Lecturas
En medio del clima de mentiras y rumores que siguió al alzamiento abcedario del 7 de noviembre de 1933 en La Habana, el sargento al mando del puesto de la Guardia Rural aledaño a la base naval norteamericana en Guantánamo, telefoneó a la Secretaría de Gobernación, Guerra y Marina y pidió hablar con Antonio Guiteras, el ministro. Dijo que los marines se disponían a desembarcar en territorio cubano y preguntó qué hacía llegado el momento.
—¿Cuántos hombres tiene usted?
—Ciento veinticinco y dos ametralladoras. ¿Qué hago?
—¿Y usted me pregunta semejante cosa? Al primer marine que saque la cabeza, ábrale fuego sin pensarlo mucho.
No hubo tal desembarco.
La huelga de la empresa eléctrica amenazaba al país. El 5 de diciembre de 1933 los empleados de la llamada Compañía Cubana de Electricidad —la mayor de las corporaciones norteamericanas en la Isla, filial de la Electric Bond and Share— presentaron 41 demandas (otros aseguran que fueron 45) a la empresa. Entre otras reivindicaciones reclamaban el incremento del salario mínimo a $1,60 y una jornada laboral de 42 horas semanales.
El conflicto de la Compañía era viejo, aunque no de parte de los trabajadores, sino de los consumidores. Desde la caída de Machado, un fuerte movimiento clamaba por la reducción de las tarifas y un aumento de sueldo para los empleados. La empresa se opuso al reclamo, pese a ser un monopolio que daba luz a 207 poblaciones cubanas, lo que le permitió ganancias inmensas en años precedentes.
Tres días antes de que los eléctricos se fueran a la huelga, el gobierno del presidente Grau propuso una mediación, y la empresa respondió con la amenaza de implementar un plan de austeridad brutal, que incluiría 3 000 despidos y un 25 por ciento de reducción salarial.
Quiso la Compañía que el Gobierno se pusiera de su parte. El administrador de la empresa visitó a Guiteras una noche en su apartamento del edificio López Serrano, en L esquina a 13, en el Vedado. Unos dicen que, para comprarlo, le ofreció un cheque en blanco donde el ministro de Gobernación podía escribir la cantidad de dinero que se le antojara. Otros aseguran que fue una oferta de 230 000 dólares, cifra que podía elevar, dijo, al medio millón.
—Yo he conocido a hombres valientes, pero usted lo es más que ninguno —le espetó Guiteras a su visitante. Y sin darle tiempo a responder, llamó a su madre.
—¡Mamá! ¡Mamá! Acompaña al señor hasta la puerta… quiere marcharse.
Es la mañana del 30 de septiembre de 1930, y los estudiantes salen de la Universidad en manifestación para expresar su repulsa al régimen de Gerardo Machado. La dragonada, encabezada por el jefe de la Policía en persona y por el inspector general de ese cuerpo, la reprime con saña. Hay, entre la muchachada, contusos y heridos de bala. Pablo de la Torriente Brau, que llevaba una piedra apretada en cada mano para golpear con más fuerza, cae con la cabeza ensangrentada. La sangre le baña el rostro y cree, por el sonido de disparo que hiere de muerte a Rafael Trejo, que es él quien recibió el balazo. En verdad, un policía, con su tolete, le ha ocasionado en la cabeza una herida de ocho centímetros de largo.
Impetuoso e indignado, Trejo se enreda en un cuerpo a cuerpo con el policía Félix Díaz Robaina. Corre en su ayuda el estudiante Díaz Baldoquín, quien intenta arrebatarle el arma al uniformado. Suena un tiro, luego otro, y Trejo se desploma en un charco de sangre. Herido por la espalda, tiene la desgracia y la gloria de ser la víctima que él mismo quiso que tuviera aquella tángana, cuando en broma dijo a sus compañeros que aquella manifestación necesitaba un muerto, pero no cualquier muerto, sino un estudiante significativo como Carlos Prío o Raúl Roa.
Pablo y Trejo arriban al Hospital de Emergencias al mismo tiempo, pero en vehículos diferentes. Pablo lo ve flácido y desfallecido, como si hubiese envejecido de pronto 20 años, y solo entonces se percata de que aquel disparo no fue para él. Pierde y recobra una y otra vez, como una luz que se apaga y se enciende, el conocimiento. La hemorragia es enorme y traga mucha sangre. Tiene un rumor de mar en la cabeza, pero de pronto puede oír con claridad y entender frases enteras. Se mezclan las voces de los que platican a su alrededor, pero oye algo que le confirma la gravedad de la situación. Es cuando un médico comenta: «Este [Pablo] puede salvarse, pero aquel [Trejo] se muere sin remedio».
Después de los primeros auxilios llevan a los heridos a la Sala de Urgencia y los colocan en camas contiguas, aisladas por paravanes del resto del salón. Siente Pablo unas náuseas angustiosas y entre convulsiones vomita toda la sangre que había tragado. Trejo lo mira, tranquilo, desde su cama, y le sonríe como para darle ánimos en aquel momento doloroso, pensando acaso que su compañero está mucho peor que él. Vuelve Pablo a perder la conciencia y le administran luego unos calmantes que lo hacen dormir profundamente. A la mañana siguiente, el silencio del hospital le revela la verdad. Nadie tiene que decírsela. Solo pregunta: «¿A qué hora murió?».
