Lecturas
En días pasados se cumplieron 189 años de la muerte de Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa —el obispo Espada— y dentro de unos días, también en este mes, tendrá lugar el aniversario 307 del fallecimiento de Diego Evelino de Compostela, sin duda los dos prelados de mayor significación en la Isla durante la colonia. Compostela, como obispo de Cuba; Espada, como obispo de La Habana. El primero fue un fundador, de quien en su tiempo se dijo que si Dios convierte las piedras en limosnas, «Compostela vuelve a convertir las limosnas en piedras para construir sus obras», en tanto que Espada, hombre de ideas ilustradas, promueve el movimiento intelectual y propicia la reforma de la enseñanza sin que por ello desatienda a los sectores menos favorecidos de la sociedad cubana. Fue acusado de masón, hereje e independentista y se iniciaron, en Madrid y en el Vaticano, procesos para excomulgarlo y encarcelarlo, sin que tuvieran éxito. De él dijo José Martí: «Aquel obispo español que llevamos en el corazón todos los cubanos, a Espada, que nos quiso bien, en los tiempos en que entre los españoles no era deshonra amar la libertad ni mirar por sus hijos».
Diego Evelino de Compostela —algunos autores escriben Avelino— nació en Santiago de Compostela en 1687 y ya en Cuba, con más de 50 años de edad y fama de gran orador, asombró a todos por el ímpetu con que acometió la construcción de iglesias y conventos. Solo en la calle habanera que lleva su nombre impulsó la edificación de cinco de estos: las iglesias del Ángel y de San Isidro, los conventos de Santa Catalina y Santa Teresa y la ermita de San Diego, después convento de Belén, en tanto que, también en La Habana, edificaba los templos de San Ignacio y San Felipe, y designaba auxiliares de la parroquia de Guanabacoa a San Matías de Río Blanco, San Miguel del Padrón y Nuestra Señora de Regla, y a San Jerónimo de Mordazo (Puentes Grandes) auxiliar de la Parroquial de La Habana, para la que también nombró auxiliares a la iglesia del Santo Ángel, la ermita del Santo Cristo del Buen Viaje, que pronto se transformó en parroquia, y la ermita de Jesús del Monte.
Fuera de la capital de la colonia, su labor fundacional resulta impresionante: Güines, Alacranes, Madruga, San Miguel de los Baños, Consolación del Sur, Ciego de Ávila, Caracusey, Placetas, Barajagua, Jiguaní… Difícil resulta seguir la huella de sus fundaciones. Dice el historiador Pezuela: «Echó los cimientos de muchas poblaciones futuras en las iglesias que fundó en el campo». Y Emilio Roig: «Creía que lo mejor para una población era tener muchos sacerdotes, muchas iglesias, muchas parroquias, muchos frailes y monjas, muchos conventos y en ellos cifraba el mayor de sus empeños».
En su afán fue más allá de lo estrictamente religioso. Mejoró el hospital. En su casa-quinta, donde levantó la ermita de San Diego, creó la Casa de Convalecientes de Belén para enfermos pobres que carecían de un sitio donde reponerse tras su egreso del hospital, y el Hospicio de San Isidro para niños abandonados. También fundó el colegio de San Ambrosio, para varones, germen del famoso Seminario de San Carlos, y el colegio de San Francisco de Sales, para niñas, y los ubicó al lado de su residencia a fin de vigilar estrechamente su desenvolvimiento. Otra obra suya, el colegio de los jesuitas, llegaría a ser el famoso Colegio de Belén.
El fallecimiento del prelado, en 1704, dejó inconclusa y sin recursos la Casa Cuna que hizo edificar en el mismo sitio de la iglesia de Santa Teresa, en Teniente Rey y Compostela. A su muerte, la carencia de recursos, una administración ineficaz y la poca ayuda gubernamental, convertirían a aquel centro, dice un historiador, en el sepulcro de los expósitos.
A diferencia de Compostela, el obispo Espada no estimó necesaria la construcción de nuevos conventos e iglesias, pero sí atendió celosamente su mantenimiento y cuidado. La mayor de sus obras, entre las grandes que asumió, fue, dicen especialistas, la reforma de la enseñanza. Transformó en plantel de enseñanza general el Seminario Conciliar de San Carlos y San Ambrosio, donde ya habían germinado ideas progresistas y al que le quedaba estrecho el molde eclesiástico; introdujo allí las ideas más progresistas y los elementos más novedosos en la enseñanza de la Química, la Física Experimental y la Economía Política. Hizo traer costosos equipos que resultaron imprescindibles en materias como electricidad, galvanismo, hidrostática, magnetismo y astronomía. Como director de la Sociedad Económica envió, a su costo, a un especialista al Instituto Pestaloziano, de Madrid, para que asimilara dicho sistema y lo implementara en la Isla.
