Jorge García Tuñón —ex capitán golpista, más tarde coronel, diplomático de la tiranía batistiana, politiquero de la «oposición» y contrarrevolucionario exiliado en Miami— dijo en una entrevista: «Dimos el golpe por la madrugada. Batista quedó confinado, pudiéramos decir, en una oficina del Regimiento. El mando de Columbia lo teníamos los militares, (…) él logró enviar un capitán a las distintas postas para permitir la entrada de civiles al campamento.
«Cuando vinimos a ver, esos civiles estaban en toda la fortaleza militar, dando vivas a Batista, confraternizando con los soldados y hasta bailando congas. ¡El mando se nos fue de las manos! (…). Batista salió para ponerse al frente de la muchedumbre (…) estaba dando la sensación de que el golpe era obra de él, y que él era el jefe absoluto. Este fue el segundo golpe del 10 de marzo, dirigido contra los que habíamos conspirado con él». Este resumen forma parte del relato del historiador Mario Mencía, a partir del testimonio del reconocido periodista Mario Kuchilán Sol.
Realmente Batista ejecutó un cuartelazo dentro de otro, o un golpe a los golpistas el 10 de marzo de 1952, pues estableció un Gobierno unipersonal y suplantó así a los demás conspiradores.
Reincorporó masivamente a sus viejos oficiales incondicionales, y los ubicó en los mandos más altos. Anuló a sus cómplices de pocas horas antes y con eso desbarató la supuesta Junta Militar Revolucionaria.
Nombró, por ejemplo, ministro de Información a un jefe de grupo pandillero: Ernesto de la Fe. Al respecto escribió Kuchilán que el error fue dejarle un teléfono al alcance de la mano, porque empezó a llamar a sus cúmbilas civiles y a sus politiqueros, para que corrieran a ponerse a sus órdenes. Y empezaron a llegar los batistianos y oportunistas más notables: Yoyo García Montes, Andrés Rivero Agüero, Mario López Blanco y Carlos Saladrigas, entre otros. (De este último el ciudadano de a pie exhortaba siempre: «¡Si votas por Saladrigas, ni a tu madre se lo digas!», señal de su conocida catadura moral).
Llegaban a la Posta 4 y se ponían en grupo, pugnando por entrar, pero fue necesario organizar la «cola» e imponer disciplina para acabar el «relajo».
Entonces los «escogidos» eran llamados por el centinela, que en medio de la algarabía del tumulto arribista, tenía que meter un grito para que se oyera bien: «¡Fulano de Tal!»… «¡Aquí, aquí!»… «¡Dice el general Batista que pase!».
Al compás de la rumba «Batista Presidente,/ no conoce rival,/ y está garantizado/ por el voto popular», arrollaban por el polígono militares en activo, ex militares y civiles, en la borrachera musical de la traición de los que querían poner «orden» en la república.
Como en el caso del dictador Gerardo Machado, Batista era un maestro cultivador de la demagogia. Y sus mejores aliados y espías no eran los oficiales, sino los soldados, los cabos y los sargentos. Al mediodía ya «el Indio en su puesto» había escamoteado la iniciativa a los verdaderos autores y responsables del cuartelazo. Y con esa tropa de abajo empezó a practicar de nuevo la maniobra de neutralizar una posible fuerza de aquellos dentro del Ejército.
Fuentes: El Grito del Moncada, Mario Mencía, p.p. 77, 79, 81, 82, 83, 84 y 86. Tomo I, Editora Política, La Habana, 1986.