Al final de todos los caminos nuestros, de todas las esquinas que se doblan, de todos los sueños, obsesiones, desesperos y alumbramientos, esperamos el mejor de los horizontes: un gesto enamorado. Autor: Kaloian Santos Cabrera Publicado: 21/09/2017 | 04:54 pm
Al final de todos los caminos nuestros, de todas las esquinas que se doblan, de todos los sueños, obsesiones, desesperos y alumbramientos, esperamos el mejor de los horizontes: un gesto enamorado.
Caminamos mucho, intensamente; nos vamos desenredando la maraña del error para habitar una perfección que no se deja ver y solo aflora en instantes, como relámpago, como estampa instantánea donde advertimos que la vida es el suceso enorme, cuya clave salvadora seguirá siendo, hasta el final de los días, amar.
Desde hace mucho lo había sospechado: que en los gestos leves están guardadas, como gotas de aceite, las verdades de la existencia.
Eso quiere decir que no son nimiedades, sino grandes desenlaces, el roce de una mano infantil sobre la nuestra; o la mirada húmeda de alguien que prefiere no tocar con la palabra; o el beso tibio; o la sonrisa con la cual un padre, un amigo o un amante nos absuelven de todo; o el abrazo; o el espacio vacío que alguien ha dejado al moverse para que nosotros nos sintamos más cómodos; o el pedazo de pan que alguien desgaja y extiende en su mano temblorosa; incluso el lomo de un animalito que se arquea para que dediquemos algo de nuestro tiempo y paciencia a acariciarle.
Al final, como nos susurra nuestro adorable cronopio Julio Cortázar, a quien sentimos tan cerca que nuestros tiempos se confunden, la meta es la belleza del pez, del pájaro, «de una respuesta con fragancia de helechos mojados, pelo crespo de un niño, hocico de cachorro o simplemente un sentimiento de reunión, de amigos en torno al fuego, de un tango que sin énfasis resume la suma de los actos, la pobre hermosa saga de ser hombre». Sí; es lo que él dice: «No hay discurso del método, hermano, todos los mapas mienten salvo el del corazón».