Lecturas
Hasta 1770 autoridades habaneras se preocupaban sobre todo por dotar a la ciudad de obras para su defensa. Había considerable número de iglesias y conventos y disponía la urbe de cuatro plazas: la de Armas, la de San Francisco, la del Cristo y la llamada Vieja. Pero, dice el arquitecto José M. Bens: «no se pensaba en trazar paseos ni se tenía la más remota idea de edificar un teatro, y se reducía el solaz del vecindario a las fiestas y procesiones religiosas, paradas y desfiles militares, y a recorrer las calles de los Mercaderes o de la Muralla, que presentaban en las noches, con sus numerosas tiendas alumbradas por lámparas y quinqués, el espectáculo de una gran bazar o de una feria. Aún no estaban construidos la Catedral ni el Palacio de los Gobernadores, y sus plazas respectivas eran terrenos cenagosos y yermos».
En esas condiciones se encontraba La Habana a la llegada de Felipe Fons de Viela, Marqués de la Torre, a quien se tiene como nuestro primer urbanista, «el bien recordado», como le llama el arquitecto Bens.
De inmediato, el nuevo gobernador prohibió las casas de tabla y guano en la ciudad y autorizó las edificaciones de dos plantas. Proyectó la construcción de un teatro y de la casa de gobierno y dispuso la demolición de la vieja Iglesia Parroquial para dar impulso, con el producto de la venta del terreno donde se hallaba, a las obras de la iglesia de los jesuitas, que sería la Catedral. Orientó además la construcción del primer paseo con que contaría La Habana.
Ese paseo fue la Alameda de Paula, llamado así porque en uno de sus extremos se hallaba la iglesia colocada bajo la advocación de San Francisco de Paula y el hospital del mismo nombre. Es obra del notable ingeniero Antonio Fernández Trebejo, el mismo autor del Palacio de los Capitanes Generales, y se trata de un rectángulo con álamos y algunos bancos que corría entre la calle Oficios y el hospital. Se ubicó en el sitio conocido como el Basurero del Rincón, y la transformación fue espectacular: convirtió ese muladar en uno de los sitios más agradables de la ciudad, abierto a todas las brisas y a una perspectiva de la bahía que cortaba el aliento, en el lugar que parecía elegido con ese fin desde la fundación de La Habana.
Al mismo tiempo (1772), el Marqués de la Torre ordenaba la construcción de lo que entonces se llamó Alameda de Extramuros, un paseo fuera de la muralla que se extiende desde el Campo de Marte —actual Plaza de la Fraternidad Americana— hasta el actual Malecón, vía cortada por el Parque Central que la dividía en dos.
No pocos nombres tuvo desde sus inicios. Alameda de Extramuros, Paseo del Prado, Nuevo Prado, Paseo del Conde de Casa Moré. Fue el 10 de octubre de 1928 cuando se le dio el nombre de Paseo de Martí… Pero por lo general se le identifica como Prado. El gobernador Ricafort introdujo algunas mejoras a la obra original, y lo mismo hicieron otros capitanes generales como Luis de las Casas y el Conde de Santa Clara. Otro gobernante, Miguel Tacón, la hermoseó bastante, pero construyó a su final el pesado y cuadrado edificio de la Cárcel. El capitán general Jerónimo Valdés, que tanto hizo por el embellecimiento de La Habana, también lo favoreció y lo mismo hizo el Príncipe de Anglona cuando, en 1840, dio al paseo el nombre de Isabel II.
Las transformaciones se prolongaron tras el fin de la soberanía española. En tiempos de la intervención militar norteamericana, en que fue rehecho el paseo, se le sembraron álamos. En tiempos del presidente Alfredo Zayas se le plantaron pinos. La restauración a la que se sometió en los días de la dictadura de Gerardo Machado, lo dotó de su fisonomía actual. Se le sembraron entonces los laureles, traídos, ya crecidos, de la finca La Coronela, de donde también se trajo la ceiba que se plantó en la Plaza de la Fraternidad Americana.
Apunta el arquitecto Bens: «se dotó al Prado de artísticas farolas, con excelente iluminación, bancos de piedra y mármol, copas y ménsulas de bronce, con una riqueza y profusión tal que, sumando al bello piso de terrazo, hicieron de él uno de los más típicos e interesantes paseos de las ciudades americanas, y el Prado vino a ser desde los comienzos del siglo XX el gran salón, el palco escénico de la urbe, alrededor del cual tenían lugar las famosas fiestas de nuestros carnavales y los diversos desfiles cívicos y militares, a tal extremo que hoy no se concibe La Habana sin nuestro Prado, como tampoco sin la Plaza de Armas y sin el Parque Central».
Los célebres leones quedaron montados sobre sus pedestales el 1 de enero de 1929, más de un año después de la reinauguración oficial de la vía.
