Como muchos, me parezco a aquel personaje de Rubén Darío, en El pájaro azul, que sufría ante un anaquel de libros deseando poseerlos todos. Y aunque no puedo decir con Rilke que he leído mucho, algunos libros me acompañan desde los 16 años. Por sus títulos puedo precisar los días cruciales de mi existencia.
Leí al Juan Cristóbal a los 20. Entonces me rebelaba contra una educación familiar inflexible, quietista, desgarradora. Cruz y raya, peso y límite. Y leí Adiós a las armas cuando afrontaba la primera e inevitable frustración de amor. Recuerdo el último párrafo. Terminé la lectura con una punzada en el lado cordial del pecho. Quizá por la intensidad emocional de la novela. O porque al igual que el teniente Henry, me despedía de la mujer amada como si dijera adiós a una estatua.
Ambos libros fueron sicólogos que colaboraron en mi curación, revelándome en el código de las parábolas el modo en el que ellos actuaban en circunstancias semejantes. Nunca he leído por placer. El placer va implícito, soterrado, en la comunión del papel y los ojos. Leo para hacerme hombre. Lectura a lectura. Y con ese empeño elijo mis libros y los conservo en mi biblioteca. Y los manoseo.
A mamá le inquietaban aquellos libros que poco a poco iban congregándose en la sala. Polvo. Cucarachas... ¡Hijo! Y le angustiaba mi desaforado apego a la lectura. Sobre todo los domingos, cuando las sesiones comenzaban a la misma hora que los programas infantiles de la Televisión. Temía que yo enloqueciera.
¡Mamá! ¡Qué cosas!
Ella desconocía que la locura de los libros es un empezar a ser cuerdos. Porque solo cuando uno está loco así, intenta ordenar lo revuelto. Don Alonso Quijano perdió los frenos leyendo. Y salió a los caminos disfrazado de héroe para vengar insultos, devolver palizas. Y convertir aldeanas en princesas. Ese acto de trocar a Aldonza Lorenzo, apestada con el ajo y el humo de cocina pobre, en una señora de castillo y caballero, me parece la gesta más perdurable de Don Quijote. Con ella reivindicó el ideal. Salvó la magia del sueño. Descabezó diferencias. Porque lo habitual es que no haya demasiados varones decididos a ser magos. Ni tantas mujeres dispuestas a mudar de vestidos en la copa de un sombrero.
Ya mi biblioteca, subdesarrolladamente doméstica, reclama un inventario discriminador. Pero intuyo que no podré. No me alcanzaría el local de acero que, para preservar la cultura humana de una demolición atómica, recomendó construir el paradójico, incisivo y a veces un tanto ingenuo Giovanni Papini en su Libro negro. Son tantos los que deseo retener. Ni podría seleccionar qué títulos echaría en una mochila, con capacidad para diez volúmenes, si eligiera vivir en una isla de-sierta. Mis libros simbolizan momentos, suspiros, que deseo memorizar en el fetiche palpable de un objeto.
Pero algo más me lo impide. Cuando veo libros se me extravía la cordura. Me vuelvo ambicioso. Abro los brazos. Los quiero todos. Y un creyón de tristeza me emborrona la cara. Porque entonces lamento que mi dinero no proceda de Las mil y una noches. De todos modos, seguiré leyendo. La fiebre de libros no mata.