Lecturas
Una de las páginas más conmovedoras de las Tradiciones cubanas, de Álvaro de la Iglesia, es la que alude a un pequeño mambí que en los comienzos de la Guerra de los Diez Años es apresado por la columna que manda el sanguinario Blas Villate, Conde de Valmaseda.
Transcurren los meses iniciales de 1869 y Valmaseda, con extraordinaria violencia y crueldad, trata de exterminar la revolución iniciada el 10 de octubre del año anterior. Su vasta experiencia en los asuntos de Cuba, donde ha hecho gran parte de su vida militar —llevaba 12 años de servicio en la Isla al comenzar la Guerra Grande— hace que se le nombre jefe de operaciones del Ejército en el centro y el oriente de Cuba. Organiza la defensa de Manzanillo, asediada por los insurrectos, y con 3 000 hombres bajo su mando, en una marcha sin precedentes, invade desde Camagüey la región del Cauto y derrota, en El Saladillo, a las fuerzas cubanas mandadas por el general Donato Mármol. Una verdadera carnicería favorable a las armas españolas, escribe el historiador René González Barrios. Valmaseda, dice Ramiro Guerra, es «duro y cruel hasta lo implacable».
Es en venganza por el incendio de Bayamo que se inician las operaciones conocidas como Creciente de Valmaseda que González Barrios compara con un río desbordado que invade toda la manigua y en la que, guiados por excelentes prácticos, no dejan los españoles monte sin registrar ni ranchería o sitio de labranza sin destruir. En una proclama del 4 de abril de 1869 fija el Conde de Valmaseda su política. «El que no está conmigo, está contra mí», se expresa en dicho documento en el que ordena sea pasado por las armas todo hombre mayor de 15 años sorprendido, sin justificación, fuera de su finca, y dispone que se reduzca a cenizas todo caserío que se encuentre deshabitado y también aquellos otros donde no campee un lienzo blanco en forma de bandera que acredite que sus pobladores desean la paz. Establece asimismo que las mujeres que no se encuentren en sus respectivas fincas o viviendas o en casa de sus parientes, «se reconcentrarán en los pueblos de Jiguaní o Bayamo, donde se proveerá a su manutención; las que así no lo hicieran serán conducidas por la fuerza».
En el relato de Álvaro de la Iglesia, la tropa española, luego de atravesar el río Cauto, cae por sorpresa sobre un campamento cubano y elimina a cuanto mambí herido o enfermo encuentra a su paso, mientras que los que pueden se internan en el monte. Con Valmaseda un prisionero es un fusilado, pero hay en los cubanos una digna y hermosa manera de morir que hace que la víctima quede muy por encima de su verdugo.
El mambí capturado por la tropa de Valmaseda, es un niño de unos diez años de edad, de ojos vivos e inteligentes y que, como única ropa viste unos destrozados calzones que solo a medias cubren su desnudez. Sabe el niño lo que le espera. Fue encontrado tras unos matojos, donde, en su intento de fuga, cayó al tropezar con un tronco atravesado en el camino.
—Vamos… ¿Quién eres tú? ¿Cómo te llamas? —inquiere el soldado que lo capturó mientras, bien sujeto, lo conduce ante el jefe de su compañía.
El muchacho sonríe ligeramente, pero no dice una sola palabra.
—Oye, habla. ¿Eres mudo acaso? ¿De dónde vienes? ¿Quiénes son tus padres?
—Mi padre ha muerto —responde el niño con un aire de tristeza. Guarda silencio por unos instantes y dice: Yo soy del Ejército Libertador.
—¿Es verdad eso? —inquiere el jefe de la columna, y el niño responde que sí lo es y que cuando sea más grande le darán un rifle.
Sonríe el oficial al oír aquello. Comenta:
—Lo que tú necesitas ahora, no es un rifle, sino un pan… Tienes cara de no haber comido en tres días.
El pequeño patriota al oír la palabra pan, abrió los ojos y miró con asombro a los que lo rodeaban. No entendía lo que pasaba. ¿Lo fusilarían o le darían de comer? Por lo pronto parecía haber caído en gracia al enemigo.