Toda época tiene por lo común sus lugares de paseo y diversión, su lugar de moda. La antigua Alameda de Paula cedió ante la Plaza de Armas en la preferencia de los habaneros, al igual que esta Plaza cedería ante el Prado. Así sucedía ya en 1840 cuando el Prado competía y acaso sustituía a la Plaza, por su mayor extensión y amplitud, más adecuadas a la importancia y población que iba adquiriendo la ciudad.
Hacia 1863 el Prado se convierte en el más concurrido lugar de esparcimiento a donde acudía toda la población para buscar alivio a los rigores estivales en las noches del trópico. Durante los años finales de la Colonia era el paseo por excelencia de los habaneros. En 1840, en su testimonio acerca de su visita a Cuba, el narrador gallego Jacinto Salas y Quiroga aludía a los quitrines que corrían por el Prado con las capotas caídas transportando a paseantes que «circulan, miran, hablan y ríen vistos por todos y saludando sin parar».
Todavía hasta la década de 1950 todo lo que se movía en La Habana iba a parar al Prado. En la propia vía o sus alrededores estaban los puntos de llegada y partida de los ómnibus interprovinciales —la Terminal de Ómnibus se inaugura en 1952— buenos restaurantes como el Palacio de Cristal y Los Tres Ases, buenos y malos hoteles y los del medio, agencias de aviación, las oficinas del Primer Ministro, estudios de emisoras de radio y TV, sedes de partidos políticos y bufetes de abogados, redacciones de periódicos, comercios de todo tipo… El Prado, aunque parece reanimarse, no ha vuelto a ser lo que fue. El favor que durante más de cien años le dispensaron los habaneros a esa vía que, aunque no lo sea, parece ser la frontera entre La Habana antigua y moderna, se desplazó hacia La Rampa.
Ese pedazo de vía que por la Avenida 23 corre desde la calle L hasta Infanta, en el Vedado, es lo más céntrico y concurrido de la capital. El sitio preferido para el paseo, la cita amorosa, el encuentro profesional, la distracción. Así ha sucedido durante los últimos setenta años en las que La Rampa ha mantenido su condición de lugar de moda. Claro que una moda que supera el medio siglo de existir es, cuando menos, sospechosa, y deja de ser tal para convertirse en modo.
Ir a La Rampa, encontrarse en La Rampa, perder el tiempo en La Rampa. Tomar La Rampa como punto de referencia para emprenderla después hacia otro sitio, es costumbre de los cubanos, tanto de día como de noche. Junto con el Malecón, La Rampa es el sitio más cosmopolita de la urbe, donde se ubican buenos restaurantes y centros nocturnos, salas cinematográficas, un amplio salón de exposiciones, las dependencias de varias aerolíneas y la heladería Coppelia, entre otros establecimientos.
Un reclamo: apremia pasarle la mano a La Rampa. Tributarle un poco de cariño. Limpiar sus acercas. Quitar las vallas metálicas detrás de las que se han abroquelado instituciones diversas. Multiplicar las acciones del Pabellón Cuba. Sacarles un mayor partido a los salones del Centro de Prensa Internacional y lograr una presencia mayor en sus eventos… En fin.
Claro que si se habla de paseo en La Habana se impone mencionar el de Salvador Allende; esto es Carlos III y antes, Paseo Militar o de Tacón. Una avenida, como la de 23. Las plazas de La Habana antigua. Y la base del Cristo de La Habana, obra de la escultora Jilma Madera. La calle Obispo y la de los Mercaderes.
Por La Palma, en el municipio de Arroyo Naranjo, pasan a diario no menos de 60 000 personas. El mercado de Marianao, en 51 y 124 es un hervidero a toda hora, y también lo es el centro del Cotorro. Y la Terminal de Ómnibus, más despejada desde que abrieron la subterminal de Villanueva para la lista de espera.
Y queda el Malecón, con su muro carcomido por el tiempo y el salitre, como el sitio preferido por las familias, los enamorados y los noctámbulos, que buscan tranquilidad y fresco junto al mar.
La ciudad vive asimismo en sus plazas. Quizá en ninguna otra se sienta latir más que en la Plaza de la Revolución José Martí, escenario de las más grandes concentraciones populares de los últimos años. En ella, el pueblo ha vibrado de emoción y júbilo con las palabras de Fidel, ha llorado como en la multitudinaria velada por la muerte del Che, se ha indignado como en la despedida de duelo de las víctimas del avión de Cubana saboteado en Barbados en 1976, y en todo momento ha reafirmado su apoyo a una Revolución y a un líder victoriosos.
La Habana vive con fuerza en otras muchas partes. Sitios a los que el habanero ha dado vida a través de los siglos. Lugares imprescindibles por su historia, su función, su atractivo, su hechizo. Puntos que fueron y que en buena medida siguen siendo porque la gente no quiere abandonarlos o vuelve a ellos. Centros que lo son porque sí, sin que nadie se detenga a explicarse el motivo.
Esquinas, plazas, calles donde las ganas de vivir corren a raudales y en las que se siente, en el fluir de una Habana que pasa, el latir de La Habana que queda.