Lecturas
La casa natal de José Martí, en la calle de Paula número 41 (hoy Leonor Pérez 314), pasó a ser museo en 1925. Hasta entonces ese inmueble recorrió un azaroso camino y otro no menos incierto le tocaría conocer durante varios años más.
Don Mariano Martí y doña Leonor Pérez fueron a vivir a esa casa tras haber contraído matrimonio el 7 de febrero de 1852. Es una casa modesta, de dos plantas, que la familia Martí-Pérez no ocupó completa; vivió solo en la planta alta. La abandonaron cuando el primogénito de la familia y futuro Apóstol de la Independencia de Cuba tenía unos tres años de edad.
Bien por problemas económicos o por otros motivos, cambia el matrimonio de domicilio con frecuencia. De la calle Paula salta a la calle Merced, a Ángeles, a Industria, a Refugio, a Peñalver… Don Mariano, que ha venido a Cuba como sargento de artillería, pasa la mayor parte del tiempo buscando empleo o sin ocupación estable, lo que obliga a la familia a vivir de los pequeños trabajos de costura que encargan a doña Leonor. Vive la familia con estrecheces y carencias que aumentan no solo por el nacimiento de varias hijas, sino también por el carácter irascible de don Mariano y su honradez, que le impiden mantener durante mucho tiempo los empleos que desempeña.
Ya muerto Martí, doña Leonor regresa a la casita de la calle Paula. Tiene unos 70 años de edad y vuelve viuda y casi ciega. En un retrato suyo de la época, que se conserva, la madre de Martí luce como una empleada que vive de su sueldo exiguo y no cuenta con nada más. Es el retrato de una anciana de cabellos grises y ceñidos a la cabeza. Luce al cuello una randa sostenida con un broche común y se cubre con un vestido de paño para un frío que no es el nuestro. Hay en su rostro una pena lejana y no se sabe si está a punto de sonreír o de llorar. Tiene la mirada opaca, que el hijo le descubrió, de las madres «que pierden el brillo de sus ojos como tú lo perdiste». Hay sencillez, bondad, maternidad en esa foto y, al mismo tiempo, valor, mucho valor para afrontar la vida. Don Mariano ha muerto en 1887. A doña Leonor, que fallecerá en 1907, la acompaña su hija Amelia, que vivió sus últimos días en una casa en el reparto Santa Amalia —donada por el Gobierno de Batista—, muy pobre, paupérrima, hasta su muerte en 1944.
No pocos cubanos, agrupados en la asociación Por Martí, quisieron adquirir la casa natal, pero tropezaron con la negativa rotunda de los propietarios del inmueble. El interventor militar norteamericano Leonardo Wood se ofreció entonces para mediar en el asunto y comprarla, pero los de Por Martí rechazaron su propuesta y llamaron a una suscripción popular para la adquisición del inmueble y procurar, al mismo tiempo, alguna ayuda material a doña Leonor que, pese a su edad y estado físico, había tenido que pedir y aceptar, para poder librar la subsistencia, un puesto de oficial de tercera en la Secretaría de Agricultura, Industrias, Comercio y Obras Públicas; puesto que había quedado vacante por no poder aceptarlo la madre del mayor general Calixto García, que era muy anciana. Un puesto modestísimo.
Unos 25 años después de que la humilde casita de la calle de Paula fuese adquirida por el pueblo de Cuba, abrió sus puertas en ella el Museo. No acabaron ahí las vicisitudes. Siempre corta de presupuesto, la instalación apenas contaba con los fondos necesarios para pagar a sus empleados y mucho menos para su conservación y mantenimiento. La sentida colecta organizada entre los niños cubanos, que aportaron un centavo cada uno para la casa de Martí, palió en un momento la situación, pero no resolvió el problema.
A fines del siglo XIX, cuando la casa natal no era aún patrimonio de la nación, la emigración cubana de Cayo Hueso colocó en su fachada una tarja conmemorativa que dejó constancia de que allí había nacido el Héroe Nacional de Cuba.
La develación de esa sencilla lápida fue el primer homenaje público que se rindió en Cuba a José Martí, y, supongo, el primer monumento con que contó en su tierra tras el cese de la dominación española. Aclaro esto porque el Apóstol tuvo su primer monumento en tierra cubana antes de que finalizara la Guerra de Independencia.
Fue una iniciativa de Máximo Gómez. El 9 de agosto de 1896, el General en Jefe del Ejército Libertador, al frente de más de 300 soldados, volvió a Dos Ríos y dejó el vestigio de la visita cuando pidió a sus acompañantes que recogiesen una piedra del camino y la fueran depositando en el sitio exacto donde cayó Martí, a fin de formar con ella una pirámide rústica.
Todos llevamos en el recuerdo la emoción que experimentamos cuando, de niños, visitamos por primera vez la casita de Martí. Que esa emoción no muera nunca.
Fue el ingeniero Evaristo Carrillo quien en 1841 ensayó en La Habana el adoquinado de madera.
