Lecturas
El autocine era un cine al aire libre para espectadores en automóvil. Tres hubo en La Habana: el de la Calzada de Vento, el de la Autopista del Mediodía y el de la playa de Tarará.
Nacidos en Estados Unidos, en 1933, demoraron más de 20 años en llegar a Cuba, en particular a su capital. Dicen María Victoria Zardoya y Marisol Marrero en su libro Los cines de La Habana (2018) que «el auge del automóvil en los años 50 favoreció que se pusiera de moda un nuevo tipo de espectáculo al aire libre: ver películas desde los flamantes autos, concentrados en grandes espacios concebidos para ese fin, alejados de los centros urbanos».
El primero de los autocines habaneros fue el de Vento. Se inauguró el 10 de octubre de 1955. No puede precisarse ya con exactitud dónde estuvo situado. El escribidor cree recordar sin embargo su ubicación aproximada. Se encontraba a mano derecha de la Calzada según se avanzaba desde calle 100, que no se llamaba así entonces, hacia Santa Catalina, más próximo a la primera de esas vías que a la segunda. Si hoy existiera, lo hallaríamos en la acera de enfrente a partir de donde concluye el área de la gran escuela que se construyó después.
La zona cambió mucho desde entonces. Si bien era una vía de doble sentido, Vento no era como es ahora, sino una carreterita estrecha, de dos carriles, muy transitada al igual que hoy y en la que a ratos, por la congestión, se dificultaba la maniobrabilidad, por lo que no pocos profesores de automovilismo de entonces la escogían para que sus clientes hicieran las prácticas finales. Era un lugar poco poblado. Recuerdo, en el kilómetro tres, la fábrica de pinturas Glidden, el encuentro de la calle San Miguel (o Andrés) con Vento, línea de tren mediante, y, entre otras posadas o casas de citas, una que llevaba el nombre de Villa Cándida.
En esa época la calle 100 era la doble vía a San Francisco de Paula. Los hospitales —Nacional y William Soler— estaban aún en proyecto y avanzaba, y con qué empuje, el residencial Altahabana, situado entre el reparto Embil y la prolongación de 100, por una parte, y la Calzada de Rancho Boyeros, por la otra. Un reparto que se fue poblando de profesionales.
En 100 y Boyeros o, mejor en 100 y Capdevilla, se alzaba la bella edificación de la fábrica de fideos, macarrones y pastas para sopas de la marca La Pasiega, que oficiaba además como casa importadora de harina de trigo, alimentos para niños, quesos y leche en polvo.
Siguiendo por 100 rumbo a 51 aparecía, a mano izquierda, después del cruce del ferrocarril, el Hipódromo Oriental Park, considerado en su momento uno de los mejores del continente, con su muy exclusivo Cuban American Jockey Club que, ambientado con la obra plástica de Álvarez Moreno, ofrecía servicio de bar y restaurante, baile y sala de juegos para los abonados. Enfrente, por 100 a la derecha, en la finca Constantino, se hallaban las Canteras de Novo, y, más abajo, la Concretera Progreso de la compañía Hormigón Cubano.
Sobrevenía un descampado y a la altura de 59 aparecía el llamado bar de Pepe, más que tal, un almacén de víveres y licores finos, con expendio de pollos y huevos, una ferretería y la inevitable barra. Enfrente, la farmacia de Carlos, y en la misma esquina, la casa del general retirado Gregorio Querejeta. En 100 número 5705, estaba la residencia de «Panchín» Batista, hermano del dictador y exalcalde de Marianao y en ese entonces Gobernador de La Habana. En la esquina de 51 se hallaba la agencia Ford de Marianao—Carvajal S. A.—, y enfrente donde hay ahora un servicentro y un discreto complejo comercial, había un solar yermo donde un gitano había emplazado el tráiler en el que habitaba y que movía, si acaso requería hacerlo, gracias a un Cadillac de los de «antes del diluvio».
