Lecturas
Recuerda Nicolás Guillén en una crónica de 1948, escrita con motivo de lo que debió ser su primera visita a Colombia, que alguien le dijo un día:
—Mi querido poeta, Bogotá no es Colombia; la capital no es el país. Esto es una cosa aparte que nada tiene que ver con el resto.
Se esforzaba el cubano, hombre de trópico y por añadidura aledaño al mar, en asimilar Bogotá o, al menos, que Bogotá lo asimilara a él, pero de muy poco valía su buen deseo. El frío lo obligaba a andar enfundado en un sobretodo y la altura bogotana lo hacía acezar como un perro. Se fatigaba al menor esfuerzo, languidecía, tosía y refunfuñaba, y prefería pasar la mayor cantidad de tiempo en la cama bajo dos metros de cobija, ese otro abrigo terrible. Tanta ropa, en particular el sobretodo, embarazaba los movimientos del poeta y lo convertía en un plantígrado solemne y voluminoso, y llegó a pensar en la posibilidad de intentar un ensayo que le ayudara a poner en claro hasta dónde el uso de esa peluda prenda interviene en la formación del carácter, y educa a la gente que lo lleva desde su infancia como a seres densos, que circulan con parsimonia y circunspección porque «aunque parezca broma, la necesidad del sobretodo hace que la vida no salte impetuosa a nuestros ojos, sino que se deslice y detenga con la pesantez del plomo derretido, presto siempre a solidificarse en un duro chorro de líquida inmovilidad».
Siguió el amigo insistiéndole a Nicolás: «Deje usted tanta gente vestida de negro, olvide tanta cortesía silbante, eche a un lado tanto sobretodo prepotente y váyase a la costa, que allí lo están esperado a usted el sol, el cielo y el mar.
Oyó el poeta el consejo. Metió en un escueto equipaje su atuendo tropical y se fue al Atlántico. Cartagena significó el descubrimiento de otro mundo. Una ciudad extraída del fondo del siglo XVIII y puesta a flote, con sus conventos y palacios, sus muros y balcones románticos donde se acodaban sombras petrificadas en el aire. Le atrajeron los nombres imprevistos y eternos de las calles: la del Niño Perdido, la de la Media Luna, la de la Cochera del Gobernador… Pero nada lo impactó tanto como la ciudad dormida, con el Portal de los Dulces, oscuro y solo, y la Plaza de los Coches vacía.
Barranquilla, a tres horas de Cartagena en automóvil, fue para el poeta otra cosa. Una ciudad nueva, agitada. Una urbe que todo lo quiere y en todo se afana y ocupa. Una ciudad, es la opinión del poeta cubano en 1948, que tal vez un día se le vaya por delante a Bogotá, sin que se entere Medellín.
Cincuenta años después de aquella visita de Nicolás Guillén, el escribidor experimentó en Bogotá las mismas sensaciones. Podía tolerar el frío y la llovizna, pero le pesaban las piernas, el dolor en la nuca era casi permanente y caminar, por poco que fuera, se traducía en un cansancio espantoso. Se le dijo que se trataba de un malestar pasajero, consecuencia de la altura de la ciudad. En efecto. Desapareció a los tres o cuatro días, solo para reaparecer con más fuerza.
Alguien dio a quien esto escribe la misma recomendación que en su momento dieron a su compatriota: «Váyase a la costa». Y el doctor Héctor Ulloque, destacado pediatra enamorado de la música cubana que escribía entonces un libro sobre la orquesta Aragón, lo invitó a cenar con la intención de sorprenderlo con una de las delicias de la zona. En su residencia de las afueras de Bogotá —eso, al menos, me pareció por las vueltas y más vueltas que dio el conductor del auto para llegar— y ya sentados a la mesa, conminó al cronista a que degustara el arroz que humeaba en su fuente. Lo hice y preguntó entonces si sabía con qué lo habían elaborado y si lo conocía de antes.
—Desde luego, es arroz con coco —expresé.
—Es un plato de la costa —comentó Ulloque y su esposa lo corroboró desde su asiento.
—No —dije—, es un plato de Baracoa, la ciudad primada de Cuba, en la región oriental de la Isla.
Discrepó el matrimonio anfitrión y yo, asumiendo hasta las últimas consecuencias mi papel de invitado, no quise sumirme en una discusión que a la larga resultaría inútil y que tal vez empañara la calidez de la comida.
—Baracoa o la costa atlántica colombiana, qué importa —dije—. En definitiva, es el Caribe.
