La tecla del duende
Cada vez que lo recrean, los grandes escritores elevan el amor. Así hizo el inmenso portugués José Saramago. Guardemos estas líneas de su Historia del cerco de Lisboa.
María Sara dejó la hoja en la mesa, se acercó a él y lo abrazó (…). Estaban uno en brazos del otro, pero no se besaban aún, se miraban y sonreían mucho (…), y el beso empezó, tan diferente de aquel que aquí se habían dado ayer, (…) nadie sabe lo que el beso es verdaderamente, tal vez la devoración imposible, tal vez una comunión demoníaca, tal vez el principio de la muerte. No fue Raimundo Silva quien condujo a María Sara a la cama, ni ella hacia allí lo empujó suavemente como distraída, allí se hallaron, sentados primero en el borde, arrugando la colcha blanca, después él la echó hacia atrás y continuaron besándose, ella le rodeaba la nuca con los brazos, el brazo derecho de él servía de apoyo a la cabeza de ella, pero el izquierdo parecía vacilar, sin saber qué hacer, o sabiéndolo y no atreviéndose, como si un final e invisible muro se hubiera interpuesto en el último segundo, lo guió finalmente la sabia mano, tocó la cintura de María Sara, descendió hasta la cadera y fue a posarse, casi sin presión, en las redondeces del muslo, para subir después, lentamente, cuerpo arriba, hasta el pecho, (…) la sensación fue rapidísima y en el mismo instante diluida por la consciencia tumultuosa de que bajo la mano banal del hombre estaba el prodigio de un seno. Aturdido por el contacto, Raimundo Silva levantó la cabeza, quería mirar, ver, saber, tener la certidumbre de que era su propia mano la que allí estaba, ahora sí, el muro invisible se desmoronaba, más allá de él quedaba la ciudad del cuerpo, calles y plazas, sombras, claridades, un cantar que viene de no se sabe dónde, las infinitas ventanas, la peregrinación interminable. María Sara colocó su mano sobre la de Raimundo Silva, y él la besó muchas veces, hasta que ella la retiró, llevando la de él consigo, y el seno erguido, aún cubierto, se ofreció a los besos. Fue ella quien, sin prisas, disfrutando con su propio movimiento, se desabotonó la blusa y la abrió, sobre el encaje blanco del sujetador la piel era un encaje mate, y rosado el pezón, Dios mío, entonces la mano de Raimundo Silva volvió, dulce, violenta, y con un solo gesto resuelto hizo salir el seno, elástico y denso. María Sara gimió (...), se estremeció todo su cuerpo, y luego más profundamente porque la mano de Raimundo Silva se había posado sobre su vientre, inesperadamente, para, sin sorpresa, llegar hasta el pubis, donde se crispó y forzó, invasora.(...) las bocas se tocaron y el beso se convirtió en un devorarse de labios y de lenguas (…), entonces empezaron a oírse palabras, sueltas, jadeantes, amor mío, te quiero, cómo fue posible, no lo sé, tenía que ser, abrázame, te deseo, ese antiquísimo murmullo que, con estas u otras palabras, más dulces aún, o crudas, o toscas, o brutales, persigue, desde la noche de los tiempos, séanos permitida la expresión una vez más, lo inefable.
Domingo, 10:00 a.m. Galería Oscar F. Morera.