Tal vez la epístola más famosa de Dulce María Loynaz (1902-1997), de nuestra Premio Cervantes, sea su Carta de amor al rey Tuk-Ank-Amen. No se trata en rigor de una carta, no de aquellas para ser enviadas, pues su destinatario es imposible, es impensable. Es un arresto lírico, son unas «locuras» redactadas en su cuarto de hotel, según confiesa. Ha visto el «corazón guardado en una caja de oro» del faraón del Nilo. La firma en 1929, y la flama de la poesía la consume entera:
«Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos de oro, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda… Así te hubiera recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo. Y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más breve de mis poemas».
Son menos conocidas, sin embargo, sus confesiones a la periodista Berta Arocena, una de las fundadoras del Lyceum, organización feminista fundada en los años 20 de la pasada centuria. En esa carta, escrita en 1938, derrama su filosofía creativa, su mística poética, su amor inapelable por el silencio, ese mismo que tanta necedad, que tanta desidia rasga a nuestro alrededor.
«Los demás hablamos o cantamos (…) pero solo el silencio, fíjate bien, solo el silencio da derecho a esperar algo mejor. Sí, yo amo a Tuk-Ank-Amen porque tiene el silencio de la muerte, el prestigio de la muerte (…) si lo viera sentarse sobre el último de sus sarcófagos, desatar sus vendas de momia y salir a limpiarse el polvo de los siglos (…) dejaría en el acto de amarlo. Y es que la dignidad humana (la que nos mueve a amor y admiración) es muy difícil de llevar en esta vida que nos fuerza continuamente a tomar actitudes ridículas».
Afincada siempre a una verdad filosa, el tono es diferente en las Cartas a Julio Orlando, la increíble correspondencia que una anciana sostiene con un niño pinareño, sobrino de quien tantas veces le devolvió el ánimo y la pluma, su amigo Aldo Martínez Malo.
Aquel muchacho le había tocado el Himno Invasor en su saxofón, obra del general Enrique Loynaz del Castillo, padre de la escritora. Y, naturalmente, esta quedó «arrobada, mejor deslumbrada». Por entre sus párrafos asoma su historia a trazos mínimos, y ese aferrarse a cada rincón de su casa, que era apretarse a los suyos, apretarse a Cuba. Y destila la soledad, serena y augusta, como un despeñadero.
«He empezado a hacerte esta cartica con un poco de miedo porque, aunque dicen que soy escritora, la verdad es que no recuerdo haber escrito una carta a un niño (…) Tengo un perro precioso, un pastor alemán que se llama Capitán y es más grande que tú. De día es muy bueno y muy manso (…) pero de noche cambia su personalidad y se vuelve un perro lobo que no permite entrar a nadie (…) Necesito que así sea pues vivo muy sola», apunta en la primera de sus misivas, en el estertor de 1977.
Un lustro después le escribe: «(…) a tu edad somos muy impacientes y nos parece que hasta los días tardan en pasar. Cuando tengas mis años, querrás por el contrario, sujetarlos con buenas cadenas y buenos candados». El 16 de octubre, a punto de los 80, le hace una tierna confidencia: «(…) este año los gorriones no han salido de viaje y siguen habitando su vieja casa, que vieja y todo encuentran más confortable que el mundo que nos rodea. Parece que me imitan».
Ya nadie escribe cartas, son tiempos donde la velocidad se tiene por suprema virtud. Asomarse a estas líneas reposadas, íntimas, devuelven una época, revelan un carácter, el de aquella cubana que quiso abrazar a un faraón egipcio, la de la casa vieja del Vedado, la que depositó en un niño el tiempo que se va.