Tomasa Tejeda, la mamá de Rosario. Autor: Cortesía del entrevistado Publicado: 01/08/2020 | 05:50 pm
«YO tenía 16 años cuando el 26 de julio de 1953 vi que un grupo de hombres desconocidos llegaron a la bodega Anacahuita, a eso de las 12 y media del día más o menos. Llevaban escopetas de cazar pájaros y rifles flaquitos que parecían de juguete, según m manera de ver las cosas, yo una guajirita de aquellas lomas. Estaban apurados, sudorosos, no los conocía, no eran campesinos ni vivían en la Finca El Café donde yo había nacido».
Así con ese asombro propio de su edad vi entonces nuestra entrevistada, Rosalina Despaigne Tejeda, «Rosario», al joven abogado Fidel Castro con los 18 moncadistas que venían de la Granjita Siboney, ya vestidos de civil con las mismas ropas que trajeron de La Habana.
Los padres, hermanos, primos y ella misma colaboraron como pudieron con el jefe del asalto a la fortaleza santiaguera y sus compañeros en la cordillera de la Gran Piedra.
Rosario, junto a uno de sus dos hijos, Rolly, nos cuenta la ayuda que sus padres Pedro Despaigne y Tomasa Tejeda le brindaron refugio y alimento —como otros campesinos de esas montañas— a esa aguerrida tropa en circunstancias muy difíciles. El diálogo es en el comedor de su casa, en el Vedado habanero.
«Como yo nací en la Finca El Café, el 18 de octubre de 1936, era en esa época poquitico más que una guajirita y no comprendía bien la importancia de las cosas que pude ver y oír cuando mis padres los recibieron en el bohío», nos dice en la primera entrevista que le hacen en su vida.
«Mis padres, ya fallecidos, él en 1980 y ella en 2 000, me habían mandado a buscar algunas cosas a la bodega cuando llegaron aquellos hombres que me parecieron personas de mucha más edad.
«Y cuando hablo de esta bodega no piensen en una zona urbana, sino en un lugar con tremendos farallones. Y yo soy la hija de unos guajiros de poca cultura, pero de muchos sentimientos y honrados como los Maceo y como Mariana Grajales. Tuvieron 16 hijos: unos mellizos que fallecieron enseguida sin tener nombres todavía; y también a Esmèrida, Celia, Zoila, Isidra, Amelia, Lulia (mi gemela), Pucha, Agustín, Antonio, Eduardo, Santo, Cándido, Miguel y yo. Los varones mayores todos fueron del Ejército Rebelde y en 1959 decidieron dedicarse al trabajo del campo para ayudar a nuestros viejos. Quedamos solo ocho hermanos que viven en Santiago y yo. Y todos hicimos algo en contra de la tiranía», explica Rosario.
Refiere que el primer caserìo de la cordillera al que llegaron los insurgentes —de los pocos que había— fue el de los Altos de Ocaña. «Recuerdo (no me lo contaron mis padres, los vi) que desde el dìa del asalto los soldados de la Guardia Rural parecían fieras buscando a quien matar, que como se sabe fue la orden de Batista.
«Mis padres no sabían de cosas de libros, pero sí de trabajo, de sacrificios y de nobleza, por eso atendieron enseguida con cariño, por lo que intentaron hacer con pequeñas armas, pero con corazones grandes. Mientras ellos preparaban un almuerzo, todos muy cansados, se tiraron a dormir en el suelo, tal como hizo también Fidel, que no aceptó la cama de cujes de matas, para estar como los demás.
«Cuando se fueron, mi madre mandó a mi hermana Zoila detrás de ellos para llevarle la única lata de leche condensada que le quedaba, para que por lo menos alcanzara un buchito para cada uno. Y mi padre iba con ellos y los sacò hasta Las Coloradas, otro punto de buenos campesinos.
«Olvidaba que cuando subían la Loma de Moya, según nos contaron ellos mismos, se extravió el artemiseño Emilio Hernández Cruz, un gran compañero. Lo buscaron, pero no dieron con él y la Guardia Rural lo asesinó.
«Igualmente la anciana Leocadia Garcìa, “Chicha”, le pidió a su nieto Esmèrido Rivera, un muchachón que se conocía los montes, residente en los Altos de Ocaña, que le sirviera de pràctico. (En 1958 ingresó en el II Frente Oriental Frank País).
