Lecturas
Hacían sonar sus sirenas los barcos surtos en puerto y repicaban las campanas de las iglesias. Los automovilistas provocaban con los cláxones de sus vehículos un sonido sin fin y la gente se agolpaba a lo largo de las calles por donde pasaría la Caravana de la Libertad. Todos querían ver a Fidel. Hombres y mujeres reían y lloraban y se abrazaban aun sin conocerse; la bandera cubana se confundía con la enseña rojinegra del Movimiento 26 de Julio. Los que fuimos testigos de ese momento, no lo olvidaremos jamás. La ciudad vibraba de júbilo. Era el 8 de enero de 1959. El Comandante en Jefe entraba en La Habana y la alegría no tenía límites. Por primera vez en la historia la frase «año nuevo, vida nueva» empezaba a ser una realidad para los cubanos.
La Habana vivió una semana de espera apasionada. Desde el 2 de enero careció de día y hora fijos la entrada de Fidel a la capital. Parecía que su arribo ocurriría en cualquier momento y las agencias de prensa contribuían no poco a la confusión, pues las noticias que transmitían lo daban indistintamente a bordo de un avión que haría inminente su llegada, o, al frente de la Caravana de la Libertad, lo situaban a las puertas mismas de la ciudad. El héroe de la Sierra Maestra, que había sido capaz de derrotar a las fuerzas armadas de la tiranía, quedaba ahora, en su avance desde Santiago de Cuba hacía el Occidente de la Isla, prisionero de un mar de pueblo que quería demostrarle su cariño.
Se rompían los horarios. No valían las rutas trazadas. Apenas podían hacerse predicciones. En la ciudad de Bayamo, donde estuvo el puesto de mando contra la guerrilla, dos mil soldados y oficiales de la tropa derrotada se sumaban a las huestes de la victoria. Hitos obligados del recorrido eran las capitales de provincia a lo largo de la Carretera Central. En dos ocasiones, sin embargo, Fidel insistió en salirse de esa vía. En Las Villas puso rumbo al sur a fin de saludar al pueblo de Cienfuegos, escenario del alzamiento del 5 de septiembre de 1957; en Matanzas buscaba el norte y en el cementerio de la ciudad de Cárdenas depositaba una ofrenda floral en la tumba del líder estudiantil José Antonio Echeverría, muerto cuando los sucesos del asalto al Palacio Presidencial. En Camagüey, Santa Clara, Catalina de Güines, San José de las Lajas… el cálido abrazo popular atascaba el avance rebelde. Ciudades y poblados reclamaban el derecho de ver y escuchar al jefe de la Revolución.
En sus discursos, Fidel apenas aludía al pasado, a los años de lucha que empezaban a quedar atrás. Sino que, montado en la cresta palpitante de los acontecimientos, se proyectaba hacia el futuro y prevenía contra un optimismo fácil. La guerra, ciertamente, había acabado, aseveraba, pero empezaba la Revolución y un difícil camino de progreso y reformas se abría para el país. El destino de la patria no podía ser escamoteado nuevamente, advertía. En cada encuentro con el pueblo, el Comandante en Jefe echaba las bases de la nueva organización administrativa y llamaba a asumir las tareas con sentido de la responsabilidad. A la caída de la tiranía, había llamado a la huelga general revolucionaria a fin de dar al traste con las pretensiones de continuar el batistato sin Batista. Llegaba la hora de retornar al trabajo, de que los comercios reabrieran sus puertas, de que el país se normalizara.
Llegó así el 8 de enero. El Cotorro, a unos 30 minutos del centro de la ciudad, depara a Fidel una sorpresa enorme. Allí está su hijo Fidelito vestido de verde olivo, y el comandante Juan Almeida lo alza hasta el vehículo militar en que viaja el Comandante en Jefe para que padre e hijo se fundan en un abrazo.
En un automóvil va Fidel desde El Cotorro hasta la Virgen del Camino. Aborda allí un jeep para internarse en la ciudad. Lo acompaña el comandante Camilo Cienfuegos y en rastras, autos, camiones y vehículos militares de todo tipo lo sigue su tropa. Son jóvenes en su mayoría. Muchachos del campo que nunca antes estuvieron en La Habana y que contemplan rascacielos y avenidas con ojos de asombro y como cohibidos, con una sonrisa tímida esbozada tras las barbas legendarias.
