Ignacio Agramonte Autor: Juventud Rebelde Publicado: 10/05/2018 | 08:08 pm
CAMAGÜEY.— Casi dos siglos han pasado desde el nacimiento del mayor general Ignacio Agramonte y Loynaz, y su figura sigue sorprendiendo por su impronta y liderazgo.
A 180 años de su natalicio, el 23 de diciembre de 1841, el tiempo no ha borrado su huella en los habitantes de esta tierra, y de toda una nación que lo enaltece. Esa vocación de amor e idolatría hacia Agramonte se respira en su suelo natal. Incluso varias generaciones han hecho suyo un gentilicio que lo dignifica e inmortaliza: agramontinos y agramontinas.
Para quienes vivimos en esta tierra resulta casi imposible no profesar ese sentimiento de propiedad sobre El Mayor, que nos hace sentirnos orgullosos de haber nacido en la ciudad que lo vio convertirse el prócer cubano.
La vida de Agramonte es una fina línea que separa la realidad de la leyenda. Aún sin poseer una tumba, un lugar sagrado para rendirle honor permanente, como a otros héroes y heroínas de la Patria, él continua latiendo muy cercano en cada hijo de su extensa llanura.
Prevalecen los deseos fervientes de saber el lugar de su anónima sepultura, pues se dice que su cuerpo fue quemado por las fuerzas coloniales, y sus cenizas esparcidas al aire en su tierra proverbial, tal vez buscando desaparecer el legado de un gigante que nunca sucumbió a la ignominia del usurpador.
A contrapelo de esa pretensión de olvido, no se resisten los habitantes de esta tierra a que su espíritu, su gallardía y su ejemplo mueran. Por eso no son pocos los puntos geográficos de esta ciudad encumbrados para rendirle memoria eterna a su «joya histórica».
Allí, en la memoria colectiva y objetiva, perviven espacios físicos urbanos que lo inmortalizan: su casa natal, ubicada en la intersección de la calle que hoy se enaltece con su nombre y calle Independencia; la Plaza San Juan de Dios, donde estuvo su cadáver por última vez aquel 12 de mayo de 1873—según lo hasta ahora conocido—; la Casa Quinta de Amalia Simoni, en la que se profesaron amor eterno; el Parque Agramonte con su estatua ecuestre, que al develarse provocó que su viuda se desmayara por el parecido del bronce con su esposo; el Salón Jimaguayú de la histórica la Plaza de la Revolución Ignacio Agramonte y Loynaz (donde reposaron las cenizas del Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz a su paso hacia la inmortalidad), y el conjunto escultórico Potrero de Jimaguayú, en el municipio de Vertientes, sitió donde cayó en combate el 11 de mayo de 1873.
En el imaginario colectivo sigue su leyenda convertida en espada —se me antoja sable— y escudo de la nación. Ni los contrarios pudieron dejar de admirar su robusta y bravía manera de pelear, según investigaciones científicas que lo revelan como un león sobre la montura de su caballo.
Su gloria, ni en el tirano pudo silenciar
Muchos fueron los esfuerzos de los colonialistas españoles por desterrar de todo escenario de ese presente convulso, y hasta de la posterioridad, la figura e impronta de El Mayor. El ejército colonial lo acusó de poseer cualidades deshonrosas, como las de «cruel y déspota».
Así lo refiere el artículo La Memoria, recogido en la intensa investigación científica Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú, de ediciones El Lugareño, firmada por un colectivo de prestigiosos autores.
Ni con reiteradas ofensas se pudo callar su liderazgo y actuar épico en el campo de la beligerancia. En este exquisito texto —que vio la luz en distintas ediciones en 2007, 2008 y 2018—, se expone que en El Gorrión —periódico de la época—, se publicó el 12 de mayo de 1973 una reveladora valoración, no solo de la integración de la columna que combatió en Jimaguayú, sino también de la muerte de Agramonte y de su calibre dentro de las huestes mambisas: «La pérdida del cabecilla de más importancia, con la que quedaban […] vengados el teniente coronel Abril y sus compañeros, así como las víctimas del Máximo y Palmarito y todos los inmolados a la crueldad de aquel cabecilla».
La prensa proespañola no pudo eludir la trascendencia y dimensión del héroe muerto. El Diario de la Marina, defensor ultranza de los intereses colonialistas, a solo 72 horas del fatídico suceso destacó una información en la que cataloga de «famosa» a la caballería de El Mayor y reconoce que era «indudable que las partidas que tenía a sus órdenes Agramonte eran las mejores armadas y organizadas de la rebelión».
