A finales de la década del 80 se contaron como seis argollas por esa área, sobre todo por la calle Joaquín de Agüero y su esquina con Simón Reyes», precisa el Historiador de la Ciudad CIEGO DE ÁVILA.— «Ahí, en esa argolla, yo amarré mi bestia», dice el antiguo montero José Navarro González. «Ahí, donde ahora está el Coppelia, se encontraba el bar California. Todo eso se llenaba de caballos».
Así es. En la acera de la heladería de Ciego de Ávila, por el costado de la calle Simón Reyes, casi en la esquina con Independencia, los transeúntes pueden observar la última de las anillas usadas durante 50 años por los jinetes que llegaban al pueblo a comprar sus víveres o cumplir con las urgencias del día.
«A finales de la década del 80 se contaron como seis argollas por esa área, sobre todo por la calle Joaquín de Agüero y su esquina con Simón Reyes», precisa el Historiador de la Ciudad, Ángel Cabrera Sánchez.
Una revisión de la zona demostró que esas ya no existen y que la única sobreviviente es la que se encuentra en la acera del Coppelia, la cual es muy probable que esté a punto de cumplir el siglo de vida, si es que no ha ocurrido ya.
«Si es la única que queda en toda la ciudad, entonces su valor patrimonial es más grande aún; porque ella es la prueba de una forma de vivir y de entender la cotidianidad de Ciego de Ávila», enfatiza Cabrera Sánchez.
De acuerdo con varias personas, ya mayores, el tránsito de jinetes por el centro de la ciudad era algo común. «Este era el pueblo que más caballos tenía. ¡Qué manera de haber bestias por el comercio!», exclama Margot Álvarez Ojea, de 83 años.
Imágenes de la época también lo atestiguan; como las fotos de los grandes mítines electorales organizados por los partidos Conservador y Liberal, en las que todos los simpatizantes están a caballo.
«Hay varios elementos que explican la presencia notable del caballo y de esa argolla dentro de la ciudad, expresa Sánchez Cabrera. Uno es que Ciego de Ávila estaba en el centro de una zona azucarera y de muchas colonias y fincas, por lo que sus habitantes y trabajadores tenían que venir aquí a comprar víveres o instrumentos y materiales para sus labores en el campo».
Durante los años 40 y 50 del pasado siglo, José Navarro González era carretero de las colonias El Amparo y La Carmita, que existieron en territorio del actual municipio de Venezuela. Cuenta que en el trasiego de jinetes era cotidiano observar a un hombre con varias perchas sobre el lomo de su animal.
«Llegaban, amarraban la bestia a una argolla o al poste de la luz; se colgaban las perchas al hombro y entraban a las bodegas a comprar los mandados —recuerda—. Por ahí por Simón Reyes había unas cuantas argollas. Por las cuadras de enfrente, por Independencia, donde está el Banco Núñez (hoy Banco de Crédito y Comercio), también había argollas».
Otro elemento que respaldaba la presencia del caballo era que solo las calles del centro comercial se encontraban pavimentadas, lo cual se inició pocos años después de concluida la Primera Guerra Mundial. El resto de las vías de la ciudad estuvieron trazadas, pero sin asfalto, hasta el triunfo de la Revolución.
Sin embargo, la clave está en otro punto: el automóvil. Hasta la década del 40, la presencia de autos y camiones era algo exótico. Luego el número de vehículos automotores creció y las autoridades comenzaron a regular la presencia de los caballos en la ciudad.
Así, a pesar de la persistencia de la costumbre, la suerte estaba echada y la popularización del automóvil se encargó de desplazar, por sí sola, al medio de transporte que se había enseñoreado del paisaje del pueblo desde los tiempos de la colonia.
A principios de los 60 del pasado siglo, una medida dio el último toque: el paso de hombres a caballo dentro de la ciudad quedaba prohibido. No era el único final. El destino de las argollas también había concluido.