Toma la caravana victoriosa la Avenida del Puerto. Frente al Estado Mayor de la Marina de Guerra permanece fondeado el yate Granma y el jefe de la Revolución ordena un alto y aborda la embarcación. Disparan sus salvas las fragatas Máximo Gómez y José Martí. La caravana se pone de nuevo en movimiento. A la altura de la Avenida de las Misiones dobla a la derecha. Hará una parada frente al Palacio Presidencial para saludar al presidente Manuel Urrutia que, junto a todos sus ministros, lo espera en la puerta de la mansión. Suben a la segunda planta. Desde la terraza norte Fidel saluda a los que se han congregado frente a Palacio. Es una multitud compacta que se extiende desde los bordes mismos del edificio hasta el Malecón y el Castillo de la Punta.
Urrutia lo presenta y Fidel, para comenzar sus palabras, debe esperar que se acallen los clamores de júbilo. Quiere conversar con el pueblo de tú a tú en un diálogo de amigo a amigo, de compañero a compañero. Expresa que el edificio del Palacio nunca le gustó y señala el lienzo de la muralla colonial cercano al inmueble que en cierta ocasión, siendo estudiante, le sirvió de tribuna para denunciar la corrupción oficial.
«Si por el cariño fuera, el lugar donde por motivo de hondo sentimiento yo quisiera vivir, sería el Pico Turquino. Porque frente a la fortaleza de la tiranía opusimos la fortaleza de nuestras montañas invictas», dice e invita al pueblo a que se traslade al campamento de Columbia, sede del Estado Mayor de las fuerzas armadas de la tiranía. «(…) ahora Columbia es del pueblo (…), y nadie le impedirá la entrada y nos reuniremos allí».
Comenta el Comandante en Jefe que alguien, al ver aquella multitud frente a Palacio, comentó que se requeriría de la protección de mil soldados para atravesarla. «(…) y digo que no (…) Voy a demostrar una vez más que conozco al pueblo. Sin que vaya un solado delante voy a pedir al pueblo que abra una fila. Yo voy a atravesar solo por esa fila, junto al Presidente de la República (…) Abran una fila y por ahí marcharemos para que vean que no hace falta un solo soldado para pasar por entre el pueblo».
Salen Fidel y Urrutia a la calle y la multitud, en un gesto espontáneo, se funde en una masa enorme. Avanzan el Comandante y el Presidente, y detrás de ellos vuelve a cerrarse el cuadro.
La Caravana de la Libertad se pone de nuevo en movimiento y avanza hacia la Ciudad Militar de Columbia. Cada vez son más los que siguen al líder rebelde, pues la gente, lejos de conformarse con verlo pasar, se incorpora al impresionante desfile. Los turistas norteamericanos que se alojan en el hotel Habana Hilton destrozan las páginas de los directorios telefónicos y, a la manera de Broadway, hacen caer sobre la caravana los finos pedazos.
Los corresponsales extranjeros acreditados en Cuba no salen de su asombro. Pese a que hay entre ellos profesionales muy avezados, ninguno recuerda haber visto nada similar. El reportero de la Columbia Broadcasting System lo reconoce explícitamente y eso que él presenció la bienvenida a los generales Eisenhower y Mc Arthur al finalizar la II Guerra Mundial, muy inferior en público y en calor humano. Jules Dubois, que le tocó «cubrir» los derrocamientos de Juan Domingo Perón, en Argentina, Gustavo Rojas Pinillas, en Colombia, y Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela, está estupefacto. «Es el espectáculo más extraordinario que he visto en mis 30 años de periodista», expresa.
Comienza Fidel sus palabras. En su hombro izquierdo se posa una paloma blanca. Dice: «El pueblo ganó la guerra (…) y, por tanto, antes que nada está el pueblo».
En medio de una ovación frenética concluye Fidel su discurso. Es ya de madrugada y le piden que se quede a dormir en la que hasta días antes fue la residencia de Batista. No acepta la propuesta y va a descansar al modesto hotel Palacios, en la calle Monserrate, donde solía alojarse en sus días de estudiante universitario.