En marzo de 1937, otro cronista cubano pasó por Barranquilla. Era Ricardo Riaño Jauma, cónsul de Cuba entonces en Bogotá. Una travesía de cuatro días, a bordo del vaporcito Atlántico, de la Compañía Colombiana de Navegación, lo llevó a través del Magdalena, un río que el periodista describe en su crónica como «amplio, magnífico y desoladoramente quieto». Llegaba hasta el barco el vago piar de las aves y Riaño observaba desde la cubierta las selvas inextricables que encierran un mundo de misterios en su aparente apacibilidad. Quedaban al paso pueblecitos humildes y felices cuyos habitantes, al pito que anunciaba la llegada del vapor, corrían desordenadamente para recibirlo y regalarse así un espectáculo nuevo para su vista fatigada de tanto verde y tanto gris. El agua estaba siempre revuelta, sucia, tal como si la corriente removiera el fondo de un caudaloso fangal y al azar se observaban desperdicios y troncos de árboles a la deriva, cuerpos de animales putrefactos y caimanes que dormitaban sobre las arenas resecas de las orillas…
Ya en Barranquilla y comparándola con Bogotá, Riaño Jauma se siente como en otro país. Hasta el color de ambas ciudades es distinto, escribe. «Barranquilla conserva otra fisonomía, otra disposición, otros gustos. La gente, con ser colombiana, no son ceremoniosos, ni herméticos. Se expanden, llevan la vida en el semblante».
Varias veces ha estado el escribidor en Barranquilla desde el año 2015 cuando asistió invitado al IX Carnaval Internacional de las Artes, que organiza anualmente la Fundación La Cueva y preside el cronista Heriberto Fiorillo. Un evento que en esa convocatoria congregó a más de cien escritores y artistas de diversos países y cuyas jornadas transcurrieron siempre a sala llena, tanto en el teatro Amira de la Rosa, escenario de los grandes espectáculos, como en La Cueva, el bar de los amigos de García Márquez, también restaurante, museo y centro cultural, que acogió encuentros más íntimos y reflexivos.
En aquella ocasión, al igual que el resto de los invitados al evento, el autor de esta página se alojó en el Hotel Prado, un edificio de arquitectura neoclásica, con grandes espacios abiertos a la luz y a la brisa, y en la que se dan la mano elegancia y romanticismo. Se le tiene como uno de los hoteles más románticos del país sudamericano y fue declarado, aseguran, Patrimonio de interés cultural y Monumento Nacional. Se ubica ese hotel en el barrio barranquillero del mismo nombre, zona emblemática elevada a Patrimonio, que es el corazón financiero y de la vida comercial, empresarial y nocturna del territorio, un área en la que se destacan las residencias que proyectó el arquitecto y urbanista cubano José Manuel Carrerá, vinculado antes, en La Habana, a la construcción del hotel Riviera y al edificio del mercado de Carlos III, y cuyas obras en Barranquilla son expresión de la vanguardia modernista en el Caribe colombiano.
Por sus calles caminamos el autor de esta página y su esposa en los ratos que nos dejaban libres las sesiones del evento. Algunos colombianismos se nos pegaron en el camino. «Vestier» por «vestidor». «Parqueadero» por «parqueo». «Trancón» por «embotellamiento», y «patilla» por «melón». En Barranquilla llaman «patillazo» al zumo de melón con pedazos de esa fruta dentro, y hay un refresco delicioso que se elabora con el fruto de una palma llamada corozo. Volvió el cronista a degustar el arroz con coco, y también con perejil y con fideos. Excelentes los bollos de maíz blanco. La sobrebarriga. El cuchuco. Las empanadas. Y las papas chorreadas… Había dónde escoger en lo referente a la gastronomía popular, mientras que el bar-restaurante La Cabaña, del hotel, aseguraba una buena cocina internacional.
El hotel Prado se construyó en los años 30 del siglo XX, cuando Barranquilla era aún la puerta de oro del país. Toda la mercancía que entraba y salía por mar, lo hacía por Puerto Colombia, en la costa barranquillera, la puerta de oro. Por cierto, el espléndido muelle de Puerto Colombia fue construido por el ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros, introductor asimismo del ferrocarril en esa nación.
Mucho ha cambiado Barranquilla desde mi primera visita. En visitas sucesivas el autor de esta página fue apreciando los cambios que se le hicieron apabullantes en su visita más reciente, cuando concurrió invitado, con su esposa, a Sabor Barranquilla, donde hubo exposiciones, conferencias y demostraciones prácticas de cocina por parte de cocineros profesionales de América Latina, Europa y Estados Unidos, que cocinaron con identidad caribe en jornadas siempre colmadas de público que pagaba su entrada para disfrutarlas. Evento organizado por la Cruz Roja del Atlántico colombiano que preside la señora Patricia Maestre, a fin de recabar ayuda para madres solteras y sectores poco favorecidos.
Se amplió el aeropuerto y la vía que lo une con la ciudad dejó de ser la carreterita estrecha de ayer. Abrieron sus puertas supermercados que cortan el aliento, y surgieron de la nada, con una arquitectura espectacular, repartos exclusivos. El nuevo centro de ferias y eventos lleva el nombre de Puerta de Oro, e incluye una marina y un helipuerto. Lo más importante, sin embargo, es que la ciudad recuperó su río. Ubicada a la orilla del Magdalena, el río, sin embargo, le era ajeno porque numerosas industrias y almacenes impedían su visión y el acercamiento a sus aguas. Se demolieron esas edificaciones y ocupó su lugar el llamado Gran Malecón del río que, con sus gradas y plazas recreativas, cumple además la función de un anfiteatro.
La ciudad se enamoró de su río. Y es que Barranquilla, como decía Nicolás Guillén, todo lo quiere y en todo se afana y ocupa, y su gente, ni ceremoniosa ni hermética, lleva, como dijera Riaño Jauma, la vida en el semblante.