Lecturas
¿Sabía usted que en 1592, cuando el rey Felipe II concedió a La Habana el título de ciudad, abrían sus puertas en la villa unas 80 tabernas? ¿Que los bares proliferaron en Cuba a partir de 1810? ¿Que los cafés se incrementaron, por esa fecha, con la llegada del hielo a La Habana, y que por esos mismos días un establecimiento como La Fuente de Ricla ponía de moda el refresco de cola? ¿Qué se fabricaron y comercializaron aquí rones con nombres impensables, como Obispo, Faraón y Liborio, y un aguardiente de caña que se llamaba Jaleo?
Estos y otros datos aparecen en el libro Un brindis por mi Habana, cuya segunda edición acaba de aparecer ahora con el sello de Ediciones Cubanas. Su autor, José Rafa Malem, hombre de larga trayectoria profesional y presidente de la Asociación de Cantineros de Cuba, nos adentra en sus páginas en el mundo fascinante de la cantina cubana y exalta la labor de los hombres y mujeres que la trabajan.
Se detiene en los primeros cocteles que se elaboraron en la Isla y los establecimientos que terminaron dando vida a los bares; pasa revista a la producción de rones y distribuidores de bebidas alcohólicas y ofrece un panorama exhaustivo de los bares, cabarés y hoteles habaneros desde los inicios del siglo XIX hasta la ofensiva revolucionaria del 13 de marzo de 1968, cuando, como refirió el escribidor hace un par de años en esta misma página, fueron expropiadas 1 578 bodegas, casi siempre con cantinas; 965 bares en La Habana y 1 377 en la provincia de Oriente, muchos de los cuales, al ser convertidos sus locales en viviendas, quedaron solo en el recuerdo.
Lástima de lo reducido del tamaño de las fotos que acompañan el texto de Rafa Malem. Son excelentes y en muchos casos resultado de una búsqueda acuciosa.
El bar-restaurante Floridita encabeza, por supuesto, el recorrido del autor por los establecimientos de La Habana: no en balde es, en su tipo, uno de los más famosos del mundo. La lista incluye muchos que ya no existen, como La Zaragozana, cerrado en 2009, y el bar-restaurante Francés, en la calle Cuba entre Obispo y Obrapía, donde la cocina y la mesa eran «inmejorables» y razonables los precios, mientras que el Grand París, frente a la Universidad de San Gerónimo, era una de los sitios más importantes de la ciudad.
Aparece en la relación el bar Capitolio Nacional, abierto al público en la propia sede del Parlamento, y los bares Senado y El Dorado, ambos en las inmediaciones del edificio del Congreso... también desparecidos, al igual que el Club Americano, en Prado y Virtudes, que disponía de cuatro bares y estaba dotado de una cancha de tenis de campo, saunas y gimnasio; o el Dinner´Club, en Oficios, 154, que ofrecía a sus visitantes verdaderamente importantes una tarjeta de crédito válida en 70 países, en la que el portador podía cargar sus gastos de hotel, restaurante, night club, flores, regalos y renta de autos.
Entre los establecimientos que todavía subsisten, sin ánimo de mencionarlos todos, la lista incluye el Sloppy Joe´s, el Monserrate, muy popular; el Dos Hermanos, en la Avenida del Puerto esquina a Sol; el bar Lucero, aledaño al Túnel de La Habana, y el Europa, en Obispo y Aguiar, cuya clientela, se decía, era tan numerosa, que un sujeto podía entrar por una puerta y salir por otra sin conseguir asiento por hallarse todos ocupados.
Mención obligada merece El Castillo de Farnés, fundado en 1896, con sus buenos vinos y una variada coctelería. Fidel visitó ese restaurante alguna que otra vez en sus días de estudiante universitario y, tras el triunfo de la Revolución, volvió una noche para cenar en compañía de Raúl y Ernesto Che Guevara.
