Lecturas
¿Cuándo operó por primera vez la policía en La Habana? ¿Cuándo abrió sus puertas en la ciudad el primer hospital y la primera casa de socorros? ¿Cuál fue nuestro primer hospital científico? ¿Cuántas plazas de toros hubo en la capital? ¿Qué hay del primer inodoro, el primer elevador y los azulejos en cuartos de baño y cocinas? ¿Dónde se ubicó la primera posada? ¿Cuál fue la primera guía turística? ¿Es cierto que el uso de la escupidera se hizo obligatorio en cafés y hasta en bodegas? ¿Cuándo comenzó el derribo de las murallas? A estas y otras interrogantes dará respuesta el escribidor a lo largo de esta página. Envíe usted la suya y veremos si podemos responderle.
La Habana contó con su primer cuerpo de Policía a partir de 1771, cuando el capitán general Felipe de Fondesviela, marqués de la Torre, tomó las disposiciones al respecto, aunque desde ocho años antes operaban en la ciudad los llamados comisarios de barrio, que no eran propiamente policías ya que su misión se limitaba a perseguir y capturar a desertores y delincuentes prófugos de la justicia. Con anterioridad al año mencionado se formaban por las noches rondas de vecinos organizados en patrullas.
No sería hasta 1844, en virtud de las providencias del capitán general Leopoldo O’Donnell, que se crearía la primera fuerza armada encargada en exclusiva del servicio policial.
El cuerpo de serenos para la vigilancia nocturna comenzó sus servicios en 1818. El capitán general Francisco Dionisio Vives aumentó los elementos de ese cuerpo, y en 1834 Tacón le dio una mejor organización y lo proveyó de recursos suficientes para sostenerlo. Una Real Orden del 6 de mayo de 1855 obligó al Ayuntamiento de La Habana a aportar el 25 por ciento de los gastos de la fuerza policial.
El primer hospital cubano del que se tiene noticia se inauguró alrededor de 1556.
Se llamó Hospital de San Felipe y Santiago y se ubicaba en la manzana que encuadraron más tarde las calles de Aguiar, Habana, Empedrado y San Juan de Dios. Recibió el calificativo de «nuevo», lo que advierte que existía uno anterior, sobre el que no se tiene información y terminaría incorporándosele. En 1603 comenzó a llamarse Hospital de San Juan de Dios, por haber quedado al cuidado de la orden hospitalaria de igual nombre, que estableció allí un convento y noviciado de dichos frailes. A mediados del siglo XVII contaba con cien camas.
En 1842, debido a la ley general de secularización, los «juaninos» abandonaron el hospital, que quedó a cargo de una empleomanía civil. En 1857 el edificio se convirtió en establecimiento de beneficencia pública, y en 1870 fue demolido. Allí funcionaba, desde 1845, el Departamento de Anatomía de la Escuela de Medicina, ubicado antes en San Ambrosio. Al demolerse el inmueble, esa materia comenzó a impartirse en el edificio de San Dionisio (antigua Casa de Locos) junto al cementerio de Espada.
El terreno que ocupó el hospital es el del parque de San Juan de Dios, en La Habana Vieja.
El primer hospital moderno y científico que tuvo La Habana fue Reina Mercedes, llamado así, en 1886, en honor a la esposa del rey Alfonso XII, muerta poco después de la boda.
Los médicos municipales hicieron su aparición en Cuba en agosto de 1871, y en octubre del mismo año se creaba la primera casa de socorros, institución para la atención primaria y sobre todo de urgencia. Llegaría a la Revolución, que, con grandes transformaciones en sus propósitos y desenvolvimiento, la convertiría en policlínico. El necrocomio se inauguró el 19 de marzo de 1880.
La primera corrida de toros entre nosotros tuvo lugar en 1538, en Santiago de Cuba, en ocasión de la llegada de Hernando de Soto, gobernador de la Isla y Adelantado de la Florida.
No demorarían las lidias en llegar a La Habana, y algunas tuvieron una repercusión enorme, como las que se dedicaron a San Cristóbal, patrón de la ciudad, al que los vecinos prometieron 32 corridas si eliminaba moscas y mosquitos, hormigas y bibijaguas. Muy famosa fue, asimismo, la corrida con la que se aclamó en La Habana el ascenso al trono español de Carlos III.
No hubo propiamente una plaza de toros en esta ciudad hasta 1769, cuando se instaló la de Monte, esquina a Arsenal, en un sitio después llamado el Basurero. La segunda, en 1818, se emplazó en la calle Águila, al fondo de la posada de un tal Cabrera, y en el Campo de Marte (actual Plaza de la Fraternidad) se situó la siguiente, en 1825. Muy concurrido fue el rodeo que, en 1842, se instaló en la plaza principal de Regla para corridas y novilladas: los habaneros cruzaban la bahía para no perderse el espectáculo. Hubo otra plaza, a partir de 1853, en la calle Belascoaín, frente a la edificación que ocupaba la Casa de Beneficencia, espacio donde hoy se erige el hospital Hermanos Ameijeiras. La última plaza se instaló en la esquina de Infanta y Carlos III, donde hoy se halla el restaurante Las Avenidas. Eso ocurrió en 1886 y al año siguiente las gradas de este ruedo se desbordaban para presenciar la actuación del célebre Luis Mazzantini, que, entre toro y toro, vivía un tórrido romance con la actriz francesa Sarah Bernhardt, entonces en la flor de su edad, en el hotel Inglaterra.