«El moncadista Mario Lazo, que estuvo con Fidel en la Gran Piedra, mucho tiempo después aquí en La Habana, contó algo cómico y triste. Cuando la pequeña columna con su jefe al frente iba bordeando el río Carpintero, una madre desesperada, los atajó y les rogó que no siguieran en esa dirección, porque su hija de quince años allí cerquita, por donde tenían que pasar, se estaba bañando desnuda en aquella tremenda soledad. Y Oscar Alcalde le dijo que no se preocupara, que todos iban a mirar para otro lado… y se cumplió la promesa de Oscarito, que parecía una broma pesada».
Rememoró la santiaguera devenida habanera que Justino Rigel y su hermano Felipe colaboraron igualmente con el grupo revolucionario. Cuando empezaban a saborear «un macho asado» vieron venir a los guardias, que eran muchos y con ametralladoras y otras armas de guerra, incluso un avión de reconocimiento y entonces se fueron de allí volando.
Evoca ella que Fidel intentó pagarle con dinero la ayuda y no quisieron aceptarlo. Entonces le regaló a Justino una pistola creo que calibre 38 que el noble guajiro recibiò con cara de «¡qué hago yo con esto ahora!».
CONMOVEDORA PETICIÒN DE FIDEL
«Fidel quiso oír noticias y le preguntó a mi hermano Eduardo Despaigne, que habìa pedido sus de piernas, paralíticas, si alguien por esas montañas tenía un radio de pila. Y mi hermano le explicó cómo ir a la vivienda de Feliciano Hereda, Chano, donde al llegar pudo escuchar, indignado al dictador Batista que dijo al pueblo en una mezquina arenga una tonga de mentiras y calumnias sobre los moncadistas y el asalto en sí».
«Y ahora que menciono a mi hermano Eduardo, recuerdo algo que todavía hoy me conmueve. Fidel estaba durmiendo en el suelo mientras mis padres preparaban el almuerzo y Eduardo, sin darse cuenta, empezó a tocar y a cantar un viejo bolero en un tres que èl mismo hizo, y Fidel se despertó. Miren ustedes, periodistas. El jefe de esta Revoluciòn, con una decencia llena de tristeza y a la vez de enorme pena y de cariño, le dijo a mi hermanito paralítico: «Amigo, por favor, no toques música ni cantes ahora, que muchos hermanos de lucha están muertos y y mi hermano de sangre, Raúl, no sé si está vivo».
Narró asimismo ella que Fidel ordenó que cuatro de los compañeros bajaran enseguida a Santiago, evadiendo los cercos militares, para que un mèdico atendiera a Reinaldo Benítez, que se cayó sobre una piedra puntiaguda y se habìa hecho una herida grande que se estaba complicando y a Mario Lazo, al que se le fue un tiro con la pistola que le prestó Jesús Montané y lo habìa herido de cuidado. Esos cuatro asaltantes fueron el propio Montané, Israel Tápanes, Rosendo Menéndez y Severino Rosell. Todos màs temprano que tarde burlaron con audacia las líneas enemigas y llevaron a Santiago donde hermanos en secreto les dieron refugio.
Fidel comprendió lo complejo de la situación allí, sin armas de guerra, sin parque suficiente, en condiciones demasiado hostiles de la montaña y ordenò que los demás en grupos de dos o tres bajaran y escaparan de una muerte segura y trataran de regresar a La Habana.
«Como ustedes ven, la Gran Piedra fue tan dura como su nombre y la historia de mi familia en esos días tuvo sus riesgos y peligros, pero es una historia, linda que nunca habìa contado, a tal punto de que —y es lo màs grande que llevamos en nuestros corazones— al enterarse por nosotros que mi madre Tomasa, se estaba muriendo, dio indicaciones de que cuando falleciera la enterraran, de ser posible, cerca de Mariana Grajales en el cementerio de Santa Ifigenia, y así se hizo en el año 2000».
RECUADRO: Sarría, el salvador
Lo demás se sabe. El teniente Pedro Manuel Sarrìa Tartabull, de la Guardia Rural, encontró a Fidel con Oscar Alcalde y José Suárez, dormidos en un bohío vara en tierra abandonado de aquellas lomas, en la mañana del primero de agosto de 1953 y los detuvo. El comandante Andrés Pérez Chaumont, jefe de operaciones del cuartel Moncada, pretendió que Sarría se los diera, pero el militar de honor se negó rotundamente y le dijo: «Estos son mis prisioneros y nadie me los puede quitar. Las ideas no se matan». Y cuando llegó con ellos al llano, paró el primer camión que venía y los llevó hasta el vivac de Santiago de Cuba. Así les salvó la vida a los tres.