LAS TUNAS.— A juzgar por lo que afirman los especialistas, para que una simple colina alcance 50 metros de altura es necesario que cientos de almanaques agoten sus hojas. Entonces, ¿qué edad aproximada tendrá nuestra Loma de Dumañuecos, con sus modestos 129 metros de elevación?
Nadie se aventura a calcularla con exactitud. Ni siquiera los habitantes más viejos de la comarca, quienes aseguran haberla visto tal cual está hoy —pelada y decrépita— desde que vestían pantalones bombachos a principios del siglo pasado.
De la Loma de Dumañuecos se cuentan mil historias. Algunas se relacionan con la superstición, y hablan de un hombre-lobo que tenía su guarida en su cima y que solía bajar de vez en vez al poblado para asustar a la gente con sus aullidos y sus depredaciones. Otras se refieren a un cuantioso tesoro enterrado en sus faldas por cierto acaudalado comerciante de la zona, el cual jamás ha podido ser encontrado.
El nombre de la loma tiene reminiscencias aborígenes, lo que hace presumir que su existencia data de centurias, cuando la región estaba habitada por los primeros pobladores del archipiélago. También se conocen desde hace mucho sus enormes reservas de caolín, explotadas en la zona con diferentes propósitos desde hace más de un siglo.
Quien corone la Loma de Dumañuecos podrá apreciar allá arriba, empotrada en una roca, una tarja del Instituto de Geodesia y Cartografía de Cuba que certifica su inclusión en los mapas de la Mayor de Las Antillas. También decenas de inscripciones con nombres de organismos y de personas que han celebrado actividades de todo tipo en su cumbre, como una manera de poner humildemente a prueba la voluntad de conquistarla.
Pequeña en estatura, pero grande en significado, la Loma de Dumañuecos es nuestro monte Everest y hasta nuestra cordillera de Los Andes. Continuará por un buen tiempo junto a nosotros como símbolo de una geografía que le agradece su estatura.