Lecturas
Desconoce el escribidor —y lo dice sin ánimo de crítica— cómo se estructura el sistema de transporte público capitalino en la actualidad. El paradero de la Víbora, que toda la vida fue una terminal de ómnibus —y antes de tranvías— y un punto de referencia en la ciudad, es ahora una base de taxis.
Para sustituir el de la Víbora se construyó en Santa Amalia otro paradero, que solo lo suple en parte, porque la ruta 37 pertenece ahora al paradero de Lawton, al igual que la 15 y el P10, que es lo que fue la ruta 100. Esta guarda sus carros en Santa Amalia, pero debe hacer «piquera» en plena calle, en Patrocinio entre 10 de Octubre y Párraga, frente por frente a lo que siempre fue su terminal.
Tampoco existe ya el paradero de Mantilla, que tanta vida dio a esa localidad, y, por tanto tampoco existe la Ruta 4, tradicionalmente, en tiempos pasados, una de las líneas de mejor servicio en La Habana.
Las guaguas, muchas de ellas al menos, tienen hoy un recorrido que nadie hubiera concebido hace unos años. La ruta 27, por ejemplo, pertenece ahora al paradero de Palatino, al igual, creo, que la 20, que siempre fue de La Puntilla. La 54, que siempre bajó por San Rafael en su recorrido hacia Centro Habana, sube y baja ahora por Zanja y en lugar de concluirlo en las inmediaciones del hotel Plaza —hubo tiempos en que llegaba a la Plaza de Armas— lo finaliza en el Parque del Curita, con lo que el viajero está y no está en La Habana. La cosa se pone fea cuando el pasajero llega a la Plaza de la Fraternidad con intenciones de adentrarse en La Habana Vieja. Hace poco tiempo bastaba con caminar por Monte hasta Cárdenas. Allí, frente a la tienda La Sortija, paraban la 15, la 16, la 18 y la 27, todas útiles si se deseaba llegar a la Avenida del Puerto. Cierto que todas ellas tenían —y tienen— una frecuencia como para sacar del paso al más pinto de la paloma, pero como eran cuatro, si no venía una, se agarraba la otra. Había un escape.
Alguien que, de seguro, no monta guagua, hizo un brillante aporte. Las cuatro rutas siguen vigentes y mantienen su recorrido hasta la Avenida del Puerto, pero ya ninguna hace parada en La Sortija. Cada una de ellas toma, al llegar a la Fraternidad, un camino distinto, con paradas distantes entre sí. Entonces el viajero, que luego de descender de un P8 espera la 16, ve, consternado y rabioso, cómo se va a lo lejos la 15 o la 27 o se indigna cuando la 18 tuerce por una bocacalle a cuatro metros de sus narices. Entonces el sujeto, resignado a su 16, echa raíces en la parada o se aventura en un bicitaxi, que es como ponerse en las manos de Dios.
Si los primeros taxistas o boteros aparecieron en La Habana en 1836, y circularon guaguas a partir de 1840, el bicitaxi es un vehículo sin antecedente conocido. Sus conductores no se rompen demasiado la cabeza. Siempre están disponibles; ninguno se niega a un servicio. Para la mayoría de ellos apenas existen las obligaciones del tránsito, pero llevan sus finanzas con una claridad ejemplar. No fallan. Tienen siempre la respuesta exacta a las inquietudes del cliente. Pregunta este: ¿Cuánto es la carrera hasta Cuba y Obispo? Contesta el bicitaxista: Un peso. ¿Y hasta el Museo del Ron? Un peso. Dice un peso, como perdonándote la vida, pero en realidad son 25 pesos, es decir, un CUC.
Cuando el ómnibus sale del paradero va en subida, y en bajada cuando rinde viaje y vuelve a su punto de partida. La subida del P 10 termina en el Club Náutico, que es donde empieza su bajada. El P8 termina de subir en la Villa Panamericana. La ruta 24 —Lawton– Avenida del Puerto— hacía un viaje redondo, sin transición entre la subida y la bajada. Salía del paradero de 16 y B y tomaba 16, Concepción, 10 de Octubre, Pocito, Reyes. Calzada de Luyanó, Fábrica, Elevados, Terminal de Trenes, Egido. Monserrate, Chacón, Avenida del Puerto y bajaba por donde mismo había subido.
