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Medio siglo del Cristo de La Habana

Resulta imposible no sobrecogerse ante la majestuosidad de esa obra considerada la mayor escultura al aire libre salida de las manos de una mujer

Autor:

Mario Cremata Ferrán

A la entrada del puerto capitalino, en el extremo izquierdo, y a unos 50 metros sobre el nivel del mar, se yergue el Cristo de La Habana. Resulta imposible no sobrecogerse ante la majestuosidad de una obra que, por sus dimensiones, es considerada la mayor escultura al aire libre salida de las manos de una mujer.

El tono o la coloración blanquecina de la figura, que a la sombra luce opaca, pero cuando el sol la ilumina la refracción parece cegar a los curiosos, es típica del mármol blanco de Carrara.

A diferencia de sus similares en Río de Janeiro, Brasil; Lubango, Angola, y Lisboa, Portugal, nuestro Cristo no tiene los brazos extendidos. Y no es que deliberadamente su autora rechazara imprimirle una pose de recibimiento y de abrazo cálido. En verdad ella prefirió que recibiera al visitante con la fuerza de la mirada, y con la mano en el corazón.

Existe la creencia, vox pópuli, de que Lilia Jilma Madera Valiente (San Cristóbal, Pinar del Río, 17 de septiembre de 1915-La Habana, 21 de febrero de 2000), más que en su prototipo de hombre, se inspiró en aquel con quien estuvo ligada sentimentalmente y que dejó una huella.

De ser cierto, jamás lo sabremos, porque según parece ella no dejó por escrito referencia alguna a este particular, aunque sí se ha dicho que lo admitió verbalmente.

Lo que ha quedado es esta confesión suya: «Seguí mis principios y traté de lograr una estatua llena de vigor y firmeza humana. Al rostro le imprimí serenidad y entereza como para dar alguien que tiene la certidumbre de sus ideas; no lo vi como un angelito entre nubes, sino con los pies firmes en la tierra».

Gestación de un boceto

A principios de 1956 se lanzó la convocatoria al concurso El Cristo de La Habana, y en la capital se creó un Patronato con el propósito de recaudar fondos para sufragar la ejecución del proyecto que resultara ganador. La entonces Primera Dama, Martha Fernández Miranda, encabezó la colecta que finalmente pudo reunir 200 000 pesos.

La joven Jilma Madera presentó su boceto al certamen y, sin esperarlo, triunfó. Entonces vendrían largas discusiones sobre la altura que debía tener la figura: «Pretendían hacerlo de 35 metros de alto», explicó una vez la artista; es decir, tres más que el Cristo Redentor, de Río de Janeiro, Brasil, emplazado en la cima del Corcovado, que tiene 710 metros de altura. «A ello me opuse abiertamente, a pesar de que iba en detrimento de mis honorarios porque, desde el punto de vista artístico, habría sido un desastre si tenemos en cuenta la poca elevación de la colina de La Cabaña. Por último, luego de varios debates, fue aceptada mi propuesta de 20 metros de alto».

Su modelo en yeso, de tres metros, estaba bien proporcionado para poder agrandarlo oportunamente y llevarlo a las dimensiones definitivas.

Jilma debió marchar a Italia, donde permaneció cerca de dos años, para atender cada detalle del proceso de construcción. Para conformar la inmensa figura de mármol blanco de Carrara, formada por 12 estratos horizontales con 67 piezas que se imbrican en el interior, se requirieron 600 toneladas de este material. Una vez concluido, su peso se calculó en unas 320 toneladas.

Bastó un año de trabajo intensivo, en el que ella debió dirigir a los obreros «técnica y artísticamente», para que la obra quedara terminada.

Después de que recibiera la bendición del Papa Pío XII, comenzó la travesía. El barco que condujo las piezas, debidamente ordenadas y acomodadas, zarpó del puerto de Marina, en Carrara, a mediados de 1958. El montaje se inició a principios de septiembre, y para ello se necesitó la fuerza de trabajo de 17 hombres, auxiliados por una grúa.

