Una nube de polvo comenzó a cubrir el hotel libio de Trípoli donde estaba la prensa. Las bombas, que hasta ese momento habían sido terremotos relativamente lejanos, tronaron a no más de un kilómetro. En eso se le pierde Henry, el camarógrafo ecuatoriano que lo acompañaba. Estaba en la azotea, arriesgándose a filmar...
Poco a poco el hospedaje se había ido quedando desierto. El movimiento de llaves, pasaportes, maletas, indicaba a las claras que aquello se ponía feo. Él lo sabía, pero había mucho que obligaba a quedarse.
Los periodistas fueron concentrándose en una especie de sauna, la parte más sólida del alojamiento. El cañoneo rompía más cerca. Se oía como en un vocerío imparable el reventar de los cristales. Y allí estaban ellos, Segura y Henry, sudando a mares, como si toda la tensión, la incertidumbre, la angustia les lloviera desde dentro.
—Esto yo lo vi en un película, dijo nervioso el de la cámara. —Viejo, déjate de películas a esta hora. —En la película se quedan trancados varios días. —Compadre, que me vas a poner nervioso. —Y se quedan sin electricidad...
—Oye... (Se va la corriente eléctrica en el hotel). —Ven acá... ¿y en esa película los matan?... Quizá por primera vez, Segura sintió que el plomo hirviente de las balas podría dejarlos peor que en un filme. Y siguió sudando, pensando, muriendo un poco la aventura hermosa del reportero.
En la sede de la Unión de Periodistas de Cuba, en La Habana, profesionales de la prensa y estudiantes que se aprestan para el oficio, no se han perdido un detalle de la narración. Ora en silencio casi sepulcral; ora en risa hilarante, ante la burla a la muerte, han seguido cada detalle de la trama que pudo o podrá tocarle a cualquiera.
Rolando Segura, el periodista del Canal Habana, de Cuba y de Telesur, probó el susto digno del heroísmo. Y esta mañana de miércoles lo está contando como si nada, «porque cualquiera de mis colegas, adaptados a meterse en el medio de un ciclón en nuestra Isla o dispuestos para empresas mayores lo podía haber hecho».
Por él, que cruzó palabras contra el caos informativo y denunció desde Libia —durante meses— las «humanitarias» bombas de la OTAN, transitamos por los dilemas éticos a los que debe enfrentarse el hombre de prensa en el mundo actual.
Porque el reportero utilizaba las redes sociales en Internet, pero sabía que también por ellas les llegaban a las potencias coordenadas de GPS para vomitar hierro. Porque los colegas de otros grandes medios se mostraban solidarios, pero no dejaban de decir a coro ciertas «verdades» jamás confirmadas. Porque es imposible narrar la frontera entre lo humano y lo salvaje sin salir herido: saber que en un solo día, por el estrés de las bombas, abortaron 50 embarazadas en un hospital de Trípoli, o que en alguna morgue yacían cuerpos de niños que nadie fue a reconocer y vindicar.
Y sí, él y Henry salieron con vida, como los otros de los medios; y en una embarcación para 12 personas viajaron 52 hasta la isla de Malta. Y hoy está en Cuba, y sus compañeros del gremio lo reconocen. Pero en Libia y otras tierras siguen muriendo hombres. Y lo que se preguntaban civiles indefensos de allí sigue siendo una amarga bandera: ¿Por qué?