Los carruajes, al transitar sobre las vías empedradas con chinas pelonas, provocaban un ruido infernal. A fin de atemperarlo, Carrillo decidió acometer el adoquinaje con madera y para ello se escogió el tramo de la calle Tacón (después Manuel Sanguily) que corre entre Obispo y O’Reilly, esto es, el pedazo de calle que pasa por delante de la fachada del Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la ciudad. Se dijo que la medida beneficiaría a los vecinos de La Habana, pero solo alivió la existencia de la máxima autoridad colonial en la Isla, pues muy pronto, solo unos meses más tarde, una comisión designada para estudiar las ventajas de la iniciativa concluyó que los adoquines de madera resultaban caros y poco duraderos. Por ello, el pedazo aludido de la calle Tacón fue comienzo y fin del propósito.
En los terrenos de la antigua estancia de Aróstegui, muy cerca de la Zanja Real y de las faldas del castillo del Príncipe, existían en tiempos remotos dos molinos de tabaco arrendados por don Martín de Aróstegui.
Cuando se inició la construcción del Gran Teatro, llamado entonces Tacón y después Nacional, se impuso la necesidad de que desapareciera el primitivo Jardín Botánico construido cerca del lugar. Fue entonces que el capitán general Miguel Tacón ordenó que las plantas y arbustos del Jardín se trasladaran a los Molinos.
Dispuso Tacón asimismo que en ese sitio se construyera una pequeña casa quinta, de una sola planta, como residencia de verano de los Capitanes Generales, y que sirviera además a los gobernadores como residencia de tránsito cuando, después de entregar el mando, esperaban trasladarse a España. Fue así que se construyó la casa en lo que después se llamó Quinta de los Molinos, obra de los ingenieros Félix Lemau y el muy famoso Manuel Pastor, a quien tantas obras importantes debe La Habana.
En 1844 la casa fue ampliada con un piso alto, se embellecieron sus galerías y se introdujeron algunas reformas, bajo la dirección general del ingeniero Carrillo de Albornoz, uno de los grandes urbanistas de la época. Pese a todo, este inmueble nunca llegó a rivalizar con las grandes mansiones del Cerro, donde hubo residencias verdaderamente fastuosas. Pero llegó a convertirse en un lugar muy agradable. Cirilo Villaverde lo describía como un sitio precioso... uno de los jardines más amenos y extensos de las cercanías de La Habana, donde las fuentes rústicas, las montañas artificiales, las grutas misteriosas, los saltos de agua, cenadores y otros caprichos y rarezas deleitaban el espíritu.
Finalizada la Guerra de Independencia, en un gesto inusitado de muy significativa cortesía, el interventor militar norteamericano dio la Quinta de los Molinos, como residencia oficial, a Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador. Aunque se dice que Mario García Menocal utilizó esporádicamente la Quinta de los Molinos como Palacio Presidencial de verano (utilizó también con este fin el Palacio de Durañona, en Marianao), ya en la República la Quinta dejó de ser utilizada por las primeras autoridades del país. Fue Jardín Botánico, centro de exposiciones, dependencia de la Universidad…
Y venga ahora una anécdota deliciosa. Ya se dijo que la Quinta de los Molinos debía servir también de residencia a los gobernadores que cesaban en el cargo y esperaban su retorno a la península. Cuando Federico Roncali, conde de Alcoy, se hizo cargo del Gobierno (1848) para suceder a Leopoldo O’Donnell, el conde de Lucena le jugó una mala pasada ya que el relevo le llegó antes de lo previsto y sin causa que lo justificara.
O’Donnell no solo recibió a Roncali con evidente desprecio y no cambió con él más de media docena de palabras durante la ceremonia del traspaso de mando, sino que le dejó vacío el Palacio de los Capitanes Generales. Salvo el Salón del Trono y las dos piezas principales, que lucían en todo su esplendor, en el resto de las habitaciones faltaba no solo aquello que representa la comodidad y el lujo, sino los objetos más indispensables. Fue como si la mansión acabara de sufrir los efectos de una mudada.
Algo de eso había porque Leopoldo O’Donnell, a quien apodaban el Leopardo de Lucena, antes de cesar en el Gobierno se había establecido, junto a su familia, en la Quinta de los Molinos y se empeñó en convertirla en una casa de vivienda digna para el primer funcionario de la Colonia, por lo que se llevó del Palacio hasta los clavos. Sustituido, siguió viviendo en ella, sin prisa por retornar a España.
Cuando la condesa de Alcoy, como dueña de casa, recorrió el Palacio de los Capitanes Generales, advirtió que no dispondrían ella y su esposo siquiera de una cama donde reponerse de tan largo viaje. Para salir de aquel trance y evitar tener que pasar la noche acomodados en las butacas del Salón del Trono, el Conde y la Condesa se vieron obligados a recurrir a don Pancho Marty, un avispado catalán que llegó a Cuba pobre como una rata y se había enriquecido gracias a la trata negrera y al trabajo de los presos, a quienes explotaba a su favor, y que ajeno al protocolo visitaba Palacio y veía al gobernador cuando le venía en ganas. Marty se pintaba solo para solucionar un asunto como ese, solución que redundaría en su influencia y valimiento.
—Cosas de don Leopoldo, señora, todo se arreglará, dijo Marty a la Condesa.
Y se arregló en efecto.