Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Miguel Hernández: arado en el pecho y la memoria

Autor:

José Aurelio Paz

Para recordar el natalicio de este poeta español, JR dialoga con dos campesinos cubanos que «han sido y son niños yunteros»

EL boyero suelta su voz. Es un relámpago que alumbra y mata. Su voz es imperativo látigo y caricia, cuando, conminando a las bestias a hacer su faena, a abrirle el corazón a la tierra para entregarle la simiente, grita o canta, canta o grita: «¡Grano de Oooro! ¡Piedra Fiiinaaa...!». Y los bueyes sienten la inexplicable sensación de ese agridulce temblor sobre su piel, donde coinciden el gusto, el dolor y la obediencia.

Así mismo, como sus yuntas, son los campesinos Pablo Díaz y Volpino Rodríguez, no por mansos, sumisos y brutos, sino porque la vida les ha unido en la tierra y el verso para hacerles compartir la misma savia del poeta de Orihuela. Solo que con más suerte que Miguel Hernández. Ellos han podido envejecer como niños yunteros y orfebres del octosílabo con el cual tejen sus décimas.

El caserío adonde fui a buscarlos, y los encontré, tiene el nombre de esa fruta tan cubana: tamarindo, y el municipio, en la provincia de Ciego de Ávila, se apoda como la ilustre tierra de Dante Alighieri y del David, de Miguel Ángel: Florencia. Montañas, mucho verde. Vegas de tabaco.

Nos convocaba la poesía. Nos convocaba el cumpleaños 98 del autor de El niño yuntero. Por eso nos fuimos al campo y, junto al arado, nació esta conversación. Les pedí, a cada uno, que enyuntara su buey preferido. De manera que nos acompañaron en el surco: Forastero, una bestia como un rompecabezas de pintas, y Campo Verde que, desconfiado, me miraba mientras una lágrima de sudor le corría bajo el bozal.

¿Quién fue Miguel y quiénes son ellos?

A estos campesinos la vida les ha unido en la tierra y el verso para hacerles compartir la misma savia del poeta de Orihuela. Una encuesta podría definir que pocos desconocen al poeta levantino, considerado una de las figuras cimeras de la lírica española por el apego a su origen y su fidelidad a la lucha contra el franquismo. Su poesía, además de poblar cuanta biblioteca existe, fue esa escarcha de la cebolla con que el poeta de la guitarra Joan Manuel Serrat amamantó a generaciones de cubanos.

«Miguel no solo luchaba por un cambio social en España —comienza a decir Volpino—, quería una transformación más profunda para que no hubiera más pobreza en el mundo, ni niños trabajando la tierra tempranamente. Su mejor arado fue la ética del poeta en función de la justicia».

«Miguel fue un aerolito que pasó y cayó, pero nos dejó su luz —agrega Pablo—. ¡Qué muerte más injusta! ¡Qué vida tan tremenda! Yo creo que ni Lorca ni Machado lograron la síntesis de ese espíritu de la poesía de la tierra, apegada a una actitud ciudadana de compromiso».

Quien les oyera hablar, sin conocerlos, pensaría que se trata de un diálogo entre catedráticos. Pero el verbo les brota como sementera propia, esa natural del campesino que germina entre el arado y la décima.

Digo que son una yunta de afectos. «Nos llevamos solo nueve meses de edad —comenta Volpino a punto de cumplir los 82—. Yo le digo a Pablo que el día que él nació los viejos me engendraron a mí». Los padres de ambos vinieron desde la isla de La Palma, en Gran Canaria, por diferentes vías, en busca de «El Dorado» agrícola suyo: «Papi cantaba unas coplas de un poeta canario que decían: “A la mar me fui por naranjas/ cosa que la mar no tiene/ metí la mano en el agua/ la esperanza me mantiene...”». Coincidencia, también, que cada uno forma parte de una prole de nueve hermanos. Ambos sufrieron, desde pequeños, el yugo de tener que dejar la escuela, por las estrecheces económicas familiares, para ser niños yunteros. Como crecieron en zona de parranda y canturía, les unieron, desde el primer día, la décima y las mujeres, «valga la redundancia»; mas la poesía, ese algo más profundo e inasible, es lo que lo mantiene enyuntados hasta hoy. Son de los poquísimos campesinos miembros de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), que mantienen su oído pegado al surco para que les dicte el verso.

El encuentro con Miguel

Cuenta Pablo: «Yo le digo a todo el mundo que Miguel escribió El niño yuntero por mí. Su poema, que conocí de adulto, era una fotografía de mi niñez. Cuando comencé en la escuela le cogí pánico al maestro. No sé por qué iba de uniforme militar con una pistola al cinto. Luego comencé a tomarle confianza, pero en tercer grado tuve que dejar el aula e irme al campo. Mi padre era un isleño de pocas palabras. Murió cuando tenía yo 16 años. Solo por sus paisanos supe, después, que le dolió profundamente tener que quitar de mis manos el lápiz y poner el arado, momento que retraté, después, en mis versos: “aunque tengo la mirada/ puesta en el campo florido/ para mí no tiene olvido/ aquella infancia pasada/ por mi ventana cerrada/ la miseria penetró/ cuando papá me enseñó/ a manejar la mancera/ y el surco de la ribera/ era más alto que yo...”».