—¡Ea!— gritó el jefe español. Un pan. Venga un pan para dar de comer a este terrible guerrero.
La presencia del pequeño mambí excitaba la curiosidad de los militares que lo rodeaban. Bromearon con el niño. Uno de ellos, para buscarle la lengua, dio por seguro de que, pese a su edad, había participado ya en muchos combates, y otro aludió a las cargas de machete que acumularía en su hoja de servicio.
—No, no he dado machete… Recogía cartuchos.
En eso un soldado trajo el pan de munición. El pan que elaboraba la administración militar. Pesaría alrededor de media libra, brillaba como un bizcocho y lucía unas estrías a lo largo que le daban el aspecto de un dulce. El muchacho lo miró con ojos codiciosos. ¿Sería para él?
—Vamos, ¿qué te parece este pan? ¿Te gusta?
El pequeño prisionero, con la ingenuidad de la infancia, sonrió con satisfacción. Claro que le gustaba. Ya se imaginaba saboreándolo.
—Pues el pan es tuyo, pero con una condición —dijo el oficial—. Debes gritar ¡Viva España! Y hacerlo con fuerza, para que lo escuche toda la columna.
El mambisito se rascó la cabeza. Miró a los que lo rodeaban, clavó la vista en el pan y guardó silencio.
Álvaro de la Iglesia Santos no nació en Cuba. Nació en La Coruña en 1859 y llegó a la Isla en 1874 para establecerse en Matanzas, donde empezó su carrera periodística a las órdenes del dominicano Nicolás Heredia, el autor de la novela Leonela. Más tarde, ya en La Habana, fue jefe de redacción de La Época, redactor de La Discusión y El Mundo y colaborador de Chic, Heraldo de Cuba y, durante largos años, de El Fígaro. Escribió cuentos y novelas.
Destacan entre sus libros Manuel García, el Rey de los campos de Cuba (1895) Amalia Batista o El último danzón (1900) y Pepe Antonio (1903). Sus Tradiciones cubanas las dio a conocer en tres series que se publicaron en 1911, 1915 y 1917, y en 1969 el Instituto del Libro las publicó en dos volúmenes. Algunos de sus libros llevan prólogo de Enrique José Varona, Manuel Sanguily y Jesús Castellanos. Usó los seudónimos de Pedro Madruga, Eligio Aldao Varela, Artemio, A. L. Baró y Vetusto.
Pese a nacer fuera de la Isla, se le considera parte de las letras cubanas. Se incorporó plenamente a la vida nacional y son cubanos los ambientes y personajes de su obra, caracterizada por una fácil inventiva y agradable estilo. Una «cubanía» que no hizo que se olvidara de la gaita y de su idioma natal. Era miembro de la Real Academia Gallega y de la Academia de la Historia de Cuba.
Falleció en La Habana, en 1940.
Ante el silencio del niño, el oficial, llamándolo manigüero, preguntó si no quería gritar ¡Viva España! Y como el joven cautivo no decía ni pío, decidió tentarlo. Arrancó un pedazo del pan de munición y se lo dio para que lo probara.
—Come y dime si no vale la pena gritar ¡Viva España!
El muchacho devoró el mendrugo en un decir Jesús.
—¿Qué me dices? Es bueno, ¿verdad?
Y claro que lo era y más para un niño hambriento. En menos de un credo se comería el pequeño mambí la hogaza completa.
—Vamos, chico, ¿gritas o no gritas? Mira que el pan se está poniendo viejo.
—Bueno, voy a gritar —dijo el mambisito y una carcajada general ahogó sus palabras.
—No hay como el hambre para borrar escrúpulos —dijo el jefe. Ahora, venga ese viva España, pero claro y fuerte.
El niño se enderezó sobre la lomita de piedras donde lo sentaran y al tiempo que se lanzaba al aire como una pelota insultó a la tropa española con un claro y estentóreo grito de ¡Viva Cuba Libre!
—Tírenle —gritó el oficial.
Silbaron las balas en torno al pequeño patriota, pero el mambisito había medido bien el tiempo y calculado aun mejor el punto para coger el monte.
—Échenle los perros —exclamó el jefe español pálido de rabia. Es una verdadera rata de manigua…
El mambisito era de ley.