Lo mismo sucedía con la ruta 1 —Fortuna-Avenida del Puerto—. A diferencia de la 24, existe todavía, pero con un recorrido que poco tiene que ver con su itinerario tradicional. Rinde viaje, creo, en el Hospital Miguel Henríquez. Tuvo el escribidor la posibilidad de hacer en ella uno de los últimos viajes que hizo ese ómnibus desde el puerto. Vino vacío, con asientos de sobra, hasta más acá de la Víbora, y así siguió imagino que hasta el final. La gente, aglomerada en las paradas, veía aquella guagua fantasma y la dejaba ir. No atinaba a reaccionar.
Y es que para andar en ómnibus en La Habana de hoy no basta con haber nacido y crecido en esta ciudad —y el escribidor es habanero de cuarta generación. Tiene uno que gustar de la aventura y tener cierta dosis de adivino.
Ómnibus que toda la vida pasaron por un lugar, ya no existen o tienen otro recorrido establecido, sin contar los desvíos ocasionales en una ciudad donde cualquiera se siente con derecho a cerrar una calle. Véase, si no, la ruta 174. Hubo una época en que al llegar a G y 23, doblaba hacia el cementerio y si desde la intersección mencionada se quería buscar el Malecón, había que hacerlo a pie. Pero desde que el escribidor tiene uso de razón —y hace unos cuantos años de eso— la 174 y antes la 74 transitó por G en subida y en bajada. Desde hace un tiempo, se le ve pasar en subida por L, y cumplido su itinerario baja por una maraña de calles que no alcanzo a precisar.
Pocas rutas como esa han variado tanto en verdad el punto donde termina su subida y empieza su bajada. El lugar más remoto que me viene a la mente es G y Quinta, al costado del Ministerio de Relaciones Exteriores. Con el tiempo pasó a la acera contraria, frente al desaparecido hotel Azul —más bien una casa de huéspedes—. Luego, en la misma acera estuvo bajando o subiendo. Tampoco permanecería en ese sitio. Pasó más tarde al parquecito del patronato de la Comunidad Hebrea y de ahí a la esquina de Línea y C.
Muchas de las guaguas que iban al Vedado, rendían viaje en el cementerio. Lo hacía no solo la 74, también la 2 y la 10, que ya no existen, y la 23, que tiene un recorrido hoy inimaginable.
El conductor, que no era el que conducía el ómnibus, sino el que cobraba el pasaje y estaba atento a la subida y a la bajada del pasajero, iba anunciando las paradas, sobre todo las más importantes. ¡Ayuntamiento! ¡San Lázaro! ¡Espada! ¡23! ¡Cementerio! A la de 23 y 12 se le llamaba «el último paradero» por su proximidad con la Necrópolis. No era raro que entonces el conductor anunciara: «¡La ciudad que progresa!». Importantes eran también las paradas de Toyo, Tejas, Galiano y Trocadero, Diez de Octubre entre Estrada Palma y Luis Estévez. La Palma… Las guaguas por lo general paraban en todas las esquinas, a una señal del conductor cuando percibía que algún pasajero quería apearse o en respuesta a la demanda del que la quería montar. En la segunda mitad de la década de 1960 aparecieron los expresos. Eran los mismos ómnibus de siempre, identificados ahora por tres dígitos. La 174, por ejemplo, coexistía con la 74, y el costo del pasaje era el mismo en ambas, pero mientras que la 74 interrumpía su trayecto en G y 25, luego de haber dado una vuelta por detrás del Ministerio de Transporte, la otra, sin salirse de Boyeros, hacía su recorrido hasta G y Quinta, en un tiempo menor, pues paraba cada diez cuadras, mientras que la otra lo hacía cada cinco.
Las paradas entonces se hicieron obligatorias, hubiera o no pasajeros que descendieran o que quisieran subir. Fue por esa época cuando el precio del pasaje bajó de ocho a cinco centavos y desaparecieron las transferencias. También desapareció el conductor, que fue sustituido por la alcancía, un artilugio que algunos pasajeros burlaban alevosamente.