En ese mismo artículo la estatura del líder político y excelso estratega militar también fue reconocida, aunque les doliera a sus editores y seguidores, «Sin Ignacio Agramonte la rebelión del Camagüey habría quizás terminado en la reunión de Las Minas», referencia al 26 de noviembre de 1869, cuando en el Paradero de Las Minas fue derrotado un segundo intento conciliador encabezado por Napoleón Arango, con voto favorable a la continuación de la lucha armada y la formación del Comité Revolucionario de Camagüey. En ese triunfo resultó decisiva la intervención del Héroe.
Otras visiones esenciales sobre la atrevida y osada personalidad de El Mayor comparten los investigadores Kezia Zabrina Henry Knight, José Fernando Crespo Baró y Amparo Fernández Galera en su artículo Ignacio Agramonte en la opinión del Contrario. Memoria del Capitán General Cándido Pieltain, publicado en la página digital Oh Camagüey, de la Oficina del Historiador de la Ciudad de Camagüey (OHCC).
El estudio refleja con exactitud que en dichas memorias se advierten conceptos y opiniones respetuosas y con bastante veracidad y objetividad en torno al destacado combatiente mambí. Ejemplifican los estudiosos que sobre su tenaz resistencia y acciones militares, Pieltain comentó: «Ignacio Agramonte, en el Centro, con su prestigio y fuerzas, era un peligro constante para las Villas y el departamento occidental».
Revelan también cómo este oficial, al referirse a la última batalla de Ignacio, no dejó de ponderarlo: «Notable hecho de armas en que perdió la vida con ochenta de sus mejores partidarios Ignacio Agramonte, cuyo cadáver fue conducido a Puerto—Príncipe y reconocido allí por toda la población. Este cabecilla era el más importante Jefe de la insurrección en el departamento Central y acaso en toda la Isla, por su ilustración, por la influencia que ejercía en sus secuaces, por su valor, carácter y energía (…) su falta es un golpe mortal para los enemigos de España, y puede apresurar mucho la época de la anhelada pacificación».
Insustituible para entender el arrojo de este hombre, que por momentos parece un superhéroe, son las dos notas emitidas por los rotativos de la emigración, La Independencia y La Revolución de Cuba, el 17 de mayo de 1973, las cuales aparecen citadas en el estudio Ignacio Agramonte y el combate de Jimaguayú.
La primera nota consideró: «Su pérdida es irreparable. Valía tanto que es imposible apreciar lo que en él hemos perdido. […] Su muerte no nos ha sorprendido, aunque nos ha causado un inmenso dolor, un pesar profundo. No nos ha sorprendido, porque sabíamos que su arrojo en los combates rayaba en imprudencial […] Él no podía ver al enemigo frente a sus líneas sin lanzarse a la pelea, arrastrando consigo a sus valerosos compañeros, que le idolatraban».
La segunda resalta un detalle que permite hacerse una idea de quién era este indomable hombre cuando escuchaba el toque de A degüello: «Era de todo punto imposible que en el distrito en que operaba el heroico jefe, y en que habían de ocurrir continuos combates, dejase de estar siempre expuesta la vida de un hombre que como Agramonte siempre también ocupaba el puesto de vanguardia, lanzándose antes que todos en las filas españolas».
Una muestra de la repercusión internacional del fatídico hecho y de la trascendencia del insurrecto fue lo publicado por el periódico El Nacional, de Lima: «Las consecuencias que tendrá para Cuba este suceso lamentable, serán funestas, porque la muerte de un hombre como Agramonte equivale a la pérdida de ejércitos enteros: pero no hay que poner en duda por eso el éxito irrevocable de la revolución. El ejemplo de Agramonte creará uno y otro héroe, y quedan allí militares distinguidos que vengarán su muerte».
Conocer el criterio del contrincante sobre procesos beligerantes y sus figuras icónicas, es clave para formarse una opinión integral sobre la magnitud e influencia de sus líderes.
En el caso del prócer camagüeyano, una dosis de odio tuvo que superarse hasta después de muerto: los esfuerzos continuos y afán de sus captores de enmudecer su legado glorioso, su ejemplo, llega al punto en que hasta el día de hoy sus restos no han sido encontrados.
Pero, sin ni siquiera imaginarlo, tanta animadversión dio el resultado contrario, pues su huella, pensamiento y espíritu se eterniza en el ambiente, ya no de esta llanura sola, sino de todo un país cuando le canta, y multiplica con hechos los versos del poeta: «Va cabalgando/ El mayor con su herida/ y mientras más mortal el tajo/ es más de vida./ Va cabalgando/ sobre una palma escrita,/ y a la distancia de cien años/ resucita…».