Junto a las esculturas del Che y Camilo, la estatua de José Martí custodia la Plaza de la Revolución. Autor: Roberto Morejón Guerra Publicado: 21/09/2017 | 05:07 pm
En la plaza de los grandes actos y desfiles se encuentra un hombre de mármol. El escultor lo concibió como imaginó el héroe a dos venezolanos que amó, a uno como padre, a otro como hermano mayor. En la Plaza de la Revolución, como el Libertador Simón Bolívar, está José Martí «sentado aún en la roca de crear» (OC: 8, 243), vestido «con túnica de apóstol» (OC: 8, 164) al igual que aquel socialista utópico que respondía al nombre de Cecilio Acosta.
Pocas horas antes del comienzo de su primer combate, que le abrió las puertas de la inmortalidad, en una carta inconclusa, confesaba Martí el conocimiento que tenía del monstruo imperialista en sus entrañas, y su elección, como defensa, de la honda de David. ¿Cuál era el proyectil elegido para cargar aquella arma?
Quince años antes, en el Liceo de Guanabacoa, en 1879, había concluido que «bien puede medirse la soberbia altura de la frente de Goliat por el tiempo que en llegar a ella tarde la piedra de David». (OC: 15, 95) al referirse al papel de la crítica como «ejercicio del criterio». Para argumentar: «criticar es amar: y aunque no lo fuera, no está en que iniciemos época favorable a la agitadora y dura crítica: que en las horas de riesgo y de combate cuando las penas de la lucha vienen y tintan el ánimo sereno, cuando no sobre firme tierra sino sobre arena movilísima, fresca a trechos y oscura, descansa el pie agitado, es ley suprema, urgente y salvadora la hermosa ley de amar» (OC: 15, 94). Es decir, la crítica, combata con las ideas o con las armas, tiene que estar inspirada en el amor cuya fórmula triunfante el Maestro definió en 1891: «con todos, para el bien de todos».
En 1883, en el momento en que Martí se aleja de la crítica al socialismo utópico contenida en los Cuentos de hoy y mañana, de Rafael Castro Palomino, en su pensamiento el tiempo adquiere un carácter histórico, una connotación de época: «Se vino abajo el mundo viejo y es natural que se acumulen ahora, piedra a piedra, los materiales que han de reemplazarlo. Los hombres se dan en esto una prisa gloriosa (…) sucede que no alcanzan los hombres aún más que a presentar y bosquejar confusamente, en consecuencia de lo que tienen conocido, el resplandeciente mundo nuevo. Tras las épocas de fe vienen las de crítica» (OC: 22, 201-202). La sabiduría martiana nos indica que en las épocas de fe no puede faltar la crítica, como en las de crítica no puede faltar la fe, así se garantiza el poder ético del amor.
En la época del surgimiento del capitalismo de los monopolios se acuñaba la frase «el tiempo es oro». Frente a esta perspectiva mercantilista Martí dota al mismo de una alta carga humanística. El dinero es incomparable con el tiempo, puesto que el primero puede perderse y después recuperarse, el segundo no. Del Apóstol recibimos la lección que, valorizando el tiempo se intensifica la vida, que vivir con intensidad no significa extenuarse en el sacrificio ni refinarse en el conocimiento, sino realizar un equilibrio entre el empleo útil de todas las aptitudes y la satisfacción auténtica de todas las inclinaciones. El hombre virtuoso lucha siempre, por hábito, sin esfuerzo: descansa de hacer, pensando; descansa de pensar, haciendo, no en vano Martí afirmaba que hacer es la mejor manera de decir; y que decir es hacer, si se dice a tiempo. La vida de una sola persona es mucho más breve que la vida de todo un pueblo, pero en ambas esferas perder el tiempo es dejar de vivir, por lo que el mérito de más alto valor radica en el contenido que un hombre o un pueblo, le otorga al provecho de cada hora, de cada día, de cada año, para ensanchar su experiencia, servir a sus ideales y hacer lo que determinen las circunstancias, sin divorciarse de ellas, trocando lo adverso en útil en provecho del bien mayor humano. Los hombres egoístas no tienen tiempo para hacer en aras de los demás, los hombres generosos laboran durante toda la vida para lograr la felicidad de sí mismos y del prójimo. Aprovechando el tiempo en cantidad se multiplica en calidad: con la dicha de vivir se aprende que las virtudes son más fáciles que los defectos. Toda actividad humana debe tener un propósito moral: no hacer algo sin saber para qué, ni empezar obra sin estar decidido a concluirla.
Mucho después de la batalla de Dos Ríos, en una fría madrugada de enero de 1964, asediado por el asma, rodeado de libros, un comandante enfundado en su uniforme verde olivo aguardaba por una visita en su oficina de trabajo. Sobre su cabeza, en la pared, un retrato de su amigo Camilo Cienfuegos; protegidas por el cristal de la mesa, muy cerca de su corazón, las fotografías de sus hijos; a derecha e izquierda, en mapa y en números, la marcha de la industrialización del país. Insomne vigilaba afuera la imagen del Apóstol. Llegaron los visitantes con un obsequio, una bandera donde se erigía sobre campos rojo y azul una estrella solitaria, amarilla, de cinco puntas: era la insignia del Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur. La conversación fue muy fluida con la ayuda, como intérprete, de un joven vietnamita que iniciaba estudios en la Universidad de La Habana. Ernesto Guevara preguntó a sus interlocutores sobre el factor estratégico principal con que contaban para vencer la agresión del Gobierno más poderoso del mundo. ¡El tiempo! le respondieron de manera sencilla y natural aquellos guerrilleros que nunca habían leído a Martí, sin embargo, su respuesta parecía que salía de las páginas de La Edad de Oro. Se puede entender entonces por qué el Mensaje a la Tricontinental fuera encabezado por el Che con una frase del héroe cubano: «es la hora de los hornos, en que no se ha de ver más que la luz». (OC: 1, 275).
Crear dos, tres, muchos Vietnam era como crear dos, tres, muchas Cuba, es decir, crear muchos David.
La Revolución Cubana ha demostrado que el imperialismo puede ser vencido utilizando el tiempo como arma. Concibiéndolo no solo en cantidad, como suma de días, meses y años, sino primordialmente en calidad humanística como regulación y como equilibrio en las esferas de la política y la moral. Se puede reducir la estatura gigantesca del imperio cuando en cada momento se hace lo que precisan hacer las circunstancias, sin abandonar jamás los principios, pues como enseñaba Martí «a fuerza de igualdad en el mérito, hay que hacer desaparecer la desigualdad en el tamaño. Adular al fuerte y empequeñecérsele es el modo certero de merecer la punta de su pie más que la palma de su mano».
El rostro de acero de un hombre observa la plaza de los grandes actos y desfiles. Sobre su frente irradia luz una estrella. En diálogo permanente se encuentra el heroico guerrillero con el primer antiimperialista de la historia del mundo. Su rápida caligrafía de médico recuerda allí la frase de despedida de una famosa carta. Para refundarlos hay que buscar reales sinónimos. Hoy la esperanza nos dará la victoria: Hasta la esperanza siempre.
Nota: Las citas de José Martí están referidas a sus Obras Completas, el primer número del paréntesis corresponde al tomo y el segundo a la paginación.
* Profesor. Asesor de la Oficina del Programa Martiano. Miembro del Consejo Científico del Centro de Estudios Martianos.