El conductor, mientras existió, entregaba al pasajero un comprobante por su pago y accionaba una manecilla para que ese pago quedara registrado en un contador. El pasajero conservaba su comprobante mientras estuviese a bordo del ómnibus, porque debía mostrarlo al inspector, que subía esporádicamente al vehículo, si se lo solicitaba. Le hacía entonces el inspector una pequeña marca con un lápiz y devolvía el comprobante al viajero. Cotejaba además los comprobantes entregados por el conductor con la cantidad registrada en el reloj: tenían que coincidir. También el inspector, sin subir al ómnibus, chequeaba la hora en que el vehículo llegaba a determinada parada, pues el chofer debía hacer el recorrido dentro de un horario estricto. ¡Ah!, el conductor siempre tenía menudo para el cambio. El pasajero pagaba, digamos, con un realito y el hombre le devolvía los dos centavos.
Mientras el precio del pasaje se mantuvo en ocho centavos, existió la transferencia. Si el pasajero debía proseguir viaje, porque la guagua que había tomado no llegaba adonde él lo necesitaba, pedía una transferencia que, por dos centavos adicionales, le permitía seguir su recorrido en un ómnibus de la misma empresa. El comprobante de la transferencia era más largo que el del pasaje y el conductor antes de entregarlo, con un ponchador, le marcaba la hora y el lugar donde el pasajero haría el cambio de ómnibus.
Había mucha vida en torno a los paraderos. En las inmediaciones del de la Víbora se hallaban las cafeterías El Asia y El Recreo, los cafés Central y La Conferencia, el Gran Cinema, la clínica Lourdes, la librería La Polilla, la farmacia San Ramón, uno de los establecimientos de las Cadenas Brito y otras tiendas de confecciones textiles, guaraperas, expendios de ostiones, etc.
Lo mismo sucedía en los alrededores de las paradas con gran afluencia de público, como la de Diez de Octubre entre Estrada Palma y Luis Estévez. Allí estaban los cafés Récords con vidriera de apuntaciones incluida, León y Los Castellanos, la cafetería Noche y Día, la tienda La Campana y otro establecimiento de las cadenas Brito, llamado después Tejidos Brimart —Brito-Martínez—, la tintorería Barros, el cine y la florería Tosca, una gran barbería, una mueblería y la panadería La Marina, sin contar la venta en los portales como el puesto de Josefina Siré, con fritas que podían considerarse, junto a las de Sebastián Carro, entre las mejores de la ciudad.
La panadería de la Esquina de Tejas, anunciaba: «Pan caliente cada 15 minutos». Pero la más famosa panadería, o una de las más famosas, era la de Toyo. Aunque está emplazada en un edificio moderno, es lo más antiguo de la zona. Se inauguró en 1832. En los años 40 había en Toyo una fonda famosa por su caldo gallego.
Faltaría hablar de las guaguas de palo, aquellos ómnibus de madera, con las puertas permanentemente abiertas porque no había cómo cerrarlas y que tenían el motor dentro de la propia cabina, a la derecha del chofer. Y del carro de la confronta, que circulaba entre las 12 de la noche —o un poco antes— y las 4:50 de la mañana, cuando salía el primer carro de línea. Faltaría aludir a personajes que subían al ómnibus sin ser precisamente pasajeros: billeteros, vendedores ambulantes de los productos más variados, voceadores de periódicos, limosneros. No faltaba el que, acompañado de su guitarra, entonaba, con el consentimiento tácito del conductor, una canción y, al finalizarla, recorría el vehículo hasta el fondo y a la voz de «Ayude al artista cubano» pasaba el sombrero a fin de que los pasajeros lo recompensaran con alguna moneda.
Era la época. Hoy la música grabada se ha adueñado, a altos volúmenes, de muchas guaguas, guste o no al viajero, y no es raro que en los interiores del vehículo luzcan garabateados los nombres de algunos pasajeros que quisieron perpetuarse, ni que el ómnibus detenga su marcha 40 o 50 metros antes o después de la parada establecida. El pasajero protesta, pero acaba resignándose.