Las corridas de toros fueron suspendidas por el interventor militar norteamericano en 1899. Ya en la República hubo intentos de restablecerlas con el pretexto del turismo extranjero que podrían atraer, y hasta llegó a constituirse un Comité Pro Arte Taurino. Pero ya habían pasado definitivamente.
Los primeros inodoros se instalaron en Cuba en 1887, en el edificio que ocupaba entonces el Muy Ilustre Centro Asturiano de La Habana, como se le llamaba en la época y después. Eran de fabricación inglesa y no tenían nada que ver con los de ahora. Se confeccionaban de hierro fundido, tenían forma de embudo y el agua se depositaba en una caja de madera forrada de zinc. Esa caja estaba situada en lo alto, bien separada de la taza, pero conectada con ella gracias a un tubo y se descargaba al tirarse de una cadenilla. Se dice que la directiva de los asturianos invitó al Capitán General a conocer tan prodigioso invento y que el hombre, estupefacto, solo alcanzó a murmurar: «Magnífico, pero se extraña el olorcito».
Se dice además que el Gran Hotel fue el primero que contó con instalaciones hidrosanitarias. Se promocionaba en el Anunciador General de La Habana, de 1878, como «Gran Hotel-Baños y condiciones apetecibles».
Fue también en esa época, más o menos, en que comenzaron a azulejarse las cocinas y los cuartos de baños cubanos. Antes empezó a utilizarse el ascensor. El primer establecimiento hotelero dotado en la Isla de un elevador hidráulico fue el Hotel Pasaje. Un edificio de dos plantas construido hacia 1876 por la familia Zequeira y Zequeira, y que se derrumbó en la década de 1980.
Posada es sinónimo de mesón, de hotel. Es una casa pública donde se da alojamiento y comida. Casa de huéspedes. Fonda.
En la Cuba de ayer una posada era algo más que eso. U otra cosa. Era el sitio que, a falta de algo menor, una pareja alquilaba para disfrutar de un rato de intimidad. Ese rato era siempre de tres horas y tenía un precio convencional aunque la pareja abandonara antes el campo. Transcurrido ese tiempo, el posadero, mediante unos golpes más o menos discretos en la puerta de la habitación, indicaba a los amantes que su tiempo había caducado. Si la pareja decidía proseguir el romance, abonaba la diferencia al final de la jornada. El primer establecimiento de este tipo que hubo en Cuba, asegura el doctor Juan de las Cuevas, se llamó Carabanchel y se ubicaba en San Miguel y Consulado, a fines del siglo XIX. Un edificio de tres pisos, con 22 habitaciones y apartamentos con entrada independiente desde la calle.
Aunque había en La Habana posadas para todos los bolsillos —la de 11 esquina a 24 era la de los estudiantes— todas disponían de cantina y de un servicio de comida ligera y algunas daban servicio en las habitaciones. En todas se cumplía el mismo ritual: mientras el hombre hacía el trámite en la carpeta, la mujer, cabizbaja, se mantenía relegada al fondo del salón. Algunas posadas disponían de parqueo interior y todo era más fácil. Otras eran hoteles venidos a menos, como el Venus, en la calle Agramonte, y el Estrella, en la calle del mismo nombre, en La Habana, mientras que otras, como Las Casitas de Ayestarán, provocaban en el cliente la ilusión de que entraba en casa propia. La fachada de Las Dos Palmas, en la Avenida de Acosta, en Lawton, cerca de la 12ma. Estación de Policía, estaba dotada de un paredón imponente que impedía cualquier visión hacia el interior. Otras como las que se ubicaban en la carretera Monumental regalaban la sensación de la excursión campestre. Pero ¡cuidado! No pocas de esas posadas contaban en sus habitaciones con lo que se llamaba audio y video, no porque tuvieran instalados televisores o algún que otro equipo de música, sino por los agujeros que permitían el rascabucheo desde la habitación vecina, casi siempre a través de los tomas de la electricidad.
Mi amigo Álvaro Salvatierra, un gallego a quien conocí cuando yo tendría unos 20 años y él doblaba ya el tormentoso cabo de los 70, me decía que no había negocios más seguros en el mundo que los de las funerarias y las posadas. Él había sido dueño de una posada y precisaba que en cualquier época, ya fuera de esplendor económico o de crisis, siempre habría gente que quisiera amarse y gente que no iba a dejar de morirse, por lo que las entradas estaban garantizadas.
Hacia 1821 el tabaco se fumaba y se mascaba a la vez. Eso trajo como consecuencia el uso generalizado en Cuba de la escupidera. Años más tarde, esos adminículos se importaban de Bohemia o Venecia y eran de cristal soplado, generalmente azul y blanco. Andando el tiempo, las costumbres se vulgarizaron y la escupidera de cristal con agua perfumada se sustituyó por la escupidera de bronce con agua y creolina.
La escupidera y el tibor con flores y escudo o monograma esmaltado en el fondo eran atributos inalienables de la burguesía criolla.
Durante muchísimos años la escupidera se hizo obligatoria en todos los cafés cubanos y aun en las bodegas. Los inspectores de Sanidad y la Policía multaban a los propietarios de esos establecimientos que no dispusieran de estas. Había que mantenerlas en un lugar visible.