Lecturas
Por 1956, la editorial Gallimard de París patrocinó una ruidosa campaña de prensa para vender el libro de versos de una niña de siete años llamada Minou Drouet, a quien se quería colocar de una vez por todas como un genio de las letras. Entre las muchas publicaciones de propaganda que se hicieron entonces hubo una encuesta entre los escritores y artistas más famosos del momento, los cuales se prestaron al juego editorial con frases más o menos convencionales. Pero Jean Cocteau le puso término al asunto con una sola frase mortal: «Tous les enfants sont des poetes, sauf Minoti Drouet». Dicho en buen cristiano: «Todos los niños son poetas, menos Minou Drouet».
Me acordaba esta semana de aquel episodio mientras leía —en mi condición de jurado— los casi 200 cuentos finales del millar escritos por niños colombianos para un concurso de literatura infantil. No todos los concursantes tenían el aliento poético, pero los pocos que no lo tenían no era por culpa de ellos, sino de los adultos. Quiero decir: de todos nosotros, los padres, los maestros, los escritores, que les hemos transmitido a los niños una noción de la literatura que tal vez sea buena para nosotros y hecha por nosotros, pero que sin duda no tiene nada que ver con la magia de los niños. Tuve esta sensación nítida hace muchos años, cuando hice mi primera y última tentativa de escribir un ejercicio de cuento para niños. No era un tema improvisado. Desde hacía tiempo me daba vueltas en la cabeza la idea de un ángel decrépito que se cayera por la lluvia y que terminara sus días en un gallinero, picoteado por las gallinas y reducido a una triste condición de juguete de los niños. Puesto que la historia no me parecía creíble para los adultos que hace tanto tiempo dejaron de creer en los ángeles, pensé que sería buena para engañar a los niños. La escribí pensando en ellos, pero no como hablan los niños, sino con la entonación bobalicona y con el lenguaje de débil mental con que los adultos les hablamos a los hijos cuando empiezan a descubrir el mundo. Una vez terminado se lo mostré a los míos —que entonces tenían ocho y seis años de edad—, y ellos lo leyeron solo una vez con mucha atención y me lo devolvieron, diciendo: «Tú crees que los niños somos pendejos». Yo no lo creía, en realidad, pero entendí lo que querían decirme, de modo que volví a escribir el cuento completo con todos mis convencionalismos de persona mayor y solo conservé el título original: Un señor muy viejo con unas alas enormes. Por cierto, que mis hijos, creyéndome ofendido, aprovecharon el día de mi cumpleaños para hacerme un desagravio con una frase que conservo como un ejemplo de lo que es en verdad el talento puro de los niños para la poesía. «Papá, me dijeron a coro, nosotros queremos que cuando tú seas niño seas como nosotros y que tengas un papá como tú».
Había muchos cuentos hermosos en el concurso, pero los malos eran aquellos en que se notaba la mano perturbadora de los adultos. Para empezar estaban los peores, que son aquellos en que los niños quieren imitar los cuentos infantiles de la literatura universal, contados por los adultos, con reyes malvados y princesas encantadas, y hadas madrinas y madrastras infames. No hay duda de que los niños repiten esas historias por una de dos razones: o porque suponen que eso es literatura —tal como los adultos se lo han enseñado— o porque suponen, con razón, que los adultos somos tan cretinos que creemos que los niños creen que eso es la literatura, y escriben así para engañarnos, aunque son conscientes de escribir sobre un mundo falso y ajeno a ellos por completo. Lo recuerdo muy bien. Los niños de mi edad, en Aracataca, escuchábamos con una especie de éxtasis celestial los relatos de aventuras sexuales de los compañeros más avanzados —muchas de ellas inventadas, sin duda—, de modo que cuando escuchábamos después los cuentos para niños que nos contaban los adultos era como comer después de almuerzo. Nos contaban con aquel énfasis hipócrita que la cucarachita Martínez se sentaba al atardecer a la puerta de su casa, empolvada con almidón, con los labios pintados de carmín y con un traje de volantes y un lazo de organza en la cabeza, esperando a que pasara el ratoncito Pérez para preguntarle: «Ratoncito Pérez, ¿te quieres casar conmigo?». Y los niños, que ya habíamos visto tantas cucarachitas Martínez sentadas en la puerta de sus casas al otro lado del puente, pensábamos en lo profundo del alma: «Mira qué puta». Y así seguíamos hasta el final, siguiendo en la mente el cuento paralelo como sin duda era en la realidad, mientras los adultos trataban de hacernos creer que lo único que la cucarachita Martínez quería del ratoncito Pérez era que la ayudara a revolver la olla en el fogón. Mamola.