«La estatua se montó sobre una base de tres metros de profundidad, en cuyo centro se le construyó una armazón de cabillas que van afinando en el torso, donde se le insertó una viga de acero que llega hasta la cabeza. Cada fracción de mármol fue atada con tensores de acero a la estructura central, y luego, a ese espacio vacío, se le echó concreto tras haber sido chequeado el nivel y ajuste de cada estrato horizontal (...) En el interior de la base deposité periódicos de la época y una pequeña cantidad de monedas de oro», refirió Jilma años atrás.

Una anécdota curiosa

El periodista Juan Emilio Friguls estuvo, de cierta manera, vinculado al proceso de emplazamiento de la escultura, en las últimas semanas de 1958. Como católico, «vocero» de la Iglesia, y en su condición de redactor de la página religiosa del Diario de la Marina, tres veces recibió la encomienda de visitar las obras en la Loma de Casablanca.

José Ignacio (Pepinillo) Rivero Hernández, quien a la muerte de su padre, Pepín, en 1944, heredó la dirección del periódico y todavía vive en Estados Unidos, no quería perder ningún detalle de este particular, y por tal motivo la Iglesia y la cúpula gubernamental lo mantuvieron al tanto de cada movimiento.

Así fue que una mañana Friguls atendió la llamada telefónica que le informaba de la visita que realizaría el presidente Fulgencio Batista para ultimar él mismo los preparativos de la inauguración del monumento.

Esa vez, no obstante, el aviso no vino de la dirección del Diario, sino por comunicación del Cardenal Manuel Arteaga Betancourt, a quien el dictador había solicitado su presencia durante el recorrido.

El envejecido purpurado se sentía presionado a asistir, y le pidió a Juan Emilio que se sirviera acompañarle. Lo que allí sucedió se lo contó Friguls en 2004 a quien esto escribe:

«Su Eminencia se ofreció a recogerme, y junto a él y otras autoridades eclesiásticas me dirigí al lugar señalado. Batista y su comitiva llegaron casi al mismo tiempo que nosotros. Apareció escoltado por un grupo de figuras cercanas al régimen, sobre todo oficiales, y para mi sorpresa, Martha, su esposa, no lo acompañó.

«Se le veía radiante aquel día, y la primera determinación que tomó fue que se buscara lo más rápido posible a una buena cantidad de niños de los alrededores, al parecer para que hicieran “bulto” ante la cámara», rememoró con suspicacia el recientemente fallecido Decano del periodismo cubano.

Un incidente registrado esa vez, que quizá pudiera resultar intrascendente, devela rasgos del carácter de Jilma Madera que le permitieron «neutralizar» los ímpetus de Batista, en actitud que reconocemos de verdadera ofensa a la artista.

Pero dejemos que sea nuevamente el testigo de los hechos quien narre lo acontecido:

«Al pie del Cristo, aún resguardado por una empalizada, justo al lado de la base recién fundida, aguardaba Jilma, la escultora. Ella nos ofreció un bosquejo de las labores casi terminadas, detallando el número de piezas y las dimensiones que alcanzaba el Jesús de mármol.

«Todo marchaba sin contratiempos hasta que Batista se percató de que las bóvedas de los ojos de la figura estaban vacías. El que antes se mostró complacido, ahora interrumpía excitado a la autora: “Le diré que me parece perfecto, excepto por un detalle, que se convierte en error imperdonable para cualquier artista de ley; ha olvidado usted rellenarle los ojos. Con ese defecto, tal parece que esta estatua nacerá muerta”.

Y añade Friguls: «Imperturbable y valiente, Jilma le contestó: Discúlpeme, pero se equivoca usted, señor presidente. Es una verdadera lástima que no comprendiera que lo concebí así desde que lo tenía en mi cabeza. Si se separa y lo admira unos metros más allá, es seguro que no se habría inquietado por algo tan simple. Solo dejándole los ojos “vacíos”, como usted dice, mi Cristo dará a quien lo contemple desde una distancia prudencial, la sensación de que él también lo mira».