La Avenida 51 llevó el nombre de Máximo Gómez. En 1913 se inauguró la hermosa avenida que va desde 51 a la Calzada de Columbia. Se llamó Buen Retiro, como el reparto, pero su nombre cambió el 24 de febrero de 1942 cuando fue bautizada como General Menocal. A este tramo de la calle 100 lo conforman dos calles paralelas separadas por un contén central. Aseguran los historiadores Félix Mondéjar y Lorenzo Rosado que fue la primera de su tipo construida en Cuba. Se aprecian en esa vía edificaciones de estilo castrense, lo que resulta frecuente en la arquitectura de la zona, influida por la cercanía del campamento militar de Columbia.
Precisamente frente a la posta principal de esa instalación concluye la calle 100. Allí se construyó, en medio de una plaza elipsoidal bordeada por cuatro sólidos edificios, el llamado Obelisco, una torre cuadrangular de ocho metros de base por 32 de altura que facilitó el tránsito vehicular, pero obligó a construir un nuevo acceso a la ya llamada Ciudad Militar.
Batista construyó el monumento como recuerdo del golpe de Estado que, siendo sargento, protagonizó el 4 de septiembre de 1933, y lo inauguró ese día de 1944, apenas un mes antes de abandonar la presidencia de la República, que ganó por la vía electoral. Los faros colocados en lo alto de la torre guiarían a la aviación hacia el aeropuerto militar.
Grau San Martín, que sustituyó a Batista en la primera magistratura, no convino con el sentido del monumento y lo dedicó a la memoria del sabio médico cubano Carlos J. Finlay que en áreas del campamento había acometido parte de sus investigaciones sobre el mosquito transmisor de la fiebre amarilla, sentando así las bases de la medicina tropical. No estuvo pues dedicado a Finlay originalmente y es igual de erróneo que el monumento represente una jeringuilla, como afirma el imaginario popular. El tiempo, expresan Mondéjar y Rosado, se encargó de sacar a relucir los rasgos del nombre primitivo grabado sobre la piedra de jaimanitas para sobreponerle el de Finlay.
El autocine de Vento tenía capacidad para 800 plazas. Le siguieron el auto- cine de Novia del Mediodía y el de la Marina Tarará, ambos en 1958. Eran más pequeños. Admitían unos 500 vehículos cada uno, pero, refieren Zardoya y Marrero, estaban mejor diseñados que el primero, a la altura de los modelos norteamericanos.
Su arquitectura era muy simple. Se restringía al pórtico de la entrada, construido de hormigón y donde se colocaba el programa del día. En sus diseños primó el estudio de los elementos funcionales relacionados con la movilidad y el estacionamiento de vehículos, y el análisis de su interrelación urbana con las vías de conexión con la ciudad, puntualizan las autoras citadas.
Vento ofrecía funciones desde las siete de la tarde, y cobraba 50 centavos por espectador. En otros autocines la entrada era de 60 centavos para los adultos y de 40 para los menores.
El autocine de Novia del Mediodía, situado en la Avenida 51 y Plaza del Mediodía, se estableció, como era propio de esta modalidad en una zona periférica que enlazaba fácil con la ciudad gracias a la Carretera Central y a la Autopista del Mediodía, recién inaugurada entonces.
Situado al suroeste de la capital, en un terreno irregular de algo más de 52 metros cuadrados, a menos de 11 metros de una gasolinera, tenía, en once líneas de aparcamiento, capacidad para 454 automóviles, cifra que en 1960 se elevó a 550 vehículos. La pantalla era de 36,58 por 18,29 metros, y por su elevación, a seis metros sobre el nivel del terreno, aseguraba que el filme que se proyectaba pudiese ser visto con comodidad desde todas las plazas.
Una instalación como esa exigía un estudio cuidadoso de las circulaciones viales de acceso y salida, y debía dotarse de una infraestructura técnica sofisticada. En los autocines cada vehículo debía aparcar junto a un poste para la recepción del sonido y el aire acondicionado que se recibía gracias a instalaciones soterradas. El aire frío ascendía por una manguera que se fijaba al auto por la ventanilla, lo que le eliminaba las molestias de los insectos y hacía más agradable la noche.
El escribidor no tiene información sobre el autocine de Tarará. Del de Vento no queda ni memoria. El de Novia del Mediodía funcionó hasta 1970, dicen unos, o hasta 1990, dicen otros. Fue demolido, pese al clamor público de que se conservara. De él solo quedan los accesos de entrada y salida.