tiranía.
Justo a las 4:15 de la tarde, varias descargas —22 plomos, se supo después— estremecieron violentamente el cuerpo del mayor de los País García, dejándolo sin vida. Junto a él, la sangre de Raúl Pujol tiñó también de rojo el Callejón del Muro.
El precio de la libertad
Veintidós disparos a sangre fría de manos de los peores esbirros acribillaron la ciudad santiaguera y fueron sentidos por todo un pueblo, que salió a la calle presintiendo que algo muy grande había ocurrido. De boca en boca corrió la noticia, y la confirmaron la radio y la televisión.
Primero fue el dolor, el estupor. Luego, el luto vestido de indignación. «La libertad cuesta muy cara y hay que decidirse a pagarla o resignarse a vivir sin ella», escribiría Armando Hart al enterarse de la noticia. «¡Qué monstruos, no saben el carácter, la inteligencia, la integridad, que han asesinado!», diría entre la rabia y el dolor Fidel.
El Santiago, el Oriente que se sintió liderado por Frank País, paró de emoción y, espontáneamente, protagonizó el más hermoso movimiento de protesta cívica que recuerda la historia de esos años.
Frank País García.
Asegurar la continuidad
Con el vil asesinato de Frank, las fuerzas revolucionarias se vieron también ante el imperativo de encontrar a otro luchador que ocupara su responsabilidad como Jefe Nacional de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio.
Frank era muy difícil de sustituir, diría años después la legendaria Haydée Santamaría: «Cuando empezamos a valorar compañeros… se analizaron muchos nombres, pero aquellos que estábamos más cerca de él (Frank) coincidimos enteramente en elegir a Daniel».
Aludía la heroína del Moncada a René Gilberto Ramos Latour, el joven contador estrechamente vinculado con Frank desde los días de la Acción Revolucionaria Oriental (ARO) y Acción Nacional Revolucionaria (ANR), fundadas y dirigidas por el maestro santiaguero tras el asalto al Moncada, y que a fuerza de entrega y coraje se convirtió en uno de los combatientes más estimados por el mayor de los País García.
René Gilberto Ramos Latour.
En las calles del Santiago que lo acogió desde niño, Daniel supo forjarse una leyenda como combatiente audaz, de decisiones firmes y rápidas; el hombre imprescindible y querido, capaz de estremecer como dirigente sindical a su natal Antilla y las zonas de Preston y Nicaro.
En 1957, con el grado de teniente, formó parte del primer refuerzo enviado por Frank a la Sierra Maestra, pero Fidel determinó su regreso a Santiago, donde llegó a ser nombrado Comandante del Llano. Por su capacidad organizativa, coraje y conocimientos militares, se le confió la creación del Segundo Frente, empeño frustrado por una delación.
Con el afecto que le reciprocaba a Frank, a quien consideraba un hombre extraordinario, Ramos Latour puso su alma y coraje en la nueva tarea. Sus acciones fueron incesantes y osadas. Así recorrió el país para encaminar los preparativos de la huelga del 9 de abril y nunca desmereció la confianza depositada en él.
Con ese aval regresó a la Sierra en 1958 y Fidel lo nombró jefe de la Columna No. 10, con la cual combatió en las serranías de Santo Domingo y asumió nuevas misiones.
El 30 de julio de 1958, un año después que Frank, el comandante Daniel cayó mortalmente herido en El Jobal, actual municipio de Bartolomé Masó, cuando cumplía la encomienda de interceptar un contingente enemigo, el tercer combate de su Columna en solo cinco días. Tenía entonces 26 años y llevaba aproximadamente un mes en las montañas. El mismo Fidel anunció su muerte en Radio Rebelde.
Unidos por la sangre generosa que entregaron y por un mismo ideal, Frank, Raúl y René son hoy ejemplo e inspiración para las nuevas generaciones de todo el país.