Nuevas generaciones de maestros rindieron tributo a Manuel Ascunce y a sus padres. Foto: Franklin Reyes El sol se escurría entre las montañas del Escambray espirituano. En la humilde vivienda del campesino Pedro Lantigua, la voz de Manolito traspasaba las paredes hasta mezclarse con el viento, en un viaje que intentaba diseminar el saber. Pero ese susurro no pudo llegar a las almas ignorantes de quienes lo mataron, y el odio destrozó la inocencia de sus 16 años.
Apenas comenzaba a despuntar la luz de una vida y lo separaron de sus padres. Pero el tiempo ha hecho justicia. Los restos de Evelia Domenech y Manuel Ascunce se unieron a los de su hijo, el más joven de los alfabetizadores asesinados por bandas contrarrevolucionarias. Ahora descansan en un osario común en la necrópolis de Colón.
El Maestro murió cuando el día llegaba a su ocaso, y ayer se celebraron 63 años de su natalicio, con el despuntar del alba. En los labios de los futuros educadores hubo sonrisas, pues por fin, lo que la maldad humana apagó, ahora vuelve, multiplicado, a dar luz. Es que no asistimos al recuerdo de tres muertes, sino a la utilidad perdurable de tres vidas.