No hay razones para no creer que los niños de hoy no hagan lo mismo, pero los adultos siguen sumidos en el mismo limbo de inocencia de nuestros tiempos. El mal resultado, por supuesto, es que cuando se les pide que escriban un cuento para la escuela lo escriben con la misma hipocresía de los adultos, para que le guste a la maestra, y cuando se les pide que escriban para un concurso lo hacen para que le guste al jurado. Solo que en este caso el jurado único de última instancia era uno a quien no se le ha olvidado cómo era cuando era niño, y no le gustó la mayoría de los cuentos que solo fueron escritos para que le gustaran.
No sé si fueron los padres o si fueron los maestros, o a veces unos y a veces otros, o a veces ambos, quienes decidieron meter la mano a última hora para tratar de arreglar los cuentos, y lo que consiguieron fue acabar de estropearlos. En efecto, es inverosímil que un niño de ocho años escriba un cuento de más de cinco cuartillas a máquina sobre la guerra espacial y lo haga sin un solo error de ortografía y apenas con las fallas de sintaxis propias de los buenos papás, que ayudan a los hijos a hacer sus tareas. Faltan en esos cuentos la originalidad, la locura, la imaginación irracional, que hacen fascinantes y sabios a los niños. Una prueba del grado de esterilidad a que los han arrastrado los adultos es que una gran cantidad de cuentos que hubieran sido buenos por su inventiva y su hermosa irrealidad han sido resueltos por los niños con el recurso de los sueños. Todo lo que no se atreven a contar como real, porque saben que los adultos lo rechazarían, los niños lo cuentan como si hubiera ocurrido en un sueño. De modo que los cuentos soñados son numerosos en este concurso, en el cual, por fortuna, hubo muchos concursantes que se atrevieron a escribir como quisieron, sin consultarlo con los adultos, y hubo muchos adultos certeros que les permitieron hacerlo. Ellos serán los premiados.
Creo que fue Marshall Mac Luhan —y tal vez en su libro El medio es el mensaje— quien se atrevió a decir que la infancia es una invención del siglo XVII. Antes, las etapas de la vida eran solo la adolescencia, la madurez y la ancianidad, y a los niños se les consideraba, con un criterio un poco bárbaro, como seres humanos chiquitos sin personalidad propia. En cierto modo, a pesar de que ya en las Naciones Unidas se toman en cuenta hasta los derechos humanos del niño, hay todavía muchos adultos que siguen pensando como antes del siglo XVII. Entre ellos están los que les corrigen los cuentos a los niños, que es algo tan cruel y tan grave como cortarles las alas.
Es comprensible, en consecuencia, que entre los cuentos mejores del concurso estuvieran aquellos cuyos protagonistas son animales. Estos son más del 80 por ciento. La impresión que queda de su lectura es que los niños nuestros tienen con los animales que les rodea la comunicación real que no tienen con los adultos. No comprenden a mamá, pero en cambio comprenden muy bien los motivos del lobo, sobre todo si el lobo les sirve de instrumento para expresarse sin riesgos. Con todo, es una liberación a medias, porque los niños escritores terminan de todos modos por decir que era un conejo bueno porque le gustaba la escuela, cuando todos los que tenemos memoria recordamos que la escuela no le gustaba ni a los malos. No le gustaba a nadie, y con toda la razón. Los niños mienten, por supuesto, como siempre se ha dicho, pero no como siempre se ha dicho, sino porque los adultos les vamos enseñando a medida que los criamos. Es solo cuando no nos hacen caso cuando son poetas verdaderos. Como no lo fue Minou Drouet, y como sí lo fue la niña colombiana de siete años que escribió este prodigio de ternura: «Cuando yo sea grande quiero ser un gran médico en un gran hospital de Nueva York, y cuando los enfermos se mueran me voy a morir con ellos».
(Publicado en Juventud Rebelde el 13 de marzo de 1988)