No porque su nombre se inmortalizara, tres años atrás, en la piedra simbólica que le rinde homenaje en Santiago de Cuba, su palabra deja de ser luz, guía y alerta para nuestros pueblos de América.
Hoy, vigente y esclarecedor, el pensamiento antimperialista del líder político más importante del siglo XX señala caminos a las naciones latinoamericanas que se han visto sorprendidas, una vez más, por el zarpazo de los imperialistas, enemigos naturales de la justicia social.
Desde su experiencia de político, pensador y jefe de Estado, el líder histórico de la Revolución Cubana desenmascaró, en no pocas ocasiones, los ardides norteamericanos disimulados tras golpes de Estado, como el que recientemente tuvo lugar en Bolivia.
Sus palabras de hace más de cuatro décadas parecen recién salidas del tintero, porque si bien Fidel poseía un profundo conocimiento de las estrategias del enemigo, también tenía el olfato entrenado para detectar los artificios y los manejos laberínticos de los Gobiernos norteamericanos de turno.
Lo denunció en su discurso del 19 de abril de 1976, con motivo del XV aniversario de la victoria de Girón, y parece como si lo estuviese susurrando hoy al oído de Bolivia:
«A veces el imperialismo detiene el curso de la liberación en algunos países como Chile; a veces promueve golpes de Estado o arrastra a ciertos Gobiernos a la traición, bien para aplastar a los revolucionarios de una nación determinada, o bien para dividir a las fuerzas progresistas, como ocurre en el seno del movimiento nacionalista árabe».
Así lo advertía entonces, pero lo tenía tan claro desde el triunfo mismo de la Revolución, que sorprende cómo, en la temprana fecha del 6 de agosto de 1960, el entonces Primer Ministro cubano apuntara directamente hacia el centro mismo del truco americano para destruir los movimientos progresistas de la región. Así les habló a quienes asistieron a la clausura del Primer Congreso Latinoamericano de Juventudes:
«Para combatir revoluciones tienen la OEA, para combatir revoluciones tienen a los títeres, tienen a los dictadores, tienen las cancillerías vendidas, para prohibir revoluciones; y en cuanto en cualquier país de América tenga lugar una revolución que se decida a arrebatarles de una vez la tierra a los grandes latifundistas, a las grandes compañías extranjeras; a ponerles impuestos a las minas, o a recuperar el subsuelo del país, el petróleo, o el estaño, o el cobre, o cualquier mineral; (…) primero son las presiones, después las amenazas, después las agresiones, y después la OEA. ¡Para eso tienen la OEA!»
Ya lo sabemos —¡lo acabamos de constatar con Bolivia!— la Organización de Estados Americanos (OEA), 59 años después, irrumpe en las naciones cautelosamente, con el veneno listo para la mordida letal en el momento oportuno. Hay que leer a Fidel, porque desde sus discursos nos habla hoy, con esa sabiduría proverbial que caracteriza a los padres y porque los métodos del imperio no han cambiado demasiado. Apenas se han actualizado a la luz de los nuevos escenarios mediáticos, los contextos políticos y el desarrollo tecnológico. Ahí están la represión y la violencia del régimen golpista boliviano que ya suma decenas de muertos, en pos del litio y las reservas gasíferas de la nación andina; o los jóvenes chilenos que han perdido los ojos en medio de la lucha para que brille otra vez la luz en su nación.
Hay que repasar la historia de nuestros países, porque los errores se pagan con sangre, casi siempre inocente. Ahí están las imágenes de los hombres y mujeres del Ecuador, de Brasil, de Colombia… Las fotografías inundan las redes sociales, las televisoras, las páginas webs… en una suerte de crónica brutal de la realidad latinoamericana. ¿No había aprendido ya la América de Bolívar, de Sucre, de Martí, del Che, que la izquierda tiene que cuidarse las espaldas y mirar con desconfianza todo lo que no se parezca a la soberanía? ¿No era que nuestros pueblos tenían conciencia de clase y sabían por lo que luchaban? Cuidado con cambiar la paz por unas cuantas promesas vacuas (convertidas en olas de violencia), porque cuando abramos los ojos ante la verdad, puede ser ya demasiado tarde. Lo había advertido Fidel a los jóvenes latinoamericanos que vinieron a Cuba en agosto de 1960:
«(…) ustedes que querrán lo mejor y lo más perfecto para cada una de sus patrias; ustedes que mil veces habrán mordido en silencio ese dolor, esa angustia que nace de la impotencia frente a lo que no han podido remediar;
(…) que se reúnen y luchan y están dispuestos a morir por algo mejor, ustedes deben saber que las revoluciones están prohibidas en América».
Latinoamérica, herida otra vez, golpeada, zanjados sus derechos, mira a sus hijos en las calles, armados con carteles, consignas e ideas. Las mismas ideas a las que se refería Fidel cuando dijo que no se necesitan pueblos guías, y mucho menos hombres guías, cuando se lleva por bandera la irrevocable idea de la independencia.