Detalla Rafa Malem los bares de otros municipios habaneros, algunos de ellos tan exclusivos como El Palacio de Cristal, en la esquina de Consulado y San José, restaurante gourmet de estilo francés, reputado entre los mejores de la ciudad. Y otros populares, como los de la Plaza del Vapor. Menciona además el Palermo Club, en San Miguel y Amistad, considerado el night club más elegante de La Habana.
No quedan fuera, en el Vedado, el bar-restaurante 1830, el bar de El Castillo de Jagua y el desaparecido club Los Violines. Además los bares de El Jardín, la Casa Potín y el restaurante El Carmelo; el de Calzada y D, tenido como el mejor grill room de la ciudad en los años 40 y 50. Fue allí donde Fidel y Celia Sánchez planearon la construcción de El Cochinito, El Conejito y la heladería Coppelia.
Se pasa revista en Un brindis por mi Habana a los bares en casinos, sociedades, clubes nocturnos… A los existentes en sociedades de recreo y deporte, y en hoteles. Hay sitios que no conservan sus nombres originales. La Roca se llamó antes El Colonial. El Conejito fue el bar-cafetería El Liro. El bar-restaurante Sol Palmeras es hoy Los Siete Mares, y el Mocambo Club es hoy Las Bulerías. El Mandarín fue el bar-restaurante
Radio Centro.
Bajo ese rubro coloca Rafa Malem los grandes cocteles cubanos. Son diez los clásicos de la Isla, y el autor adiciona otro: daiquirí, Mary Pickford, Havana special, mojito, Isla de Pinos, presidente, Santiago, saoco, mulata y ron Collins. A ellos suma la canchánchara, un coctel ideado por los mambises en la Guerra de Independencia y que, además del aguardiente, incluye la miel de abejas y el limón entre sus componentes.
Son numerosos los cantineros a los que se recuerda en este libro. En primer término a Constantino Ribailagua, el hombre que según la frase feliz de Ernest Hemingway «inventó el Floridita». Es el Constante de Islas en el golfo, la célebre novela del gran escritor norteamericano. Figuran en el libro con todos los honores Antonio Meilán, Emilio González, alias Maragato, y Fabio Delgado, entre otros muchos.
Sobrino político de Constante, a la muerte de este, Meilán asumió la responsabilidad del Floridita. Formó parte de su historia durante 50 años, pues tenía 13 cuando comenzó a trabajar en el bar. De su mano surgió una generación de cantineros cubanos. Escribe Rafa Malem: «Sus enseñanzas, sus hábitos, la manera de batir la coctelera, el sagrado cumplimiento del deber, el respeto al cliente y el alto grado de responsabilidad son algunas de las cosas más hermosas que heredaron sus continuadores…».
Fabio fue un artista del coctel que creó más de 30 de ellos, con imaginación y sabiduría. Cocteles que forman parte de la historia y la cultura de la Isla. Uno de sus cocteles más conocidos y gustados, el Cuba Bella, lo creó en el bar del cabaré Tropicana. Muy gustadas son asimismo otras de sus creaciones, como Beso, Mar Pacífico y Paloma Blanca.
Maragato es uno de los cantineros cubanos más famosos de la primera mitad del siglo XX. Falleció en La Habana en 1940. Es uno de los mitos de la coctelería mundial. «El prestigio y el rápido reconocimiento del coctel santiaguero entre los bebedores capitalinos se debe a la labor de este gran profesional de la cantina, el más brillante de los ases de la coctelería cubana que, en su bar exclusivo del hotel Plaza lo difundió y lo convirtió en una moda entre aquellos que lo visitaban, los cuales convirtieron a su vez al daiquirí en obligada presencia en los salones de la capital», dice Rafa Malem.
¿Qué más? Muchas otras cosas podrían escribirse. Será acaso en otra oportunidad. Celebremos por lo pronto la publicación de este libro y en estos días de fiesta brindemos por su autor y por La Habana.