Trejo, que iba a morir, se despedía de Pablo con una sonrisa abrumadora. Su última sonrisa.
Salvador Cisneros Betancourt ha desaparecido de la ciudad. Pudo escabullirse a tiempo porque el telegrafista Manuel Marrero le avisa de la llegada de un mensaje dirigido a las autoridades coloniales en Camagüey, con orden de detención en su contra.
Impone el Marqués a Agramonte de los detalles de la labor que realiza para encauzar la marcha de la Revolución. Pero Agramonte poco puede hacer con ellos, porque días después otra orden, de la que le da cuenta el mismo telegrafista, dispone también su detención. Aun así, se mueve entre los grupos que simpatizan con la independencia, pero toda gestión, todo movimiento, es para él un peligro. Nada puede hacer ya en la ciudad y debe unirse a los rebeldes. Antes, por supuesto, se despedirá de Amalia Simoni, su esposa.
El encuentro es patético. Llegan juntos a la puerta de la vivienda y vuelven sobre sus pasos para permanecer abrazados durante largo tiempo. La emoción que los embarga es indescriptible y los dos corazones laten al unísono.
—Ojalá, Amalia, que nunca se encuentren mi deber y tu felicidad… —dice él.
—Tu deber antes que mi felicidad, Ignacio —responde ella.
Se imponen las armas cubanas en El Salado. En el fragor del combate, el teniente Luis González Estévez, jefe de la tropa española, recibe dos balazos en una pierna, que le impiden, llegado el caso, retirarse del campo de batalla con el resto de la tropa bajo su mando. Capturado por los cubanos, aguarda, temeroso, por su suerte. Lo rondan los presagios peores y espera que en cualquier momento acudan a rematarlo.
Pero no se presentan enemigos iracundos, sino un médico que, con los medios de que dispone, le hace la primera cura. Su sorpresa desborda todo límite cuando ve aparecer delante de él al mayor general Ignacio Agramonte en persona. Ahora sí que se ha sellado su destino, piensa el español, convencido de que el jefe insurrecto dispondría su muerte. Pero no. Agramonte, que también fue herido en el combate, se interesa por su estado y pregunta que cómo se siente. Agrega de inmediato:
—Se le ha atendido a usted con nuestros escasos recursos, en cumplimiento de lo que las leyes de guerra, en otras naciones, determinan en favor de los prisioneros dignos a quienes les es adversa la fortuna. Si usted no lo reconociera así, no sería militar ni caballero.
Siente el español volverle el alma al cuerpo. Atina solo a pronunciar una palabra.
—Gracias —dice.
Instantes después, Agramonte ordenaba que el prisionero fuera conducido con cuidado hasta el campamento enemigo más cercano.
La enfermedad, que se le diagnosticó en momentos en que no había medios para combatirla —solo el arsénico—, lo derrotó finalmente. El campeón, que solía repetir «El boxeo soy yo» y que ganó una fortuna con sus peleas, terminó como entrenador y en la pobreza.
Una tarde compartía con un grupo de admiradores y amigos en la cantina de la bodega de San Rafael y Hospital, cuenta el cronista Elio Menéndez. Rememoraba las grandes bolsas que le reportaron sus peleas con Berg, Singer y Canzoneri, y cómo jamás se olvidó de la niñez desvalida. Cuando los muchachos lo veían aparecer en su Cadillac, corrían tras él, y Chocolate repartía entre ellos hasta la última moneda que llevaba en el bolsillo. Uno de los presentes se aventuró a decirle:
—Caramba, campeón, si hubiera ahorrado algo, hoy no estaría en la miseria.
Fue como si le clavaran un gancho en el hígado. Chocolate se despegó de la barra, miró de arriba abajo a su interlocutor, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
—¿De dónde sacas tú que yo estoy en la miseria?
Confundido, el intruso trató de disculparse, pero el Kid no le dio tiempo.
—Apréndete bien esto y que no se te olvide jamás. Muchos de los que se llaman ricos hicieron su fortuna a costa del dolor y del llanto ajenos. Yo, que no amasé fortunas con el sufrimiento de nadie, sino con mi esfuerzo y mi sudor, me sentí dichoso proporcionando felicidad a los demás.
Apuró el trago y volvió a la carga.
—Ahí tienes la diferencia entre un rico pobre y un pobre rico. Los que juegan en la primera novena, toman pastillas para dormir. Yo, que con mi dinero repartí alegrías, me siento millonario y duermo a pierna suelta porque todavía disfruto del más grande de todos los tesoros: el calor de mi gente.
El hombre todavía insistió en disculparse, pero Chocolate no le dio tregua.
—A quien te diga que Chocolate vive en la miseria, dile que es mentira. Que aun sin un centavo, Chocolate sigue siendo rico.