Su avanzado liberalismo quedó demostrado cuando, al ponerse en vigor en la Isla la Constitución de Cádiz, instituyó, costeándola de su propio peculio, una cátedra para explicarla, la cual fue asumida por Félix Varela, el cubano más avanzado de su tiempo. «Prueba evidente —dice Emilio Roig— de cómo Espada, además de los bienes de toda otra índole, anhelaba para Cuba los progresos políticos».
«Obispo del Iluminismo», le llama Roig. Se trata de un prelado que sin dejar de cumplir de manera escrupulosa sus deberes eclesiásticos se destaca por su accionar en el campo de la cultura y del progreso en todos los órdenes.
Su primer empeño, ya en Cuba, fue el de tratar de mejorar hábitos y costumbres del clero, que dejaban bastante que desear. Ya eso lo había intentado uno de los predecesores de Espada, el obispo Montiel, y murió envenenado. La inmoralidad era de anjá. Cuando Espada reprendió a un sacerdote de apellido Gonosa por su desmedida afición a la bebida, este contestó que él no era jugador ni cometía faltas obscenas, y si bebía era por no ver las faltas de sus compañeros.
Espada nació en la provincia vasca de Alava, en 1756. En 1800 lo designaron Obispo de La Habana, pero no llegó a Cuba hasta 1802 para asumir una prelacía que se extendió hasta su muerte, en 1832. Recién llegado, un ataque de fiebre amarilla lo puso al filo de la muerte, pero lo salvó el doctor Tomás Romay, con quien a partir de entonces sellaría una amistad que se prolongaría de por vida y se identificarían en propósitos que tendían al bien de la comunidad.
Juntos batallaron por la eliminación de los entierros en las iglesias, un mal, con el crecimiento de la población habanera, repulsivo y de perniciosas consecuencias; una batalla en la que el Obispo debió enfrentar a la oposición, en primer término, del mismo clero. Libró también otra campaña en favor de la vacunación contra la viruela, que Romay quería introducir de manera masiva en La Habana. Espada lo apoyó con todo el peso de su autoridad y la vacuna se impuso.
El 24 de octubre de 1704 el Cabildo habanero se opuso a la petición de los jesuitas de construir su iglesia en lo que andando el tiempo sería la Plaza de la Catedral. Ya para entonces, el obispo Compostela había adquirido por diez mil pesos el terreno (el que ocupa hoy la Catedral) donde los jesuitas erigirían su misión y colegio, en un comienzo un humilde oratorio de horcones y techo de guano. Muerto Compostela, su protector, los jesuitas quisieron construir allí un edificio amplio y bien plantado para iglesia, convento y colegio. Nueva negativa del Cabildo, que adujo que aquella era un zona imprescindible para la defensa de La Habana. Los jesuitas, sin embargo, ganaron la batalla y consiguieron en 1748 colocar la primera piedra de lo que se llamaría Santa Casa Lauretana. Casi 20 años después terminaron la edificación del colegio, no del convento ni de la iglesia, pero Carlos III los expulsó de los dominios españoles.
Para entonces la Parroquial Mayor, en la Plaza de Armas, estaba en estado ruinoso y se impuso su traslado para el oratorio de San Felipe Neri, y el 9 de diciembre de 1777 era trasladada de manera solemne para la iglesia de los jesuitas. Al dividirse la Isla en dos diócesis, José de Trespalacios, obispo de La Habana, acometió con sus rentas y las de su prelacía la transformación de la iglesia de los jesuitas en Santa Iglesia Catedral, en tanto el colegio fue ampliado y convertido en lo que sería el Seminario de San Carlos y San Ambrosio.
Con Espada como obispo se acometieron importantes reformas para eliminar todo lo que él consideraba de mal gusto en altares, adornos y estatuas de santos. Era el prelado hombre amante de la sencillez y las líneas regulares y ese gusto lo llevó a destruir los primitivos altares barrocos del templo, que hubieran resultado de mucho interés.
Pasaron los años. Entre 1946 y 1949 la Catedral fue sometida a un amplísimo proceso de renovación, por iniciativa de Manuel Arteaga Betancourt, cardenal-arzobispo de La Habana. La obra, del arquitecto Cristóbal Martínez Márquez, resultó un verdadero éxito que hizo que el templo ganara mucho en luz, ventilación, seguridad, belleza y sobre todo, en grandiosidad.