Volpino agrega: «Intimé con el poeta, a través de sus versos, siendo muy joven. Un hermano mío, que se incorporó a las brigadas de solidaridad con la Guerra Civil Española, de las que Pablo de la Torriente Brau fue su principal inspirador, me leía a los líricos españoles, entre ellos a Azorín; pero descubrí al Miguel combatiente con aquel gran poema que fue Los cobardes, donde hizo una mordaz crítica a sus compatriotas que no se sumaban a la defensa de la República. Todavía la piel se me pone de buey cuando recuerdo aquel fragmento en el cual expresó: “¿Dónde iréis que no vayáis/ a la muerte, liebres pálidas/ podencos de poca fe y de demasiadas patas? ¿No os avergüenza mirar/ en tanto lugar de España/ a tanta mujer serena/ bajo tantas amenazas?/ Un tiro por cada diente/ vuestra existencia reclama/ cobardes de piel cobarde/ y de corazón de caña”».

Yunta de niños yunteros

Sin siquiera darse cuenta, por ese espíritu gemelar que les ha acompañado durante todos estos años, ambos llevaban una camisa idéntica la mañana en que nos dimos cita para hablar del poeta y hacer unas fotografías en el campo. La tierra estaba húmeda de rocío y la memoria también...

«La vida del niño campesino no era fácil —afirma Volpino. Descalzo tenía que apartar los terneros. Era una inmensa pradera llena de una matica “reptil” llena de espinas llamada dormidera. Tener zapatos, entonces, era solo un sueño. Mis pies estaban duros como cuero de taburete. La estrechez del pobre hacía que un par de botas pasaran de hermano a hermano cuando ya no “le quedaban” al mayor. De jóvenes, los nueve tuvimos una única camisa. Cada fin de semana la usaba el que le tocaba ir al baile con su novia.

«No nos dolía tanto el arado, porque amábamos la tierra. Era la imposibilidad de crecer, como cualquier niño, atado a un aula. Llegué solo a cuarto grado. Luego, con la Revolución, alcancé el noveno. Pero me hubiese gustado estudiar mucho, sobre todo la literatura».

Pablo se levanta el pico del sombrero con el dedo, gesto muy propio del guajiro, y suelta sus visiones: «Aprendí a ordeñar vacas con mi padre cuando aún mis manos no alcanzaban a abarcar la ubre. Del golpe del arado me cuidaba como el diablo de la cruz. Sacar un surco era una proeza. Me sentía un hombrecito. Mientras rompía la tierra no dejaba de soñar... No solo detrás del arado se corren peligros. También delante de los mansos como narigonero. Te caes y pueden pasarte por encima o darte una cornada traicionera».

Postal canaria

«Mi padre regresó a Canarias. Mi madre nunca —afirma, con dolor, Volpino—. Ambos llegaron a Cuba cargando en su morral el drama del exiliado. De hecho crecimos entre las canciones de su tierra, sus comidas y fiestas. Cuando hubo la posibilidad de que la vieja fuera se hicieron los preparativos. Yo iría con ella. Casi a punto de embarcarnos, porque la travesía se hacía por mar y duraba semanas, llegó la noticia. Mi abuela había muerto y mi madre dijo: “¡Ya no hace falta! ¡Nada tengo que ir a buscar!”. Pero este hombre que soy fue, luego, en el 2000, y temblé al pisar la infértil tierra que un día les trajo acá... y no por naranjas, precisamente».

Ofrenda a Miguel

Me digo a mí mismo, como entrevistador, que no puede terminar en morriña el encuentro con mis poetas. Conversamos de viejos tiempos en que nos conocimos en un taller literario, de lo verdecito del campo y de las vegas de tabaco después de las lluvias, de cómo los animales intuyen el peligro cuando un huracán se acerca. Volpino me brinda un vinito casero y Pablo me promete un vaso de leche, acabadita de ordeñar, de su vaca Mariposa. También hablamos de los miles de niños que, en Latinoamérica, sufren hoy la explotación infantil, incluida la prostitución.

«En Cuba ya solo quedamos los niños yunteros de épocas pasadas. Nuestros biznietos están sentados en las aulas, como soñamos nosotros un día, para beberse el futuro con la avidez que heredaron de nuestras propias angustias», afirma Volpino, y Pablo, como completando una cuarteta, agrega: «Aquí el verso se invierte. Nuestros muchachos ahora son más bellos que humillados...».

En la despedida mi mano sucumbe entre las suyas, prensas enormes que el trabajo con el arado hizo encallecer como las del poeta. Marcadas por su mismo sino y ruta espiritual en esas tres heridas comunes: la de la vida, la de la muerte, la del amor. Ahora, frente a mi computadora, leo las décimas que ellos dedicaran a Miguel... y lloro. Juro que no es de pena.

«Miguel Hernández, la muerte/ te sacó de la prisión/ como una liberación/ del cautiverio más fuerte/ “Eco de la mala suerte” (*)/ tu corta vida revela/ y sin extinguir la vela/ hoy seguimos recordando/ al pastor, pastoreando/ sus versos en Orihuela». (Volpino)

«Miguel, desde que la escuela/ te negó su profesor/ ¡cómo ha crecido el pastor/ de cabras en Orihuela!/ Hoy vas dejando una estela/ de luces al porvenir/ y los que saben medir/ la estatura de tu hazaña/ saben que en Cuba y España/ no te dejamos morir». (Pablo)

*Verso de la autoría de Miguel Hernández.

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