Entonces Batista, a quien no le gustaba perder, apuntó: «Cierto, ya había pensado en eso...», y sonrió maliciosamente.

«El primer milagro»

Aunque existen divergencias a la hora de fijar el día de la inauguración (algunos aseguran que fue el 24 de diciembre) todo indica que esta tuvo lugar el Día de Navidad de 1958, o sea, el 25 de diciembre.

Sobre el acto oficial resulta valioso el aporte de Don Fernando Ortiz, nuestro brillante etnólogo, ensayista e investigador, en relato no exento de su peculiar cubanía: «Esa monumental obra fue inaugurada por un gobierno impopular entre los fragores de una guerra civil... Fue con gran pompa y autoridades militares y civiles, bendiciones de cardenales y séquito de clerencia; y legiones de inciviles diablitos gozando de aquel espectacular sarcasmo. El pueblo, incrédulo, no asistió a la ceremonia».

Y agrega Ortiz que «muy pocos días después, en el albor del nuevo año, se pensó si aquella hierática imagen había realizado ya un milagro», en alusión a que, solo una semana después, triunfaba la Revolución.

Es curioso que a la hora de colocar la obra en la loma de Casablanca, no se le instalase un pararrayos, puesto que su tamaño, y la armazón ferrosa del centro, hacían de la figura un punto extremadamente vulnerable.

A su regreso de Italia, Jilma trajo consigo un bloque adicional de mármol, por si algún día hacía falta, lo que en efecto sucedió poco después. Ella misma contó cómo una noche del año 1961, mientras veía el noticiero de televisión, le subió tanto la presión arterial hasta casi provocarle un infarto. La voz del locutor advirtió que, como consecuencia de las prolongadas tormentas eléctricas de esa tarde, un rayo había impactado y perforado la cabeza del Cristo.

Esa madrugada no pegó un ojo. Salió temprano rumbo al sitio, donde pudo ver el boquete en la pieza número 67, exactamente en la parte posterior de la cabeza. Acto seguido se fue a la tienda La Época, donde adquirió la cantidad de vinyl que necesitaba para hacer un gorro que cubriera la escultura hasta el cuello.

Los bomberos de la calle Corrales le facilitaron un carro con escalera alta, y ella misma subió y reconstruyó el segmento dañado, temiendo que la lluvia penetrara y oxidara la armazón interior de hierro. Aunque trabajó con premura, la reparación tardó unos cinco meses.

Al año siguiente, una segunda descarga estremeció nuevamente la cabeza, y luego, en 1986, sobrevino la tercera. Para entonces, ya Jilma no podía repararlo con sus manos, y comenzó las gestiones. Pudo dialogar con Fidel, y este encargó a la Empresa de Monumentos de la capital la reparación inmediata, con la ubicación, ¡al fin!, de un pararrayos.

Lo cierto es que pese a todos los contratiempos, el Cristo ha tenido mucha suerte. Al estar tan expuesto se convierte en blanco fácil no solo de las tormentas eléctricas, sino también del embate de fuertes vientos en época de huracanes e, incluso, de deslizamientos de tierra en los alrededores, cuando el terreno se satura y persisten los aguaceros.

Quiso el destino que las dos obras más significativas de Jilma Madera fuesen emplazadas en dos cimas muy importantes, ora por su altitud, ora por su estratégica ubicación: el busto de Martí, en el Pico Turquino, y el Cristo, en la loma de Casablanca.

Sus trabajos convencen, además de por la suave elegancia y la estilización casi perfecta de las figuras, porque ella supo implantar un estilo propio, inconfundible, y eso quizá se deba a que no solo no desestimó, sino que jamás abandonó la experimentación.

La rutina, lo estrictamente considerado como válido, y los métodos arcaicos, tuvieron en ella al peor enemigo.

Lo mismo in situ, que desde la lejanía —porque su ubicación permite divisarla desde varios puntos de la ciudad—, infinidad de personas, cubanos y extranjeros, creyentes y no creyentes, admiran a una de las piezas más importantes del extenso y variado repertorio escultórico-monumental cubano, que arriba a su primer medio siglo de existencia.

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